domingo, 26 de febrero de 2012

Cuento 40





















Los tres instrumentos de la muerte



Tanto por profesión como por convicción, el padre Brown sabía, mejor que casi todos nosotros, que la muerte dignifica al hombre. Con todo, tuvo un sobresalto cuando, al amanecer, vinieron a decirle que Sir Aaron Armstrong había sido asesinado. Había algo de incongruente y absurdo en la idea de que una figura tan agradable y popular tuviera la menor relación con la violencia secreta del asesinato. Porque Sir Aaron Armstrong era agradable hasta el punto de ser cómico, y popular hasta ser casi legendario. Era aquello tan imposible como figurarse que «Sunny Jim» se había colgado, o que el pacífico «el señor Pick Wicks» de Dickens había muerto en el manicomio de Hanwell. Porque, aunque Sir Aaron, como filántropo que era, tenía que conocer los oscuros fondos de nuestra sociedad, se enorgullecía de hacerlo de la manera más brillante posible. Sus discursos políticos y sociales eran cataratas de anécdotas y carcajadas; su salud corporal era tremenda; su ética, el optimismo más completo. Y trataba el problema de la embriaguez (su tópico favorito) con aquella alegría perenne y aun monótona, que es muchas veces la señal de una absoluta y provechosa abstinencia.



La historia corriente de su conversación era muy conocida en los círculos y púlpitos más puritanos: cómo, de niño, había sido arrastrado de la teología escocesa al whisky escocés; cómo se había redimido de lo uno y lo otro, y había llegado a ser (según él modestamente decía) lo que era. La verdad es que su barba blanca y bellida, su cara de querubín, sus gafas deslumbradoras, y las innúmeras comidas y congresos a que asistía, hacían difícil creer que hubiera sido nunca persona tan tétrica como un borrachín o un calvinista. No: aquél era el más seriamente alegre de todos los hijos de los hombres.



Vivía por los rústicos alrededores de Hampstead, en una hermosa casa, alta, pero no ancha: una de esas modernas torres tan prosaicas. La más estrecha de sus estrechas fachadas daba sobre la verde pendiente del camino férreo, y hasta la casa llegaban las trepidaciones del tren. Sir Aaron Armstrong, como él decía con turbulenta manera, no tenía nervios. Pero si a menudo el tren hacía trepidar la casa, aquella mañana se cambiaron los papeles, y fue la casa la que hizo trepidar al tren.



La máquina disminuyó la velocidad, y finalmente, paró justamente frente al sitio en que un ángulo de la casa se adelantaba sobre la pendiente de pasto. Generalmente los mecanismos paran poco a poco, pero la causa viviente de aquella parada fue muy rápida. Un hombre vestido rigurosamente de negro, sin omitir (como lo recordaron los testigos de la escena) el tenebroso detalle de los guantes negros, apareció en lo alto del terraplén, frente a la máquina, y agitó las negras manos como un negro molino de viento. Esto no hubiera bastado siquiera para detener a un tren lentísimo. Pero de aquel hombre salió un grito que después todos repetían como si hubiera sido algo nuevo y sobrenatural. Fue uno de esos gritos tórridamente claros, aun cuando no se entienda qué dicen. Las palabras articuladas por aquel hombre fueron: «¡Un asesinato!»



Pero el conductor asegura que si sólo hubiera oído aquel grito penetrante y horrible, sin entender las palabras, hubiera parado igualmente.



Una vez detenido el tren, bastaba un vistazo para advertir las circunstancias del incidente... El hombre de luto era Magnus, el lacayo de Sir Aaron Armstrong. El baronet, con su habitual optimismo, solía burlarse de los guantes negros de su lúgubre criado; pero ahora toda burla hubiera sido inoportuna.



Dos o tres curiosos bajaron, cruzaron la ahumada cerca, y vieron, casi al pie del edificio, el cuerpo de un anciano con una bata amarilla que tenía un forro de rojo vivo. En una pierna se veía un trozo de cuerda enredado tal vez en la confusión de una lucha. Había una o dos manchas de sangre: muy poca. Pero el cuerpo estaba doblado o quebrado en una postura imposible para un cuerpo vivo. Era Sir Aaron Armstrong. A poco apareció un hombre robusto de hermosa barba, en quien algunos viajeros reconocieron al secretario del difunto, Patrick Royce, un tiempo muy célebre en la sociedad bohemia, y aun famoso en el arte bohemio. El secretario manifestó la misma angustia del criado, de un modo más vago, aunque más convincente. Cuando, un instante después, apareció en el jardín la tercera figura del hogar, Alice Armstrong, la hija del muerto, vacilante e indecisa, el conductor se decidió a obrar, se oyó un silbo, y el tren, jadeando, corrió a pedir auxilio a la próxima estación que no estaba demasiado lejos, por cierto, de aquel lugar.



Y así, a petición de Patrick Royce, el enorme secretario ex bohemio, vinieron a llamar a la puerta del padre Brown. Royce era irlandés de nacimiento, y pertenecía a esa casta de católicos accidentales que sólo se acuerdan de su religión en los malos trances. Pero el deseo de Royce no se hubiera cumplido tan de prisa si uno de los detectives oficiales que intervinieron en el asunto no hubiera sido amigo y admirador del detective no oficial llamado Flambeau... Porque, claro está, es imposible ser amigo de Flambeau sin oír contar mil historias y hazañas del padre Brown. Así, mientras el joven detective Merton conducía al sacerdote, a campo traviesa, a la vía férrea, su conversación fue más confidencial de lo que hubiera sido entre dos desconocidos.



-Según me parece -dijo ingenuamente el señor Merton- hay que renunciar a desenredar este lío. No se puede sospechar de nadie. Magnus es un loco solemne, demasiado loco para asesino. Royce, el mejor amigo del baronet durante años. Su hija le adoraba sin duda. Además, todo es absurdo. ¿Quién puede haber tenido empeño en matar a este viejo tan simpático? ¿Quién en mancharse las manos con la sangre del amable señor del brindis? Es como matar a san Nicolás.



-Sí, era un hogar muy simpático -asintió el padre Brown-. Mientras él vivió, al menos, así fue siempre. ¿Cree usted que seguirá siendo igual de alegre?



Merton, asombrado, le dirigió una mirada interrogadora.



-¿Ahora que ha muerto él?



-Sí -continuó impasible el sacerdote-. Él era muy alegre. Pero, ¿comunicó a los demás su alegría? Francamente, ¿había en esa casa alguna persona alegre, fuera de él?



En la mente de Merton pareció abrirse una ventana, dejando penetrar esa extraña luz de sorpresa que nos permite darnos cuenta de lo que siempre hemos estado viendo. A menudo había estado en casa de Armstrong, para cumplir con sus funciones policíacas, ciertos caprichos del viejo filántropo. Y ahora que pensaba en ello se dio cuenta de que, en efecto, aquella casa era deprimente. Los cuartos muy altos y fríos; el decorado, mezquino y provinciano; los pasillos, llenos de corrientes de aire, alumbrados con una luz eléctrica más fría que la luz de la luna. Y aunque, a cambio de esto, la cara escarlata y la barba plateada del viejo ardieran como hogueras en todos los cuartos y pasillos, no dejaban ningún calor tras de sí. Sin duda aquella incomodidad de la casa se debía a la vitalidad de la misma, a la misma exuberancia del propietario. A él no le hacían falta estufas ni lámparas; llevaba consigo su luz y su calor. Pero, recordando a las otras personas de la casa, Merton tuvo que confesar que no eran más que las sombras del señor. El extravagante lacayo, con sus guantes negros, era una pesadilla. Royce, el secretario, hombre sólido, hombrachón o muñecón de trapo con barbas, tenía las barbas de paja llenas de sal gris -como de trapo bicolor-, y la ancha frente surcada de arrugas prematuras. Era de buen natural, pero su bondad era triste y lánguida, y tenía ese aire vago de los que se sienten fracasados. En cuanto a la hija de Armstrong, parecía increíble que lo fuera: tan pálida era y de un aspecto tan sensitivo. Graciosa, pero con un temblor de álamo temblón. Y Merton a veces se preguntaba si habría adquirido ese temblor con la trepidación continua del tren.



-Ya ve usted -dijo el padre Brown pestañeando modestamente-. No es seguro que la alegría de Armstrong haya sido alegre... para los demás. Usted dice que a nadie se le puede haber ocurrido dar muerte a un hombre tan feliz. No estoy muy seguro de ello: ne nos inducas in tentatione. Si alguna vez me hubiera yo atrevido a matar a alguien -añadió con sencillez- hubiera sido a un optimista.



-¿Cómo? -exclamó Merton, risueño-. ¿A usted le parece que la alegría de uno es desagradable a los demás?



-A la gente le agrada la risa frecuente -contestó el padre Brown-; pero no creo que le agrade la sonrisa perenne. La alegría sin humorismo es cosa muy cansona.



Caminaron un rato eh silencio, bajo las ráfagas, por el herboso terraplén de la vía y al llegar al límite de la larguísima sombra que proyectaba la casa de Armstrong, el padre Brown dijo de pronto, como el que echa de si un mal pensamiento, mejor que ofrecerlo a su interlocutor:



-Claro es que la bebida en sí misma no es buena ni mala. Pero no puedo menos de pensar que, a los hombres como Armstrong, les convendría beber algo de tiempo en tiempo para entristecerse un poco.



El jefe de Merton, un detective muy apuesto, de pelo entregrís, llamado Gilder, estaba en la verde loma de la vía esperando al médico forense y hablando con Patrick Royce, cuyas anchas espaldas y erizados pelos le dominaban por completo. Y esto se notaba más porque Royce siempre andaba combado de una manera hercúlea, y discurría por entre sus pequeños deberes domésticos y secretariales con un aire de pesada humildad, como un búfalo que arrastra un carro.



Al ver al sacerdote, levantó la cabeza con evidente satisfacción y se apartó con él unos pasos. Entretanto, Merton se dirigía a su mayor con evidente respeto, pero con cierta impaciencia de muchacho.



-Y qué, señor Gilder, ¿ha descubierto usted este misterio?



-Aquí no hay misterio -replicó Gilder, contemplando, con soñolientas pestañas el vuelo de las cornejas.



-Bueno; para mí, al menos, sí lo hay -dijo Merton, sonriendo.



-Todo está muy claro, muchacho -dijo su mayor, acariciando su puntiaguda barba gris-. Tres minutos después de que te fuiste a buscar al párroco del señor Royce todo se aclaró. ¿Conoces a ese criado de cara de palo que lleva unos guantes negros; el que detuvo el tren?



-¡Ya lo creo! Me produce hormigueo.



-Bien -articuló Gilder-; cuando el tren partió, ese hombre había partido también. Un criminal muy frío, ¿verdad? ¡Mira tú que escapar en el tren que va a avisar a la Policía!



-Pero, ¿está usted seguro -observó el joven- que fue él quien mató a su amo?



-Sí, hijo mío, completamente seguro -replicó Gilder secamente-; por la sencilla razón de que ha escapado llevándose veinte mil libras en acciones que estaban en el escritorio de su amo. No: aquí lo único que merece el nombre de misterio es cómo cometió el asesinato. El cráneo se diría roto con un arma potente, pero no aparece arma ninguna, y no es fácil que el asesino se la haya llevado consigo, a menos que fuera lo bastante pequeña para no advertirse.



-O quizá lo bastante grande para no advertirse -dijo el sacerdote, dominando una risita. Gilder le preguntó al padre Brown secamente qué quería decir.



-Nada, una necedad, ya lo sé -dijo el padre Brown-. Algo que parece cuento de hadas. Pero se me figura que el pobre señor Armstrong fue muerto con una cachiporra gigantesca, una enorme cachiporra verde, demasiado grande para ser notada, y que se llama la tierra. En suma, que se rompió la cabeza contra esta misma loma verde en que estamos.



-¿Cómo? -preguntó vivamente el detective.



El padre Brown volvió su cara de luna hacia la casa y pestañeó como un desesperado. Siguiendo su mirada, los otros vieron que en lo alto de aquel muro, y como ojo único, había una ventana abierta en el desván.



-¿No ven ustedes? -explicó, señalándola con una torpeza infantil-. Cayó o fue arrojado desde allí.



Gilder consideró la ventana con arrugado ceño y dijo después:



-En efecto, es muy posible. Pero no entiendo cómo habla usted de ello con tanta seguridad.



El padre Brown abrió sus grises ojos vacíos.



-¿Cómo? -exclamó-. En la pierna de ese hombre hay un trozo de cuerda enredado. ¿No ve usted otro trozo allí, en el ángulo de la ventana?



A aquella altura, la cuerda parecía una brizna o una hebra de cabello, pero el astuto y viejo investigador se declaró satisfecho:



-Muy cierto, caballero. Creo que ha acertado.



En este instante, un tren especial de un solo coche entró por la curva que hacía la línea a la izquierda y, deteniéndose, dejó salir otro contingente de policías, entre los cuales aparecía la carota de Magnus, el sirviente evadido.



-¡Por los dioses! ¡Lo han cogido! -gritó Gilder; y se adelantó a recibirlos con mucha precipitación-. ¿Y el dinero? ¿También lo traen ustedes? -preguntó a uno de los policías.



El agente, con una expresión singular, contestó:



-No. -Luego añadió-: Por lo menos, aquí no.



-¿Quién es el inspector? -preguntó Magnus.



Y al oír su voz, todos comprendieron que aquel hombre hubiera podido detener el tren. Era un hombre de aspecto torpe, negros cabellos lacios, cara descolorida, a quien los ojos y la boca, que eran unas verdaderas rajas, daban cierto aire oriental. Su procedencia y su nombre habían sido siempre un misterio. Sir Aaron le había redimido del oficio de camarero, que desempeñaba en una fonda de Londres, y aseguran las malas lenguas que de otros oficios más infames. Su voz era tan viva como su cara era muerta. Sea por esfuerzo de exactitud para emplear una lengua que le era extranjera, sea por deferencia a su amo (que había sido algo sordo), la voz de Magnus había adquirido una sonoridad, una extraña penetración. Cuando habló Magnus, todos se estremecieron.



-Siempre me lo había yo temido -dijo en voz alta con una suavidad ardorosa-. Mi pobre amo se reía de mi traje de luto, y yo siempre me dije que con este traje estaba preparado para sus funerales -hizo un ademán con sus manos enguantadas de negro.



-Sargento -dijo el inspector, mirando con furia aquellas manos-. ¿Cómo es que no le ha puesto usted las esposas a este individuo, que parece tan peligroso?



-Señor -dijo el sargento desconcertado-; no sé si debo hacerlo.



-¿Cómo es esto? -preguntó el otro con aspereza-. ¿No le han arrestado ustedes?



En la hendida boca del criado hubo una mueca desdeñosa, y el silbato de un tren que se acercaba pareció comentar oportunamente la intención burlesca.



El sargento, muy gravemente, replicó:



-Le hemos arrestado precisamente cuando salía del puesto de Policía de Highgate, donde acababa de depositar todo el dinero de su amo en manos del inspector Robinson.



Gilder contempló al lacayo asombrado.



-¿Y por qué hizo usted eso? -preguntó.



-¡Por qué había de ser! Para poner el dinero a salvo del criminal -contestó Magnus.



-Es que el dinero de Sir Aaron -dijo Gilder- estaba seguro en manos de la familia.



La cola de esta frase pareció engancharse en el estridor del tren, que se acercó temblando y chirriando. Pero, por sobre el infierno de ruidos a que aquella triste mansión estaba sujeta periódicamente, se oyeron las sílabas precisas de Magnus con toda su nitidez de campanadas:



-Tengo razones para desconfiar de la familia.



Todos, aunque inmóviles, sintieron vagamente la presencia de un recién llegado. Merton volvió la cabeza, y no le sorprendió encontrarse con la cara pálida de la hija de Armstrong, que asomaba sobre el hombro del padre Brown. Todavía era joven y bella, en aquel plateado estilo, pero sus cabellos eran de un color castaño tan opaco y sin matices, que, a la sombra, de repente parecía gris.



-Repórtese usted -gruñó Royce-. Va usted a asustar a la señorita Armstrong.



-Creo que sí -dijo el de la clara voz.



La dama retrocedió. Todos le miraron sorprendidos. Y él prosiguió así:



-Estoy ya acostumbrado a los temblores de la señorita Armstrong. La he visto temblar muchas veces durante muchos años. Unos decían que temblaba de frío; otros, que de miedo; pero yo sé bien que temblaba de odio y de perverso rencor... Esta mañana los diablos han estado de fiesta. A no ser por mí, a estas horas ella estaría lejos en compañía de su amante, y con todo el dinero de mi amo a cuestas. Desde que el pobre de mi amo le prohibió casarse con ese borracho bribón...



-¡Alto! -dijo Gilder con energía-. No nos importan las sospechas o imaginaciones de usted. Mientras no presente usted una prueba evidente.



-¡Oh, ya lo creo que presentaré pruebas evidentes! -le interrumpió Magnus con su acento cortado-. Usted tendrá que llamarme a declarar, señor inspector, y yo tendré que decir la verdad. Y la verdad es ésta: un momento después de que este anciano fuera arrojado por la ventana, entré corriendo en el desván, y me encontré a la señorita desmayada, en el suelo, con una daga roja en la mano. Permítaseme también entregarla a la autoridad competente.



Y extrajo de los faldones un largo cuchillo cachicuerno con una mancha roja, y se adelantó para entregarlo respetuosamente al sargento. Después retrocedió otra vez, y las rajas de los ojos casi desaparecieron de su cara en una inmensa mueca chinesca.



Merton se sintió enfermo ante aquella mueca, y murmuró al oído de Gilder:



-Habrá que oír lo que dice la señorita Armstrong contra esta acusación, ¿verdad?



El padre Brown levantó de pronto una cara tan fresca como si acabara de lavársela.



-Sí -exclamó con radiante candor-. Pero, ¿dirá la señorita Armstrong algo contra esta acusación?



La dama dejó escapar un grito breve y extraño. Todos se volvieron a verla. Estaba rígida, como paralizada. Sólo en el marco de sus cabellos castaños resaltaba un rostro animado por la sorpresa. Se diría que acababan de ahorcarla.



-Este hombre -dijo el señor Gilder gravemente- acaba de declarar que la encontró a usted empuñando un cuchillo, e inanimada, un momento después del asesinato.



-Dice la verdad -contestó Alice.



Todos quedaron deslumbrados, y al fin se dieron cuenta de que Patrick Royce adelantaba su cabezota y decía estas singulares palabras:



-Bueno; si me han de llevar, antes he de darme un gusto.



Y, levantando los fornidos hombros, descargó un puñetazo de hierro en la blanda cara mongólica de Magnus, haciéndole caer a tierra más aplastado que una estrella de mar. Dos o tres policías pusieron al instante la mano sobre Royce; pero a los demás les pareció que la razón misma había estallado y que el Universo todo se convertía en una pantomima insensata.



-Señor Royce -gritó Gilder autoritariamente-. Le arresto a usted por agresión.



-No -contestó el secretario con una voz como un gong de hierro-, tendrá usted que arrestarme por homicidio.



Gilder miró muy alarmado al hombre agredido; pero como éste estaba levantándose y limpiándose un poco de sangre de la cara, que en rigor no había recibido mucho daño, preguntó:



-¿Qué quiere usted decir?



-Que es cierto, como ha dicho este hombre -explicó Royce- que la señorita Armstrong cayó desmayada con un cuchillo en la mano. Pero no había empuñado el cuchillo para atacar a su padre, sino para defenderle.



-Para defenderle -gritó Gilder gravemente-. ¿Y defenderle de quién?



-De mí -contestó el secretario.



Alice le miró con expresión compleja y desconcertada. Después dijo con voz débil:



-Me alegro de que sea usted valiente.



-Subamos -dijo Patrick Royce con pesadez- y les haré ver cómo pasó esta atrocidad.



El desván, que era el aposento privado del secretario -diminuta celda para tan enorme ermitaño-, ofrecía, en efecto, señales de haber sido escenario de un violento drama. En el centro, y sobre el suelo, había un revólver; por un lado rodaba una botella de whisky, abierta, pero no completamente vacía. El tapete de la mesita había caído y estaba pisoteado. Y una cuerda, como la que aparecía en la pierna del cadáver, colgaba por la ventana. En la chimenea, dos vasos rotos, y uno sobre la alfombra.



-Yo estaba ebrio -dijo Royce; y esta confesión sencilla de aquel hombre prematuramente abatido, tenía todo el patetismo del primer pecado infantil-. Todos ustedes me conocen -continuó con voz ronca-. Todos saben cómo empecé la vida, y parece que voy a acabarla de igual modo. En otro tiempo decían que yo era inteligente, y pude haber sido feliz. Armstrong salvó de la taberna este despojo de cerebro y de cuerpo y a su modo, el pobre hombre fue siempre bondadoso conmigo. Sólo que no quería dejarme casar con Alice, y todos dirán que tenía razón. Bueno: ustedes pueden formular las conclusiones que gusten, y no necesitarán que yo entre en detalles. Allí, en el rincón, está mi botella de whisky medio vacía. Allí, sobre la alfombra, mi revólver completamente vacío. La cuerda que se encontró en el cadáver es la cuerda de mi baúl, y el cuerpo fue arrojado desde mi ventana. No hace falta que los detectives averigüen nada en esta tragedia: es una de esas hierbas que crecen en todos los rincones. ¡Me entrego a la horca, y basta, por Dios!



A una señal, que fue lo bastante discreta, la polilla rodeó al robusto secretario para conducirle preso. Pero esta operación fue verdaderamente interrumpida por la extrañísima actitud que adoptó el padre Brown. Éste, a gatas sobre la alfombra, junto a la puerta, parecía entregado a exóticas oraciones. Como era persona que jamás se daba cuenta de la figura que hacía a los ojos de los demás, conservando siempre su actitud, volvió de pronto su cara redonda y radiante, asumiendo aspecto de cuadrúpedo con una ridícula cabeza humana.



-¡Vamos! -dijo con sencillez amable-. Esto se complica. Al principio, señor inspector, decía usted que no aparecía arma ninguna, pero ahora vamos encontrando muchas armas. Tenemos ya el cuchillo para apuñalar, la cuerda para estrangular y la pistola para disparar; y todavía hay que añadir que el pobre señor se rompió la cabeza al caer de la ventana. Esto no va bien. No es económico.



Y sacudió la cabeza junto al suelo, como caballo que pasta. El inspector Gilder abrió la boca para decir algo muy serio; pero antes de que pudiera articular una palabra, ya la grotesca figura rampante decía con la mayor fluidez:



-¡Y estas tres cosas inexplicables! Primero, estos agujeros en la alfombra, donde entraron los seis tiros. ¿A quién se le ocurre disparar a la alfombra? Un ebrio dispara a la cara de su enemigo, que está accionando ante él. Pero no riñe con los pies de su enemigo, ni les pone sitio a sus pantuflas. Y luego, la dichosa cuerda.



Y habiendo acabado con la alfombra, el padre Brown levantó las manos y se las metió en los bolsillos, pero permaneció de rodillas.



-¿En qué grado de embriaguez posible se le ocurre a un hombre atarle a su enemigo la soga al cuello para desatarla después y atársela a la pierna? Royce no estaba tan ebrio para hacer semejante disparate, porque ahora estaría más dormido que un tronco. Y finalmente, la botella de whisky, y esto es lo más claro de todo: usted quiere hacernos creer que aquí ha habido un combate de dipsómano por apoderarse del whisky, que usted ganó la botella, y que, después, la arrojó usted a un rincón, vertiendo la mitad del whisky y dejando el resto en la botella. Lo cual me parece poco propio de un dipsómano.



Se irguió de un salto y, en tono de límpida penitencia, le dijo al presunto asesino:



-Lo siento mucho, mi buen señor, pero lo que usted nos cuenta es una sandez.



-Señor -dijo Alice Armstrong al sacerdote en voz baja-. ¿Podemos hablar a solas?



Esta petición obligó al parlanchín sacerdote a salir a la estancia próxima. Y antes de preguntar nada, la dama le dijo decidida:



-Usted es un hombre inteligente, y trata de salvar a Patrick, lo comprendo. Pero es inútil. Este asunto es muy negro, y mientras más indicios encuentre usted, menos posibilidad de salvación habrá para el desdichado a quien amo.



-¿Por qué? -preguntó el padre Brown mirándola con fijeza.



-Porque -contestó ella con la misma expresión- yo misma le he visto cometer el crimen.



-¡Ah! -dijo el padre Brown impertérrito y, ¿qué fue lo que hizo?



-Yo estaba en este cuarto -explicó ella-. Esta y aquella puerta estaban cerradas. De pronto, oí una voz que decía repetidas veces «¡Infierno, infierno!» y poco después las dos puertas vibraron con la primera explosión del revólver. Hubo tres disparos más antes de que yo lograra abrir una y otra puerta. Me encontré la estancia llena de humo; pero la pistola estaba humeando en la mano de mi pobre y loco Patrick. Y yo le vi con mis propios ojos hacer el último disparo asesino. Después saltó sobre m padre, que lleno de terror, estaba encaramado en la ventana, y aferrándolo, trató de estrangularlo con la cuerda, echándosela por la cabeza; pero la cuerda se deslizó por los hombros estremecidos y cayó hasta los pies de mi padre, y se ató sola a una pierna. Patrick tiró de la cuerda enloquecido. Yo cogí entonces un cuchillo que estaba sobre la estera, y metiéndome entre ellos; logré cortar la cuerda antes de caer desmayada



-Ya lo veo todo -dijo el padre Brown con la misma cortesía impasible-. Muchas gracias.



Y mientras la dama desfallecía al evocar tales recuerdos, el sacerdote regresó rápidamente adonde estaban los otros. Allí se encontró a Gilder y a Merton solos con Patrick Royce, que estaba sentado en una silla con las esposas puestas dirigiéndose respetuosamente al inspector. Dijo:



-¿Puedo decir algo al preso en presencia de usted? ¿Y le permite usted quitarse esas cómicas manillas un instante?



-Es hombre muy fuerte -dijo Merton en baja-. ¿Para qué quiere que se las quite?



-Pues, mire usted -dijo el sacerdote con maldad-. Porque quisiera tener el honor de darle un apretón de manos.



Los dos detectives se miraron sorprendidos, y padre Brown añadió:



-¿No quiere usted decirles cómo fue la cosa?



El hombre de la silla movió negativamente la marañada cabeza, y entonces el sacerdote decía con impaciencia:



-Pues lo diré yo. La vida privada es más importante que la reputación pública. Voy a salvar al vivo, y dejar que los muertos entierren a los muertos.



Se dirigió a la ventana fatal y se asomó:



-Le dije a usted que aquí había muchas armas para una sola muerte. Ahora debo rectificar: aquí no ha habido armas, porque no se las ha empleado para causar la muerte. Todos estos instrumentos terribles, el nudo corredizo, la sanguinolenta navaja, la pistola explosiva, han servido aquí como instrumentos de la más extraña caridad. No se han empleado para matar a Sir Aaron, sino para salvarlo.



-¡Para salvarlo! -exclamó Gilder-. ¿De qué?



-De sí mismo -dijo el padre Brown-. Era maniático suicida.



-¿Qué? -dijo Merton con tono incrédulo-. ¡Y su Religión de la Alegría...!



-Es una religión muy cruel -dijo el sacerdote mirando por la ventana-. ¡Que no haya podido él llorar un poco, como antes habían llorado sus padres! Sus planos mentales se endurecieron, sus opiniones se volvieron cada vez más frías. Bajo la alegre máscara se escondía el espíritu hueco del ateo. Finalmente, para conservar ante el público su alegría profesional, volvió a la embriaguez, que había abandonado hacía tanto tiempo. Pero las bebidas alcohólicas son terribles para un abstemio sincero, porque le procuran visiones de ese infierno psicológico contra el cual trata de poner en guardia a los demás. Pronto el pobre señor Armstrong se encontró hundido en ese infierno. Y esta mañana se encontraba en tal estado, que se sentó aquí a gritar que estaba en el infierno, y esto con voz tan trastornada, que su misma hija no la reconoció. Le entró la locura de la muerte, y con la agilidad de mono, propia del maniático, se rodeó de instrumentos mortíferos: el lazo corredizo, el revólver de su amigo, el cuchillo. Royce entró casualmente, y, comprendiendo lo que pasaba, se apresuró a intervenir. Arrojó el cuchillo por aquella estera, arrebató el revólver, y sin tener tiempo de sacar los cartuchos los descargó tiro a tiro contra el suelo. El suicida vio aún otra posibilidad de muerte, y quiso arrojarse por la ventana. El salvador hizo entonces lo único que podía: le dio alcance, y trató de atarle con la cuerda las manos y los pies. Entonces esa desdichada joven entró aquí, y comprendiendo al revés las cosas, trató de libertar a su padre cortando la cuerda. Al principio no hizo más que rasguñar las muñecas a Royce, y ésa es toda la sangre que ha habido en este asunto. Porque supongo que ustedes habrán advertido que, aunque su puño dejó sangre en la cara del criado, no dejó la menor herida. Y la pobre mujer, antes de caer desmayada, logró cortar la cuerda que retenía a su padre, el cual salió lanzado por esa ventana rumbo a la eternidad.



Hubo un silencio, y al fin se oyó el ruido metálico que hacía Gilder al abrir las esposas de Patrick Royce, a quien dijo:



-Creo que debo decir lo que siento, caballero. Usted y esa dama valen más que la esquela de defunción de Armstrong.



-¡Al diablo con Armstrong y su esquela! -gritó brutalmente Royce-. ¿No comprenden ustedes que se trataba de que ella no lo supiera?



-¿Que no supiera qué? -preguntó Merton.



-¿Cómo qué? ¡Que es ella quien ha matado a su padre, imbécil! -rugió el otro-. A no ser por ella, estaría vivo. Cuando lo sepa va a volverse loca.



-No, no lo creo -observó el padre Brown, tomando el sombrero-. Al contrario, creo que debe decírselo. Ni la más sangrienta equivocación envenena la vida tanto como un pecado. Y creo también que en adelante ella y usted podrán ser más felices. Y me voy: tengo que ir a la Escuela de Sordomudos.



Al salir por entre el césped mojado, un conocido de Highgate le detuvo para decirle:



-Acaba de llegar el médico. Va a comenzar la información.



-Tengo que ir a la Escuela de Sordomudos -dijo el padre Brown-. Siento mucho no poder asistir a la información.


G.K. Chesterton
(de El candor del padre Brown, 1911)





sábado, 25 de febrero de 2012

Cita de la semana





















"Kafka en la orilla" (fragmento)


"A veces, el destino se parece a una pequeña tempestad de arena que cambia de dirección sin cesar. Tú cambias de rumbo intentando evitarla. Y entonces la tormenta también cambia de dirección, siguiéndote a ti. Tú vuelves a cambiar de rumbo. Y la tormenta vuelve a cambiar de dirección, como antes. Y esto se repite una y otra vez. Como una danza macabra con La Muerte antes del amanecer. Y la razón es que la tormenta no es algo que venga de lejos y no guarde relación contigo. Esta tormenta, en definitiva, eres tú. Es algo que se encuentra en tu interior. Lo único que puedes hacer es resignarte, meterte en ella de cabeza, taparte con fuerza los ojos y las orejas para que no se te llenen de arena e ir atravesándola paso a paso. Y en su interior no hay sol, ni luna, ni dirección, a veces ni siquiera existe el tiempo. Allí solo hay una arena blanca y fina, como polvo de huesos, danzando en lo alto del cielo. Imagínate una tormenta como ésta.




Y tú en verdad la atravesarás, claro está. La violenta tormenta de arena. La tormenta de arena metafísica y simbólica. Pero por más metafísica y simbólica que sea, te rasgará cruelmente la carne como si de mil cuchillos se tratase. Muchas personas has derramado allí su sangre y tú, asimismo, derramarás allí la tuya. Sangre caliente y roja. Y esa sangre se verterá en tus manos. Tu sangre y, también, la sangre de los demás.



Y cuando la tormenta de arena haya pasado, tú no comprenderás cómo has logrado cruzarla con vida. ¡No!. Ni siquiera estarás seguro de que la tormenta haya cesado de verdad. Pero una cosa sí quedará clara. Y es que la persona que surja de la tormenta no será la misma persona que penetró en ella. Y ahí estriba el significado de la tormenta de arena".


Haruki Murakami
 
 

domingo, 19 de febrero de 2012

Cuento 39



























El Centinela




La próxima vez que veáis la Luna llena allá en lo alto, por el Sur, mirad

cuidadosamente al borde derecho, y dejad que vuestra mirada se deslice a lo

largo y hacia arriba de la curva del disco. Alrededor de las 2 del reloj, notaréis un

óvalo pequeño y oscuro; cualquiera que tenga una vista normal puede encontrarlo

fácilmente. Es la gran llanura circundada de murallas, una de las más hermosas

de la Luna, llamada Mare Crisium, Mar de las Crisis. De unos quinientos

kilómetros de diámetro, y casi completamente rodeada de un anillo de espléndidas

montañas, no había sido nunca explorada hasta que entramos en ella a finales del

verano de 1966.

Nuestra expedición era importante. Teníamos dos cargueros pesados que habían

llevado volando nuestros suministros y equipo desde la principal base lunar de

Mare Serenitatis, a ochocientos kilómetros de distancia. Había también tres

pequeños cohetes destinados al transporte a corta distancia por regiones que no

podían ser cruzadas por nuestros vehículos de superficie. Afortunadamente la

mayor parte del Mare Crisium es muy llana. No hay ninguna de las grandes grietas

tan corrientes y tan peligrosas en otras partes, y muy pocos cráteres o montañas

de tamaño apreciable. Por lo que podíamos juzgar, nuestros poderosos tractores

oruga no tendrían dificultad en llevarnos a donde quisiésemos.

Yo era geólogo - o selenólogo, si queremos ser pedantes - al mando de un grupo

que exploraba la región meridional del Mare. En una semana habíamos cruzado

cien de sus millas, bordeando las faldas de las montañas de lo que había antes

sido el antiguo mar, hace unos mil millones de años. Cuando la vida comenzaba

sobre la Tierra, estaba ya muriendo aquí. Las aguas se iban retirando a lo largo de

aquellos fantásticos acantilados, retirándose hacia el vacío corazón de la Luna

Sobre la tierra que estábamos cruzando, el océano sin mareas había tenido en

otros tiempos casi un kilómetro de profundidad, pero ahora el único vestigio de

humedad era la escarcha que a veces se podía encontrar en cuevas donde la

ardiente luz del sol no penetraba nunca.

Habíamos comenzado' nuestro viaje temprano en la lenta aurora lunar, y nos

quedaba aún una semana de tiempo terrestre antes del anochecer. Dejábamos

nuestro vehículo media docena de veces al día, y salíamos al exterior en los trajes

espaciales para buscar minerales interesantes, o colocar indicaciones para gula

de futuros viajeros. Era una rutina sin incidentes. No hay nada peligroso, ni

siquiera especialmente emocionante en la exploración lunar Podíamos vivir

cómodamente durante un mes en nuestros tractores a presión, y si nos

encontrábamos con dificultades siempre podíamos pedir auxilio por radio y

esperar a que una de nuestras naves espaciales viniese a buscarnos. Cuando eso

ocurría se armaba siempre un gran jaleo sobre el malgasto de combustible para el

cohete, de modo que un tractor solamente enviaba un SOS en caso de verdadera

necesidad.

Acabo de decir que no había nada estimulante en la exploración lunar, pero,

naturalmente, eso no es cierto. Uno no podía nunca cansarse de aquellas

increíbles montañas, mucho más abruptas que las suaves colinas de la Tierra.

Cuando doblábamos los cabos y promontorios de aquel desaparecido mar, no

sabíamos nunca qué esplendores nos iban a ser revelados. Toda la curva sur del

Mare Crisium es un vasto delta donde veinte ríos iban antes al encuentro del

océano, alimentados quizá por las torrenciales lluvias que debieron haber batido

las montañas en la breve época volcánica cuando la Luna era joven. Cada uno de

aquellos valles era una invitación, retándonos a trepar a las desconocidas tierras

altas de más allá. Pero aún nos quedaban más de cien kilómetros por recorrer, y

no podíamos hacer otra cosa sino contemplar con nostalgia las alturas que otros

deberían escalar.

A bordo del tractor seguíamos la hora terrestre, y exactamente a las 22,00

enviábamos el mensaje final por radio, y cerrábamos para el resto del día. Fuera,

las rocas ardían todavía bajo el sol casi vertical, pero para nosotros era de noche

hasta que nos despertábamos ocho horas más tarde. Entonces uno de nosotros

preparaba el desayuno, se oía mucho zumbar de máquinas de afeitar eléctricas, y

alguien siempre ponía en marcha la radio de onda corta de la Tierra. En realidad,

cuando el olor del tocino frito comenzaba a llenar la cabina, era a veces difícil no

creer que estábamos de regreso en nuestro propio mundo, todo era tan normal y

casero, excepto por la sensación de poco peso y por la extraña lentitud con que

caían los objetos.

Me tocaba a mí preparar el desayuno en el rincón de la cabina principal que servía

de cocina. Después de tantos años, recuerdo aún vívidamente aquel instante,

pues la radio acababa de tocar una de mis melodías favoritas, el viejo aire galés,

«David de la Roca Blanca». Nuestro conductor estaba ya fuera en su traje

espacial, inspeccionando nuestras bandas oruga. Mi ayudante, Louis Garnett,

estaba de pie delante, haciendo algunas anotaciones en el diario de a bordo del

día anterior.

Mientras estaba de pie junto a la sartén, esperando, como cualquier ama de casa

terrestre, que las salchichas se dorasen, dejé que mi mirada se pasease

distraídamente por las paredes de la montaña que cubría todo el horizonte

meridional, extendíéndose hasta perderse de vista hacia el Este y el Oeste, por

debajo de la curva de la Luna. Parecían estar a unos dos kilómetros del tractor,

pero sabía que la más cercana estaba a treinta kilómetros de distancia. En la

Luna, como es natural, no hay pérdida de detalle con la distancia, nada de aquella

neblina casi imperceptible que suaviza las cosas distantes de la Tierra.

Aquellas montañas tenían tres mil metros de altura, y se erguían abruptamente

desde la llanura, como si en edades pasadas alguna erupción subterránea las

hubiese empujado hasta el cielo a través de la fundida corteza. La base de incluso

la más cercana, estaba oculta de la vista por la pronunciada curvatura de la

superficie del llano, pues la Luna es un mundo muy pequeño, y el horizonte estaba

a solamente tres kilómetros del punto en donde me hallaba.

Alcé los ojos hacia los picos que ningún hombre había escalado aún, picos que,

antes de llegar la vida a la Tierra, habían contemplado cómo los océanos en

retirada se hundían sombríamente en sus tumbas, llevándose con ellos la

esperanza y la temprana promesa de un mundo. La luz del sol batía aquellos

baluartes con un resplandor que hería los ojos, y sin embargo, muy poco por

encima de ellos las estrellas brillaban fijamente en un cielo más negro que el de

una noche de invierno en la Tierra.

Apartaba yo la mirada cuando capté un brillo metálico en lo alto de una arista de

un gran promontorio que se proyectaba hacia el mar, a unos cincuenta kilómetros

hacia el Oeste. Era un punto de luz sin dimensiones, como si una estrella hubiese

sido arrancada al cielo por uno de aquellos crueles picos, y me imaginé que

alguna superficie lisa de roca recogía el resplandor del sol y lo reflejaba

directamente hacia mis ojos Tales cosas no son raras. Cuando la Luna está en el

segundo cuadrante, los observadores en la Tierra pueden ver a veces cómo las

grandes cordilleras del Oceanus Procellarum arden con una iridiscencia azulblanca,

al incidir sobre ellas la luz del sol y saltar de un mundo a otro. Pero tuve la

curiosidad de saber qué clase de roca era la que tanto brillaba, y subí a la torrecilla

de observación e hice girar hacia el Este nuestro telescopio de Díez centímetros.

Pude ver lo suficiente para ser tentado. Claros y bien definidos en el campo visual,

los picos de las montañas parecían estar a solamente un kilómetro, pero lo que

fuera que captaba la luz del sol era aún demasiado pequeño para ser resuelto. Y

sin embargo, parecía tener una elusiva simetría, y la cumbre sobre la que se

elevaba era extrañamente plana. Contemplé largo rato aquel resplandeciente

enigma, forzando mis ojos hacia el espacio, hasta que un olor de quemado

procedente de la cocina me indicó que las salchichas de nuestro desayuno habían

hecho en vano su viaje de más de un millón de kilómetros.

Toda aquella mañana discutimos durante nuestra marcha a través del Mare

Crisium, mientras las montañas occidentales se iban elevando hacia el cielo.

Incluso cuando estábamos buscando minerales en nuestros trajes espaciales,

continuamos la discusión por la radio. Mis compañeros mantenían que era

absolutamente cierto que no había habido nunca ninguna forma de vida inteligente

en la Luna. Los únicos seres vivientes que habían jamás existido allí, eran unas

cuantas plantas primitivas y sus antepasados algo menos degenerados. Lo sabía

tan bien como cualquier otro, pero hay ocasiones en que un científico no debe

temer hacer el ridículo.

- Escuchadme - dije al fin -, voy a subir allá aunque solamente sea para

tranquilidad de conciencia. Aquella montaña tiene menos de cuatro mil metros de

altura - es decir, solamente setecientos para la gravedad de la Tierra - y puedo

hacer el recorrido en veinte horas a lo sumo. En todo caso, siempre he tenido

ganas de subir a aquellas cumbres, y esto me proporciona una excelente excusa.

- Si no te rompes la cabeza - dijo Garnett -, serás el hazmerreír de la expedición

cuando volvamos a la Base. Desde ahora en adelante aquella montaña

probablemente se llamará «La Locura de Wilson».

- No me romperé la cabeza - dije firmemente -. ¿Quién fue el primero en ascender

a Pico y a Helicon?

- ¿Pero no eras bastante más joven en aquellos tiempos? - preguntó suavemente

Louis.

- Eso. - dije con gran dignidad - es otra razón más para ir.

Aquella noche nos acostamos temprano, después de conducir el tractor hasta un

kilómetro del promontorio: Garnett iba a venir conmigo a la mañana siguiente; era

un buen alpinista, y me había acompañado con frecuencia en tales hazañas.

Nuestro conductor estaba más que satisfecho con quedarse a cargo de la

máquina.

A primera vista, aquellos acantilados parecían completamente inaccesibles, pero

para cualquiera que tenga la cabeza firme, es fácil trepar en un mundo en donde

todos los pesos son solamente el sexto de su valor normal. El verdadero peligro

del alpinismo lunar estriba en un exceso de confianza; una caída de cien metros

en la Luna puede, matar con tanta seguridad como una veinte en la Tierra.

Hicimos nuestra primera parada sobre una repisa a unos mil metros sobre el llano.

La ascensión no había sido muy difícil, pero mis miembros estaban algo rígidos

por el desacostumbrado esfuerzo, y me alegré del descanso. Podíamos todavía

ver al tractor como si fuese un pequeño insecto metálico allá a lo lejos, al pie del

acantilado, e informamos al conductor sobre la marcha de nuestra ascensión

antes de partir de nuevo.

De hora en hora nuestro horizonte se fue ensanchando, y una porción cada vez

mayor de la llanura se fue haciendo visible. Podíamos ahora ver hasta ochenta

kilómetros a través del Mare, incluso los picos de las montañas de la costa

opuesta, a más de ciento sesenta kilómetros. Pocas llanuras lunares son tan

planas como el Mare Crísium, y hasta podíamos imaginarnos que había un mar de

agua y no de roca a tres kilómetros por debajo de nosotros. Solamente un grupo

de agujeros de cráteres hacia el final del horizonte estropeaba la ilusión.

Nuestro objetivo seguía invisible sobre la arista de la montaña, y nos orientábamos

por medio de mapas empleando la Tierra como guía. Casi exactamente al Este de

nosotros, aquel gran creciente de plata pendía bajo sobre la llanura, ya muy en su

primer cuadrante. El sol y las estrellas seguirían su lenta marcha a través del cielo

y acabarían por desaparecer de la vista, pero la Tierra siempre estaría allí, sin

moverse nunca de su lugar fijo, creciendo y menguando a medida que iban

pasando los años y las estaciones. Dentro de diez días seria un disco cegador que

bañaría aquellas rocas con su resplandor de medianoche, cincuenta veces mas

brillante que la luna llena. Pero teníamos que salir de las montañas mucho antes

de la noche, o nos quedaríamos en ellas para Siempre.

En el interior de nuestros trajes estábamos confortablemente frescos, pues las

unidades de refrigeración combatían al feroz sol y extraían el calor corporal de

nuestros esfuerzos. Rara vez nos hablábamos, salvo para comunicarnos

instrucciones de escalada, y para discutir nuestro mejor plan de ascensión. No sé

lo que pensaba Garnett, probablemente que aquella era la aventura más

descabellada en que se había metido en su vida. Yo casi estaba de acuerdo con

él, pero el gozo de la ascensión, el saber que ningún hombre había pasado antes

por allí y le sensación vivificadora ante el paisaje que se ensanchaba, me

proporcionaba toda la recompensa que necesitaba.

No creo haberme sentido especialmente agitado cuando vi frente a nosotros la

pared de roca que había antes inspeccionado a través del telescopio desde una

distancia de cincuenta kilómetros. Se hacía llana a unos veinte metros sobre

nuestras cabezas, y allí, sobre la meseta, estaba lo que me había atraído a través

de todos aquellos desolados yermos. Casi con seguridad no seria sino una roca

astillada hacía siglos por un meteoro en su caída, con sus planos de escisión

nuevos y brillantes en aquel incorruptible e inalterable silencio.

No había en la roca dónde asirse con las manos, y tuvimos que emplear un pitón.

Mis cansados brazos parecieron recobrar nuevas fuerzas cuando hice girar sobre

mi cabeza el ancla metálica de tres dientes y la lancé en dirección a las estrellas.

La primera vez no agarró, y volvió cayendo lentamente cuando tiramos de la

cuerda. Al tercer intento los tres dientes se fijaron fuertemente, y no pudimos

arrancarlos aunando nuestros esfuerzos.

Garnett me miró ansiosamente. Comprendí que quería ir primero, pero le sonreí

desde detrás del vidrio de mi casco, y denegué con la cabeza. Lentamente, sin

apresurarme, comencé la ascensión final.

Incluso contando mi traje espacial, aquí solamente pesaba unos veinte kilos, de

modo que me icé con las manos, sin preocuparme de utilizar los pies. Al llegar al

borde me detuve y saludé a mi compañero, luego acabé de subir y me alcé,

mirando enfrente de mí.

Debéis comprender que hasta aquel momento había estado casi convencido de

que no podía encontrar allí nada extraño ni desacostumbrado. Casi, pero no del

todo; había sido precisamente aquella duda llena de misterio la que me había

impulsado hacia adelante. Pues bien, no era ya una duda, pero el misterio apenas

había comenzado.


Me encontraba ahora sobre una meseta que tendría quizá unos treinta metros de

ancho. Había sido lisa en un tiempo - demasiado lisa para ser natural - pero los

meteoros en su caída habían marcado y perforado su superficie en el transcurso

de incontables inmensidades de tiempo. Había sido aplanada para soportar una

estructura aproximadamente piramidal, de una altura doble de la de un hombre,

engastada en la roca.

Probablemente ninguna emoción llenó mi mente durante aquellos primeros

segundos. Luego sentí una inmensa euforia, y una alegría extraña e inexplicable.

Pues yo amaba a la Luna, y ahora sabía que el musgo rastrero de Aristarco y

Eratóstenes no era la única vida que había soportado en su juventud. El viejo y

desacreditado sueño de los primeros exploradores era cierto. Al fin y al cabo,

había habido una civilización lunar, y yo era el primero en encontrarla. El hecho de

que había llegado quizá cien millones de años demasiado tarde, no me

perturbaba; era suficiente haber llegado.

Mi mente comenzaba a funcionar normalmente, a analizar y a formular preguntas.

¿Era eso un edificio, un santuario o algo para lo cual mi lenguaje carecía de

palabra? Si un edificio, ¿entonces por qué había sido erigido en lugar tan

inaccesible? Me preguntaba si podría haber sido un templo, y me imaginaba a los

adeptos de algún extraño sacerdocio clamando a sus dioses que les salvasen,

mientras la vida de la Luna refluía con los agonizantes océanos: ¡clamando en

vano!

Adelanté una docena de pasos para examinar más de cerca aquello, pero un

cierto instinto de precaución me impidió acercarme demasiado. Sabia algo de

arqueología, e intenté adivinar el nivel cultural de la civilización que había alisado

aquella montaña, y levantado aquellas brillantes superficies especulares que

deslumbraban aún mis ojos.

Los egipcios pudieron haberlo hecho, pensé, si sus trabajadores hubiesen poseído

los extraños materiales que esos arquitectos, mucho más antiguos, habían

empleado. Debido al pequeño tamaño de aquel objeto no se me ocurrió pensar

que quizá estaba contemplando la obra de una raza mas adelantada que la mía.

La idea de que la Luna había poseído alguna inteligencia era aun demasiado

inusitada para ser asimilada, y mi orgullo no me permitía dar el último y humillante

salto.

Y entonces observé algo que me produjo un escalofrío por el cuero cabelludo y la

espina dorsal, algo tan trivial e inocente que muchos ni siquiera lo hubiesen

notado. Ya he dicho que la meseta presentaba cicatrices de meteoros: estaba

también cubierta por algunos centímetros del polvo cósmico que está siempre

filtrándose sobre la superficie de todos los mundos donde no hay vientos que lo

perturben. Y sin embargo, el polvo y las marcas de los meteoros terminaban

abruptamente en un círculo que incluía a la pequeña pirámide, como si una

barrera invisible la protegiese de los estragos del tiempo y del lento pero incesante

bombardeo del espacio.


Algo gritaba en mis auriculares, y me di cuenta de que Garnett me había estado

llamando desde hacia algún tiempo. Me dirigí vacilante hasta el borde del

acantilado, y le señalé para que viniese a unirse conmigo pues no osaba hablar.

Luego volví al círculo señalado sobre el polvo. Cogí un fragmento de roca y lo

arrojé suavemente hacia el brillante enigma. No me hubiese sorprendido Si el

guijarro hubiese desaparecido en aquella barrera invisible, pero parecía tocar una

superficie lisa, hemisférica, y resbalar suavemente hasta el suelo.

Supe entonces que estaba contemplando algo que no tenía equivalente en la

antigüedad de mi propia raza. Aquello no era un edificio, sino una máquina, que se

protegía con fuerzas que habían desafiado a la eternidad. Aquellas fuerzas,

cualesquiera que fuesen, operaban aún, y quizá me había acercado ya

demasiado. Pensé en todas las radiaciones que el hombre había capturado y

dominado durante el pasado siglo. Podía muy bien ser que estuviese ya tan

irrevocablemente condenado como si hubiese entrado en el aura silenciosa y

mortífera de una pila atómica sin protección.

Recuerdo que entonces me volví hacia Garrett, quien se me había reunido y

estaba de pie e inmóvil a mi lado. Parecía haberse olvidado de mi, de modo que

no le perturbé, sino que me dirigí hacia el borde del acantilado, esforzándome por

ordenar mis pensamientos. Allá abajo estaba el Mare Crisium, extraño y misterioso

para la mayoría de los hombres, pero tranquilizadoramente familiar para mí.

Levanté los ojos hacia la media Tierra, yacente en su cuna de estrellas, y me

pregunté qué habrían cubierto sus nubes cuando esos desconocidos

constructores habían terminado su trabajo. ¿Era la jungla llena de vapores del

Carbonífero, la desolada costa sobre la cual debían trepar los primeros anfibios

para conquistar la Tierra, o, antes aún, la larga soledad precursora de la llegada

de la vida?

No me preguntéis por qué no adiviné antes la verdad, la verdad que ahora parece

tan obvia. En la primera exaltación de mi descubrimiento había asumido sin

titubear que aquella aparición cristalina había sido construida por alguna raza

perteneciente al remoto pasado de la Luna, pero de repente y con avasalladora

fuerza, se hizo en mí la certeza de que era tan extranjera a la Luna como yo

mismo.

En veinte años no habíamos encontrado otros vestigios de vida sino unas cuantas

plantas degeneradas. Ninguna civilización lunar, cualquiera que hubiese sido su

fin, podía haber dejado no más que un solo testimonio de su existencia.

Miré nuevamente a la brillante pirámide, y me pareció aún más remota que todo lo

que se relacionaba con la Luna. Y de repente sentí que me estremecía con una

risa alocada e histérica, ocasionada por la exaltación y el exceso de fatiga; pues

me había imaginado que la pequeña pirámide me hablaba diciéndome: «Lo siento,

pero yo tampoco soy de aquí. »


Hemos tardado veinte años en quebrantar aquella invisible coraza y en llegar a la

máquina del interior de aquellas paredes de cristal. Lo que no podíamos

comprender, lo rompimos al fin con la salvaje fuerza de la energía atómica, y

ahora he visto los fragmentos de aquella hermosa y resplandeciente cosa que

encontré en la montaña.

Carecen de sentido. Los mecanismos - si es que en realidad son mecanismos - de

la pirámide, pertenecen a una tecnología que se encuentra mucho más allá de

nuestro horizonte, quizá a la tecnología de las fuerzas parafísicas.

El misterio nos obsesiona tanto más ahora que los otros planetas han sido

alcanzados, y que sabemos que solamente la Tierra ha sido el hogar de la vida

inteligente. Ni tampoco ninguna civilización perdida de nuestro propio mundo pudo

nunca haber construido aquella máquina, pues el espesor del polvo meteórico

sobre la meseta nos ha permitido calcular su edad. Estaba ya allí, sobre su

montaña, antes de que la vida hubiese emergido de los mares de la Tierra.

Cuando nuestro mundo tenía la mitad de su presente edad, algo procedente de las

estrellas pasó a través del Sistema Solar, dejó aquella señal de su paso, y

prosiguió su camino. Hasta que la destruimos, aquella máquina seguía cumpliendo

la misión de sus constructores; y en cuanto a esa misión, he aquí lo que yo

presumo:

Hay cerca de cien mil millones de estrellas en el circulo de la Vía Láctea, y hace

mucho tiempo que otras razas en los mundos de otros soles deben haber

alcanzado y superado las alturas que nosotros hemos alcanzado. Pensad en tales

civilizaciones, lejanas en el tiempo, en el resplandor mortecino que siguió a la

Creación, dueñas de un Universo tan joven que la vida había llegado solamente a

un puñado de mundos. De ellas hubiese sido una soledad que no podemos

imaginarnos, la soledad de dioses que buscan a través del infinito, y que no

encuentran a nadie con quien compartir sus pensamientos.

Debieron de haber estado buscando por los racimes de estrellas del modo que

nosotros rebuscamos por entre los planetas. Debía de haber mundos por todas

partes, pero debían de estar vacíos, o poblados de cosas rastreras y sin mente.

Tal era nuestra propia Tierra, con el humo de sus grandes volcanes que

manchaba aún su cielo, cuando aquella primera nave de los pueblos de la aurora

llegó desde los abismos de más allá de Plutón. Pasó los helados mundos

externos, sabiendo que la vida no podría desempeñar parte alguna en sus

destinos. Se detuvo entre los planetas interiores, calentándose al calor del Sol y

esperando que comenzasen sus historias.

Aquellos vagabundos debieron de haber contemplado la Tierra, que giraba en la

estrecha zona entre el hielo y el fuego, y debieron de adivinar que era el favorito

entre los hijos del Sol. Aquí habría inteligencia; pero tenían incontables estrellas

delante de sí, y quizá nunca más volviesen por aquí.


Y así fue que dejaron un centinela, uno de los millones que han dispersado por

todo el universo, para que vigilen los mundos con promesa de vida. Era un faro

que a través de las edades ha venido señalando pacientemente el hecho de que

nadie lo había descubierto.

Quizá comprenderéis por qué colocada aquella pirámide de cristal sobre la Luna

en lugar de sobre la Tierra. A sus constructores no los interesaban las razas que

estaban aún luchando por salir del salvajismo. Solamente les interesaría nuestra

civilización si demostramos nuestra aptitud para sobrevivir al espacio y

escapándonos así de nuestra cuna, la Tierra. Ese es el reto con que todas las

razas inteligentes tienen que enfrentarse, mas tarde o más temprano. Es un reto

doble, pues depende a su vez de la conquista de la energía atómica y de la ultima

elección entre la vida y la muerte.

Una vez hubiésemos superado aquella crisis sería solamente cuestión de tiempo

el que encontrásemos la pirámide y la abriésemos. Ahora habrán cesado sus

señales y aquellos cuyo deber sea éste estarán dirigiendo sus mentes hacia la

Tierra. Quizá deseen ayudar a nuestra joven civilización. Pero deben de ser muy,

muy viejos, y los viejos tienen con frecuencia una envidia loca de los jóvenes.

No puedo nunca mirar la Vía Láctea sin preguntarme de cuál de aquellas

compactas nubes de estrellas vendrán los emisarios. Si me perdonáis un símil tan

prosaico, diré que hemos roto el cristal de la alarma de bomberos, y no nos queda

más que hacer sino esperar.

Y no creo que tengamos que esperar mucho.
 
 
Arthur C. Clarke
 
 

sábado, 18 de febrero de 2012

Cita de la semana

















"La insoportable levedad del ser" (fragmento).



"Sintió en su boca el suave olor de la fiebre y lo aspiro como si quisiera llenarse de las intimidades de su cuerpo. Y en ese momento se imaginó que ya llevaba muchos años en su casa y que se estaba muriendo. De pronto tuvo la clara sensación que no podría sobrevivir a la muerte de ella. Se acostaría a su lado y querría morir con ella. Conmovido por esa imagen hundió en ese momento la cara en la almohada junto a la cabeza de ella y permaneció así durante mucho tiempo.....Y le dio pena que en una situación como aquella, en la que un hombre de verdad sería capaz de tomar inmediatamente una decisión, él dudase, privando así de su significado al momento mas hermoso que había vivido jamás (estaba arrodillado junto a su cama y pensaba que no podría sobrevivir a su muerte). Se enfadó consigo mismo, pero luego se le ocurrió que en realidad era bastante natural que no supiera que quería: El hombre nunca puede saber que debe querer, porque vive solo una vida y no tiene modo de compararla con sus vidas precedentes ni de enmendarla en sus vidas posteriores. No existe posibilidad alguna de comprobar cual de las decisiones es la mejor, porque no existe comparación alguna. El hombre lo vive todo a la primera y sin preparación. Como si un actor representase su obra sin ningún tipo de ensayo. Pero que valor puede tener la vida si el primer ensayo para vivir es ya la vida misma? Por eso la vida parece un boceto. Pero ni un boceto es la palabra precisa, porque un boceto es siempre un borrador de algo, la preparación para un cuadro, mientras que el boceto que es nuestra vida es un boceto para nada, un borrador sin cuadro".


Milan Kundera
 
 
 

domingo, 12 de febrero de 2012

Cuento 38




























El Hombre Imposible




En la marea baja, los huevos enterrados por fin en la arena removida bajo las

dunas, las tortugas comenzaron el viaje de vuelta al mar. A Conrad Foster, que las

miraba junto con el tío Theodore desde la balaustrada, al borde de la carretera, le

pareció que les faltaba poco mas de cincuenta metros para llegar a la seguridad de las

aguas tranquilas. Las tortugas seguían arrastrándose, y los restos de unos cajones de

madera y las algas traídas por el mar ocultaban las jorobas oscuras. Conrad señaló la

bandada de gaviotas que descansaba como una larga espada sobre el banco de arena,

en la boca del estuario. Las aves habían estado mirando hacia el mar, como si no les

interesara la playa desierta donde el viejo y el muchacho esperaban junto a la

balaustrada, pero ante este leve movimiento de Conrad una docena de cabezas

blancas giró simultáneamente.

—Las han visto... —Conrad dejó caer el brazo en la baranda—. Tío Theodore, ¿crees

que...?

El tío se encogió de hombros, y señaló con el bastón un coche que se acercaba por la

carretera, a medio kilómetro de distancia.

—Puede haber sido el coche.—Llegó un grito desde el banco de arena y el tío se sacó

la pipa de la boca. La primera bandada de gaviotas subió en el aire y empezó a girar

como una guadaña hacia la playa.— Bueno, ahí vienen.

Las tortugas habían dejado atrás los restos traídos por la marea. Avanzaban a través

de la arena húmeda y lisa que bajaba hasta el mar, y los chillidos de las

gaviotas rasgaban el aire.

Involuntariamente, Conrad se volvió hacia la hilera de casas y el desierto salón de te,

en las afueras del pueblo. El tío lo tomó del brazo. Las gaviotas sacaban a las tortugas

del agua poco profunda y las tiraban en la arena, donde eran desmembradas por una

docena de picos.

Apenas un minuto después, las aves empezaron a abandonar la playa. Conrad y el tío

no habían sido los únicos espectadores del breve festín de las gaviotas. Un pequeño

grupo de unos doce hombres salió de entre las dunas y avanzó por la arena,

ahuyentando a las últimas. Los hombres eran todos viejos, arriba de los sesenta y los

setenta años. y vestían camisetas deportivas y pantalones de algodón recogidos hasta

la rodilla. Cada uno llevaba un saco de arpillera y un garfio de madera con una hoja de

acero en la punta. A medida que recogían los caparazones los limpiaban con

movimientos rápidos y expertos y los echaban en los sacos. La arena húmeda estaba

rayada de sangre, y los brazos y los pies descalzos de los viejos pronto quedaron

cubiertos de manchas brillantes.

—¿Estás preparado para irnos? —el tío Theodore miró el cielo, siguiendo el vuelo de

las gaviotas que volvían al estuario—. Tu tía nos espera.

Conrad miraba a los viejos. Cuando pasaron cerca, uno de ellos los saludó levantando

el garfio de punta roja.

—¿Quiénes son? —preguntó Conrad, al ver que el tío Theodore devolvía el saludo.

—Recolectores de caparazones... Vienen aquí en la temporada. Pagan bien por esos

caparazones. Adelante, es hora de irnos.

Echaron a caminar hacia el pueblo: el tío Theodore se movía lentamente, apoyándose

en el bastón. Se detuvo un momento, y Conrad se volvió para mirar hacia la playa. Por

algún motivo la visión de los viejos manchados por la sangre de las tortugas era más

perturbadora que la rapacidad de las gaviotas.

Entonces recordó que quizá había sido él mismo quien había alertado a las aves.

El ruido de un camión apagó los gritos de las gaviotas que se posaban ya en el banco

de arena. Los viejos se habían ido, y la marea creciente lavaba ahora la arena

manchada. Llegaron al cruce, junto a la primera de las casas. Conrad guió al tío hasta

la zona divisoria de tránsito, en el centro de la carretera. Mientras esperaban que

pasara el camión, Conrad dijo:

—Tío, ¿notaste que los pájaros nunca tocaban la arena? Mientras algo se movía aún...

El camión pasó rugiendo, ocultando el cielo con la alta caja. Conrad tomó al tío por el

brazo y echó a caminar. El viejo se movía con dificultad, clavando el bastón en la

superficie arenosa de la carretera. De pronto dio un paso atrás, le gritó en silencio al

coche deportivo que salió de la estela polvorienta del camión, y la pipa se le cayó de la

boca. Conrad alcanzó a ver los nudillos blancos del conductor aferrados al volante, una

cara helada detrás del parabrisas en el momento en que el coche se precipitaba hacia

ellos, y luego, frenando, patinaba de costado en la carretera. Conrad empujó al viejo

hacia atrás, pero ya tenían el coche encima, estallando en una rugiente nube de polvo.

El hospital estaba casi vacio. Durante los primeros días, acostado e inmóvil en la sala

desierta, Conrad observó serenamente las claras figuras del cielo raso, donde se

reflejaban las flores de la ventana, escuchando los pocos sonidos que llegaban del otro

lado de las puertas giratorias. De cuando en cuando venia la enfermera y lo miraba.



Una vez la mujer se inclinó para arreglarle el arco de protección sobre las piernas y

Conrad notó que no era una mujer joven, sino más vieja aún que su tía, a pesar de la

figura esbelta y del teñido púrpura del pelo. En realidad, las enfermeras y los asistentes

que lo cuidaban en la sala vacía eran todos viejos, y evidentemente consideraban a

Conrad más un niño que un joven de diecisiete años, tratándolo con un amable y

descuidado tono burlón.

Más tarde, cuando el dolor de la pierna amputada lo despertó bruscamente de aquel

segundo sueño, la enfermera Sadie empezó a mirarlo a la cara. Le dijo que la tía había

venido a visitarlo todos los días desde el accidente en el camino, y que volvería a la

tarde siguiente.

—...Theodore... ¿El tío Theodore...? —Conrad trató de sentarse, pero una pierna

invisible, tan muerta y pesada como la de un mastodonte, lo anclaba en la cama—. El

señor Foster... mi tío. ¿El coche lo...?

—No lo atropelló por centímetros, querido. O por milímetros.—La enfermera Sadie le

tocó la frente con una mano que era como un pájaro frío.— Sólo un rasguño en la

muñeca, donde lo golpeó el parabrisas. Dios mío, los vidrios que les sacamos. Parecía

como si se hubieran llevado por delante un invernadero.

Conrad apartó la cabeza de los dedos de la enfermera. Escudriñó las hileras de camas

vacías en la sala.

—¿Dónde está mi tío? ¿Aquí...?

—En casa. Tu tía lo cuida y pronto estará bien.

Conrad se recostó, esperando a que la enfermera se fuese para quedar solo con el

dolor de la pierna desaparecida. Encima, el arco de protección relucía como una

montaña blanca. Era raro, pero la noticia de que el tío había salido casi ileso del

accidente no le había traído a Conrad ningún alivio. Desde la edad de cinco años,

cuando los padres de Conrad murieron de pronto en un accidente aéreo, la relación

con la tía y el tío fue, si se quiere, todavía más estrecha que la que hubiese tenido con

sus padres, pues el cariño y la fidelidad de los tíos había sido más constante y

consciente. Sin embargo descubrió que no pensaba en el tío Theodore ni en si mismo,

sino en el coche que se acercaba. La luciente carrocería del coche, de afiladas aletas,

se había lanzado sobre ellos como las gaviotas que se precipitaban sobre las tortugas,

moviéndose con el mismo ímpetu violento. Acostado en la cama, bajo el arco de

protección, Conrad recordó las tortugas que atravesaban la arena húmeda arrastrando

los pesados caparazones, y los viejos esperando entre las dunas.


Afuera, en los jardines del hospital vacío, el agua de las fuentes se movía en el aire, y

las ancianas enfermeras paseaban lentamente en parejas por los caminos

sombreados.

Al día siguiente, antes de la visita de la tía, vinieron dos médicos a ver a Conrad. El

más viejo, el doctor Nathan, era un hombre delgado y canoso, de manos tan suaves

como las de la enfermera Sadie. Conrad lo había visto antes, en aquellas horas

confusas, cuando había llegado al hospital. Alrededor de la boca del doctor Nathan

siempre colgaba una sonrisa tenue, como el fantasma de alguna broma olvidada.

El otro médico, el doctor Knight, era bastante más joven, y comparado con el doctor

Nathan casi parecía tener la misma edad de Conrad. La cara firme, de mandíbula

cuadrada, miró a Conrad con una especia de jocosa hostilidad. El médico buscó la

muñeca de Conrad como si fuese a arrojarlo al suelo de un tirón.

—¿De modo que éste es el joven Foster ?—el doctor Knight miró a Conrad a los ojos—

. Está bien, Conrad, no te voy a preguntar cómo te sientes.

Conrad asintió, titubeando.

—No...

—¿No qué? —el doctor Knight le sonrió a Nathan, que se movía al pie de la cama

como un flamenco viejo en un estanque desecado—. Pensé que el doctor Nathan te

cuidaba muy bien.—Cuando Conrad murmuró algo, temiendo otra réplica, el doctor

Knight siguió: —¿Es cierto? Sin embargo me interesa más tu futuro, Conrad. Ahora

quedo yo en el lugar del doctor Nathan, así que desde ya puedes echarme la culpa de

todo lo que salga mal.

El doctor Knight acercó una silla metálica y se sentó a horcajadas, apartando el faldón

del delantal blanco con un movimiento de floreo.

—No quiero decir que todo vaya a salir mal.

Conrad escuchó los golpes de los zapatos del doctor Nathan en el piso pulido. Se

aclaró la garganta.

—¿Dónde están todos los demás?


—¿Lo notaste?—El doctor Knight echó una mirada a su colega.—Era difícil que no lo

notaras —Miró por la ventana los desiertos Jardines del hospital.—Es verdad, no hay

nadie aquí.

—Un cumplido para nosotros, ¿no te parece, Conrad?

El doctor Nathan se acercó otra vez a la cama. La sonrisa que le flotaba alrededor de

los labios parecía pertenecer a otro rostro.

—Sssiií...—dijo lentamente el doctor Knight—. Claro que nadie te lo habrá explicado,

Conrad, pero esto no es un hospital, no un hospital común.

—¿Qué...? —Conrad empezó a incorporarse, arrastrando el arco de protección—.

¿Qué quiere decir?

El doctor Knight alzó las manos.

—No me entiendas mal, Conrad. Es un hospital, por supuesto, un centro de cirugía

avanzada, en realidad; pero también es algo más que un hospital, como trato de

explicarte.

Conrad volvió la cabeza hacia el doctor Nathan. El médico más viejo miraba por la

ventana, como interesado en las fuentes del jardín, pero por primera vez tenía la cara

pálida, y ya no sonreía.

—¿En qué sentido?—preguntó Conrad cautelosamente—. ¿Tiene algo que ver

conmigo?

El doctor Knight extendió las manos con un ambiguo ademán.

—Si, de algún modo. Pero de eso hablaremos mañana. Hoy ya te hemos cansado

bastante.

El doctor Knight se incorporó, examinando a Conrad, y puso las manos en el arco.

—Tenemos que hacerle muchas cosas a esta pierna, Conrad. Al final, cuando hayamos

terminado, te sorprenderás agradablemente. Quizá tú nos puedas ayudar. Así lo

esperamos, ¿verdad, doctor Nathan?


La sonrisa, como un fantasma que reaparece, flotó de nuevo en los labios finos del

doctor Nathan.

—Estoy seguro de que Conrad colaborará de veras.

Cuando llegaron a la puerta, Conrad los llamó.

—¿Si, Conrad?

El doctor Knight esperó junto a la cama contigua.

—El conductor... el hombre del coche. ¿Qué le pasó? ¿Está aquí?

—Si, en realidad está, pero... —el doctor Knight vaciló y luego dijo, como si cambiara el

rumbo de la conversación—: Para ser más sinceros, Conrad, no podrás verlo. Parece

casi seguro que fue él el culpable del accidente...

—¡No! —Conrad sacudió la cabeza—. No quiero echarle la culpa. Nosotros salimos de

atrás de un camión. El hombre, ¿está aquí?

—El coche chocó contra el poste de acero y luego atravesó el malecón. El muchacho

se mató en la playa. No era mucho mayor que tú, Conrad. Quizá, de algún modo,

trataba de salvaros a ti y a tu tío.

Conrad asintió, recordando la cara pálida como un grito detrás del parabrisas.

El doctor Knight se volvió hacia la puerta. Casi sotto voce, agregó:

—Y ya verás, Conrad. Todavía te puede ayudar.

Aquella tarde, a las tres, apareció el tío de Conrad. Sentado en la silla de ruedas y

empujado por su mujer y por la enfermera Sadie, saludó alegremente a Conrad,

alzando la mano libre al entrar en la sala. Esta vez, sin embargo, ver al tío Theodore no

le levantó el ánimo a Conrad. Había esperado con ansia la visita, pero el tío había

envejecido diez años desde el accidente, y la visión de aquellos tres ancianos, uno

parcialmente inválido, que se acercaban sonriendo, sólo le recordó los días de soledad

en el hospital


Mientras escuchaba al tío, Conrad entendió de pronto que esa soledad era

simplemente una versión más extrema de la porción que él mismo tenía en el mundo, y

que era la de todos los jóvenes que vivían fuera de allí. De niño Conrad había conocido

a pocos amigos de su propia edad, pues en ese entonces los niños eran casi tan raros

como lo habían sido los centenarios un siglo antes. Conrad había nacido en un mundo

de gente madura, un mundo donde además la madurez estaba avanzando siempre,

como los horizontes de un universo en expansión, que cada vez se alejan más del

punto inicial de partida. La tía y el tío, ambos cerca de los sesenta, representaban la

línea media. Más allá de ellos se extendía la inmensa multitud superanciana de los más

viejos, de ritmo lento y caminar inseguro, colmando las tiendas y las calles del pueblo

marítimo, cubriendo todas las cosas como un discreto velo gris.

En cambio, la confianza en si mismo y el aire indiferente del doctor Knight—aunque

brusco y agresivo— le alteraban el pulso a Conrad.

Hacia el final de la visita, cuando la tía había ido con la enfermera Sadie hasta el

extremo de la sala, a mirar las fuentes, Conrad le dijo al tío:

—El doctor Knight me dijo que podía hacer algo por mi pierna.

—Estoy seguro de que si, Conrad.—El tío Theodore sonrió alentadoramente, pero

clavando los ojos en la cara de Conrad.—Estos cirujanos son hombres inteligentes;

hacen cosas asombrosas.

—¿Y la mano, tío?

Conrad señaló el vendaje que cubría el antebrazo izquierdo del tío. El tono irónico de la

voz del tío le recordó a Conrad las estudiadas ambigüedades del doctor Knight. No

dejaba de sentir que la gente tomaba partido a su alrededor.

—¿Esta mano?—el tío se encogió de hombros—. Me ha servido sesenta años, y la

falta de un dedo no me impedirá llenar la pipa. —Antes que Conrad pudiera responder,

el tío siguió hablando: —Pero esa pierna es otra cosa: tendrás que decidir tú mismo

qué quieres que te hagan.

Cuando ya se iba, el tío le dijo a Conrad al oído:

—Descansa bien, muchacho. Tal vez tengas que correr antes de poder caminar.

Dos días después, a las nueve de la mañana en punto, el doctor Knight fue a ver a

Conrad. Activo como siempre, fue en seguida al grano.


—Y bien, Conrad —empezó, mientras cambiaba el arco de protección luego de

examinar la pierna—, ya pasó un mes desde la última vez que caminaste por la playa;

es hora de que salgas y marches de nuevo sobre tus propios pies. ¿Qué me dices?

Conrad sonrió.

—¿Pies?—repitió. Hizo un esfuerzo y rió débilmente—. ¿Lo dice como una figura de

lenguaje?

—No, lo digo literalmente.—El doctor Knight acercó una silla.—Dime, Gonrad, ¿oíste

alguna vez hablar de cirugía reparadora? A lo mejor te la mencionaron en la escuela.

—En biología... trasplantes de riñones y todo lo demás, para la gente más vieja. ¿Es

eso lo que va a hacer con mi pierna?

—¡Eh, no tan aprisa! Veamos primero algunas cosas básicas. Como tú dices, la cirugía

reparadora data de hace aproximadamente cincuenta años, cuando se intentaron los

primeros injertos de riñones, aunque los injertos de córnea eran ya comunes desde

hacía varios años. Si aceptamos que la sangre es un tejido, el principio es todavía más

antiguo: te hicieron una transfusión de sangre completa luego del accidente, y otra

después cuando el doctor Nathan te amputó la rodilla y la tibia aplastadas. Nada de eso

te sorprende, ¿verdad?

Conrad esperó antes de responder. Por primera vez el tono del doctor Knight era de

defensa, como si estuviera ya, por alguna suerte de extrapolación, haciendo las

preguntas que Conrad podía luego rechazar.

—No—respondió Conrad—. No, nada.

—Es evidente. ¿Por qué te sorprendería? Sin embargo, recuérdalo, muchas personas

se negaron a aceptar transfusiones de sangre, aunque eso significaba la muerte

segura. Aparte de los reparos religiosos, muchos pensaban simplemente que la sangre

ajena les ensuciaba el cuerpo.—El doctor Knight se echó atrás en la silla, mirando el

cielo raso con ceño fruncido.— El punto de vista de esa gente es sin duda

comprensible, pero no olvidemos que los materiales que constituyen nuestros cuerpos

fueron una vez totalmente extraños a nosotros. No dejamos de comer para conservar

nuestra identidad absoluta, ¿no es cierto?—El doctor Knight lanzó una carcajada.—Eso

seria un egoísmo desaforado, ¿no crees?

Cuando el doctor Knight miró de reojo a Conrad, como esperando una respuesta,

Conrad dijo:

—Algo parecido.

—Bien. Y, claro, la mayoría de la gente del pasado adoptó tu punto de vista. El cambio

de un riñón enfermo por uno sano no disminuye tu integridad, máxime si eso te salva la

vida. Lo que importa es tu propia y continua identidad, tu espíritu. La estructura misma

de las partes individuales del cuerpo parece estar al servicio de un todo psicológico

más vasto, y la conciencia humana es lo suficientemente amplia como para

proporcionar un sentido de unidad.

"Nadie discutió esto nunca seriamente, y hace cincuenta años una cantidad de

hombres y mujeres emprendedores, muchos de ellos médicos, donaron

voluntariamente sus órganos sanos a otros que los necesitaban. Lamentablemente,

todos esos esfuerzos fracasaron a las pocas semanas a causa de la llamada reacción

de inmunidad. El cuerpo receptor, aunque estaba muriéndose, luchaba contra el injerto

como contra un organismo extraño.

Conrad meneó la cabeza.

—Pensé que habían resuelto ese problema de la inmunidad.

—Si, con el tiempo. Era más una cuestión de bioquímica que una falla de las técnicas

quirúrgicas. Al fin se aclaró el camino, y desde entonces todos los años se salvaron

miles de vidas; se trasplantaron órganos a personas con enfermedades degenerativas

de hígado, riñones, tubo digestivo, y hasta partes del corazón y del sistema nervioso. El

problema principal era dónde obtener esos órganos: tú puedes estar dispuesto a donar

un riñón, pero no tu hígado o tu válvula mitral. Por fortuna, una gran cantidad de gente

dona ahora los órganos al morir, y quien quiera ingresar en un hospital público ha de

autorizar, en caso de muerte, el uso de cualquiera de sus órganos para cirugía

reparadora. Al principio sólo se guardaban los órganos del tórax y el abdomen, pero

hoy tenemos reservas de casi todos los tejidos del cuerpo humano, de modo que el

cirujano dispone de cualquier cosa que necesite, ya sea un pulmón completo o unos

pocos centímetros cuadrados de algún epitelio especializado.

Mientras el doctor Knight se echaba atrás en la silla, Conrad señaló la sala alrededor.

—Este hospital... ¿es aquí donde lo hacen?

—Exactamente, Conrad. Este es uno de los centenares de establecimientos que

tenemos ahora dedicados a la cirugía reparadora. Ya verás que sólo un pequeño

porcentaje de los pacientes son casos como tú. La cirugía reparadora se ha aplicado

principalmente con fines geriátricos, es decir, para prolongar la vida de los ancianos.


Deliberadamente, el doctor Knight hizo una seña afirmativa con la cabeza al sentarse

Conrad en la cama.

—Entenderás ahora, Conrad, por qué siempre hubo tantos viejos en el mundo, a tu

alrededor. La razón es simple: por medio de la cirugía reparadora hemos podido dar un

segundo lapso de vida a personas que normalmente morirían a los sesenta o los

setenta años. El promedio de vida ha subido de sesenta y cinco años hace medio siglo,

a cerca de noventa y cinco.

—Doctor... el conductor del coche. No sé el nombre. Usted dijo que él todavía podía

ayudarme.

—Lo dije en serio, Conrad. Uno de los problemas de la cirugía reparadora es el de la

provisión de órganos. En el caso de los viejos no hay problemas; los materiales de

repuesto exceden en verdad a la demanda. Fuera de unos pocos casos de

degeneración completa, la mayoría de las personas viejas no necesita cambiar mucho

más que un órgano, y cada muerte proporciona una reserva de tejidos que mantendrá

a veinte personas vivas durante otros tantos años. Sin embargo, en el caso de los

jóvenes, particularmente en el grupo de tu edad, la demanda supera las provisiones en

proporción de cien a uno. Dime, Conrad, dejando a un lado lo del conductor del coche,

¿qué te parece para ti en principio la cirugía reparadora?

Conrad miró la ropa de la cama. A pesar del arco de protección, la asimetría de los

miembros era demasiado obvia.

—No sé, bien. Supongo...

—Tú eliges, Conrad. O usas una pierna protética, un sostén metálico que te causará

molestias perpetuas el resto de tu vida, y que te impedirá correr y nadar y todos los

movimientos normales de un hombre joven, o tienes una pierna de carne y sangre y

hueso.

Conrad titubeó. Todo lo que había dicho el doctor Knight no contradecía lo que había

oído durante años sobre cirugía reparadora: el tema no era tabú, pero se tocaba

raramente, sobre todo delante de niños. Sin embargo, Conrad estaba seguro de que

este elaborado resumen era el prólogo de una decisión ineludible mucho más difícil.

—¿Cuándo me lo hacen? ¿Mañana?

—¡Dios mio, no! —el doctor Knight rió involuntariamente. Luego siguió hablando,

apartando la tensión que había entre ambos—. No lo haremos antes de dos meses; es

un trabajo tremendamente complejo. Tenemos que identificar y separar todas las

terminaciones de nervios y tendones, y luego preparar un elaborado injerto óseo. Por lo

menos durante un mes vas a tener una pierna artificial; después, créemelo, vas a

desear tener de nuevo una pierna real. Ahora dime, Conrad, ¿puedo, en general,

suponer que estás de acuerdo en que te hagamos el injerto? Necesitamos tu permiso y

el de tu tío.

—Creo que si. Quisiera hablar con el tío Theodore. Sin embargo, sé que no tengo

ninguna alternativa.

—Eres un hombre sensato.

El doctor Knight le ofreció la mano. Cuando Conrad se estiró para estrechársela, notó

que Knight le mostraba deliberadamente una tenue cicatriz del ancho de un pelo que le

rodeaba la base del pulgar y desaparecía luego en la palma de la mano.

El pulgar parecía pertenecer por completo a la mano y ser sin embargo algo separado.

—Ahí tienes—dijo el doctor Knight—. Un pequeño ejemplo de cirugía reparadora. De la

época en que yo era estudiante. Perdí el nudillo superior luego de infectármelo en la

sala de disección. Me cambiaron todo el pulgar. Funciona perfectamente, sin él no

hubiera podido ser cirujano. —El doctor Knight le señaló a Conrad la tenue cicatriz que

le atravesabala palma de la mano.— Hay, claro, pequeñas diferencias, entre ellas la

articulación: ésta es un poco más ágil que la mía, y la uña tiene una forma diferente,

pero por lo demás, siento el dedo como propio. Hay también un cierto placer altruista

en mantener con vida una parte de otro ser humano.

—Doctor Knight... el conductor del coche. ¿Usted me quiere dar su pierna?

—Así es, Conrad. Sin embargo te diré que el paciente tiene que estar conforme con el

donante: la gente, por supuesto, se resiste un poco a que le injerten una parte de un

criminal o de un psicópata.- Como te expliqué, no es fácil encontrar el donante

apropiado para alguien de tu edad...

—Pero, doctor... —Esta vez el razonamiento de Knight sorprendió a Conrad.—Debe de

haber algún otro. No es que le tenga rencor, sino... Hay alguna otra razón, ¿no es eso?

Luego de una pausa el doctor Knight hizo una señal afirmativa. Se apartó de la cama, y

por un momento Conrad se preguntó si Knight no estaría a punto de abandonar todo el

asunto. Entonces Knight dio media vuelta y señaló a través de la ventana.

—Conrad, ¿nunca pensaste por qué este hospital estaba vacío?

Conrad se encogió de hombros.

—Tal vez sea demasiado grande. ¿Cuántos pacientes caben?

—Algo más de dos mil. Es grande, pero hace quince años, antes que viniese yo,

apenas alcanzaba para atender a todos los pacientes. La mayoría eran casos

geriátricos, hombres y mujeres de setenta y ochenta que venían a que les cambiasen

uno o más órganos vitales. Había inmensas listas de espera, muchos de los pacientes

trataban de pagar sumas enormes para ingresar aquí, sobornos, si se quiere.

—¿Y dónde están ahora?

—Una pregunta interesante: la respuesta explica en parte por qué estás tú aquí, y por

qué tenemos un interés especial en tu caso. Hace unos diez o doce años, Conrad, las

juntas de hospitales de todo el país notaron que ingresaban menos pacientes. Al

principio se sintieron aliviadas, pero el descenso de ingresos siguió todos los años, y

ahora tenemos alrededor de un uno por ciento de los pacientes que había antes. Y la

mayoría de esos pacientes son cirujanos y médicos, o miembros del personal de

enfermería.

—Pero, doctor... si no vienen... —Conrad pensó en la tía y en el tío—. Si no quieren

venir eso significa que prefieren. .

El doctor Knight asintió.

—Exactamente, Conrad. Prefieren morir.

Una semana después, cuando el tío fue a verlo de nuevo, Conrad le explicó la

proposición del doctor Knight. Estaban sentados juntos en la terraza, fuera de la sala,

mirando por encima de las fuentes el hospital desierto. El tío llevaba todavía un guante

quirúrgico en la mano, pero por lo demás se había repuesto del accidente. Escuchó a

Conrad en silencio.

—Ya no viene ningún viejo, cuando se enferman se quedan en casa y se acuestan... a

esperar el fin. El doctor Knight dice que en muchísimos casos no hay nada que impida

prolongar la vida casi indefinidamente.

—Una especie de vida. ¿De qué manera piensa el doctor Knight que puedes

ayudarlos?

—Bueno, piensa que los viejos necesitan un ejemplo, un símbolo si se quiere. Alguien

como yo, que ha quedado malherido en el comienzo de la vida. Yo podría llevarlos a

aceptar los beneficios de la cirugía reparadora.

—No tienen mucho que ver los dos casos—dijo el tío—. Sin embargo, ¿tú qué opinas?

—El doctor Knight ha sido completamente franco. Me contó lo de aquellos primeros

casos: personas que tenían miembros y órganos nuevos y se caían literalmente en

pedazos cuando se les soltaban las suturas. Supongo que tiene razón. La vida tiene

que ser preservada. Tú ayudarías a un moribundo si lo encontrarasen la calle, ¿por qué

no en otro caso? Porque el cáncer o la bronquitis son menos dramáticos. . .

—Te entiendo, Conrad —el tío alzó una mano—. ¿Pero por qué cree el doctor Knight

que los viejos rechazan la cirugía?

—Admite que no lo sabe. Cree que a medida que sube el promedio de edad hay una

tendencia a que la gente mayor domine a los otros e imponga su propio estilo. En vez

de tener alrededor una mayoría de gente joven, sólo ven viejos como ellos. La única

manera de evadirse es la muerte.

—Es una teoría. Oyeme: el doctor Knight quiere darte la pierna del conductor que nos

atropelló. Parece un toque extraño. Un tanto macabro.

—No, ahí está la cuestión: lo que trata de explicar es que una vez injertada la pierna es

parte mía.—Conrad señaló el guante del tío.— Tío Theodore, esa mano. Perdiste dos

dedos. Me lo dijo el doctor Knight. ¿Harás que te los injerten?

El tío lanzó una carcajada.

—¿Tratas de convencerme y de ganar así tu primer converso, Conrad?

Dos meses después, Conrad volvió a ingresar en el hospital para someterse a la

cirugía reparadora, lo que había estado esperando en todo el tiempo de la

convalecencia. El día anterior visitó brevemente junto con el tío a unos amigos que

vivían en hosterías para jubilados en el noroeste del pueblo. Esos agradables edificios

de una sola planta, de estilo chalet, construidos por la autoridad municipal y alquilados

a bajo precio, ocupaban una porción considerable de la superficie del pueblo. En las

tres últimas semanas Conrad parecía haberlos visitado a todos. La pierna artificial no

era demasiado cómoda, pero el doctor Knight le había pedido al tío que llevara a

Conrad a ver a toda la gente conocida.

Aunque el propósito de esas visitas era lograr que los ancianos residentes identificasen

a Conrad antes que ingresara de nuevo en el hospital (el esfuerzo más grande para

convencerlos vendría después, cuando le injertaran la otra pierna), Conrad ya no

estaba seguro de que el plan del doctor Knight fuera a tener éxito. Lejos de provocar

hostilidad, Conrad se ganaba la simpatía y los buenos deseos de los ancianos que

ocupaban los albergues y bungaloes residenciales. En todas partes los viejos salían a

las puertas y le hablaban, deseándole suerte en la operación. A veces, cuando devolvía

las sonrisas y los saludos, mientras los hombres y las mujeres canosos lo miraban

desde todos los balcones y jardines de alrededor, Conrad pensaba que él era la única

persona joven en todo el pueblo

—Tío, ¿cómo explicas la paradoja?—preguntó, mientras cojeaban juntos, Conrad

apoyándose en dos gruesos bastones—. ¿Quieren que yo tenga una pierna y ellos

mismos no van al hospital?

—Pero tú eres joven, Conrad, sólo un niño para ellos. Te devolverán algo que te

corresponde, la facultad de caminar y correr y bailar. No te prolongan la vida más allá

de un lapso natural.

—¿Lapso natural?—Conrad repitió la frase un poco molesto, y frotó el arnés de la

pierna debajo del pantalón—. En algunos lugares del mundo el lapso natural de vida

todavía no pasa mucho de los cuarenta anos. ¿No te parece que es relativo?

—No del todo, Conrad. No más allá de cierto punto.

Aunque había guiado a Conrad fielmente por el pueblo, el tío no parecía dispuesto a

seguir la discusión.

Llegaron a la entrada de una de las residencias. Uno de los muchos empresarios de

pompas fúnebres del pueblo había abierto una nueva oficina y en la sombra, detrás de

las ventanas emplomadas, Conrad vio el devocionario sobre una tarima de caoba, y

unas fotografías discretas de coches fúnebres y mausoleos. Aunque disimulada, la

oficina, pensó Conrad, estaba demasiado cerca de las casas de los ancianos. Se sintió

perturbado como si hubiera visto en la calle una hilera de ataúdes nuevos exhibidos al

público.

Cuando Conrad se lo mencionó, el tío se encogió simplemente de hombros.

—Los viejos miran las cosas con ojos realistas, Conrad. No temen la muerte ni la tratan

de un modo sentimental, como los jóvenes. En realidad, el tema les interesa vivamente.

Se detuvieron fuera de uno de los chalés y el tío tomó a Conrad por el brazo.

—He de advertirte algo, Conrad. No quiero que te asustes, pero vas a conocer ahora a

un hombre que piensa llevar a la práctica su oposición al doctor Knight. Quizás te diga

más en unos pocos minutos que yo o el doctor Knight en diez años. A propósito, se

llama Matthews, doctor James Matthews.

—¿Doctor?—repitió Conrad—. ¿Quieres decir doctor en medicina?

—Exacto. Uno de los pocos. Esperemos, sin embargo, a que lo conozcas.

Se acercaron a la casa, una vivienda modesta de dos habitaciones, y un jardín

descuidado y pequeño, dominado por un alto ciprés. La puerta se abrió no bien tocaron

el timbre. Una monja anciana, vestida con el uniforme de una orden de enfermeras,

saludó brevemente y los hizo entrar. Otra monja, con las mangas recogidas, atravesó el

pasillo hacia la cocina llevando un balde de porcelana. A pesar de estos esfuerzos,

había en la casa un olor desagradable, que el pródigo uso de desinfectantes no lograba

disimular.

—Señor Foster, ¿puede esperar unos minutos? Buenos días, Conrad.

Esperaron en la sala oscura. Conrad estudió las dos fotografías enmarcadas que había

sobre el escritorio: el retrato de una extraña mujer canosa, de cara de pájaro, que debía

de ser la difunta señora Matthews, y un grupo de estudiantes graduados.

Al fin, Conrad y el tío pasaron a un pequeño dormitorio del fondo. La segunda de las

monjas había cubierto con una sábana los aparatos de la mesa junto a la cama. Ahora

arregló la colcha y salió del cuarto.

Apoyado en los bastones, Conrad esperó detrás, mientras miraba al hombre de la

cama. El olor ácido era más intenso ahora, y parecía salir directamente de la cama.

Guando el tío le indicó que se acercase, Conrad tardó en encontrar la cara arrugada

del hombre. Las mejillas y los cabellos grises parecían perderse en las sábanas

almidonadas, cubiertas por las sombras que arrojaban las cortinas.

—James, éste es Conrad, el chico de Elizabeth.—El tío acercó una silla de madera, y le

hizo una seña a Conrad. Conrad se sentó.— El doctor Matthews, Conrad.

Conrad murmuró algo, sintiendo la mirada de los ojos azules. Lo que más lo sorprendió

fue la relativa juventud del moribundo. Aunque andaba por los sesenta y pico, el doctor

Matthews era veinte años más joven que la mayoría de la gente del pueblo.

—Es todo un mozo, ¿verdad, James? —dijo el tío Theodore.

El doctor Mathews movió afirmativamente la cabeza, como si no le interesara

demasiado la visita. Tenía ahora los ojos clavados en el ciprés del jardín.

—Un mozo—dijo al fin.

Conrad esperó incómodamente. El paseo lo había cansado, y el muslo parecía estar

otra vez en carne viva. Se preguntó si podrían llamar un taxi desde allí.

El doctor Matthews volvió la cabeza. Parecía mirar al mismo tiempo a Conrad y al tío,

clavando un ojo azul en cada uno.

—¿Quién atiende al muchacho?—preguntó con una voz más aguda—. Nathan está allí

todavía, creo...

—Uno de los jóvenes, James. Tal vez no lo conoces, pero es una buena persona.

Knight.

—¿Knight? —el doctor Matthews repitió el nombre alterando apenas la voz—. ¿Y

cuándo internan al muchacho?

—Mañana. ¿No es así, Conrad?

Conrad iba a hablar cuando notó que el doctor Matthews cloqueaba en silencio, riendo

apenas entre dientes. Agotado de pronto por esta escena grotesca, y sintiéndose

tocado por el humor macabro del médico, Conrad se levantó de la silla batiendo los

bastones.

—Tío, ¿puedo esperar afuera...?

—Muchacho... —el doctor Matthews había sacado de la cama la mano derecha. La

movió débilmente—. Me reía de tu tío, no de ti. Tu tío siempre tuvo un gran sentido del

humor. O ninguno. ¿Qué pasa Theo?

—No veo nada divertido, James. ¿Me estás insinuando que no debí traer a Conrad?

El doctor Matthews se recostó en la cama, sonriendo todavía.

—No, de ninguna manera. Yo estuve allí a su principio, que él esté aquí a mi fin... —

miró otra vez a Conrad—. Te deseo la mejor suerte, Conrad. Te preguntarás sin duda

por qué no te acompaño al hospital.

—Bueno, yo... —empezó a decir Conrad, pero el tío le puso una mano en el hombro.

—James, es hora de irnos. Creo que ya has dicho bastante.

—No, evidentemente—el doctor Mathews levantó otra vez una mano, frunciendo el

ceño ante las voces ligeramente altas—. Me llevará sólo un momento, Theo, y si no se

lo digo yo no se lo dirá nadie, no el doctor Knight, por cierto. Tienes diecisiete años,

¿no es así Conrad?

Conrad hizo una señal afirmativa y el doctor Matthews continuó:

—A esa edad, si bien recuerdo, la vida parece prolongarse para siempre, quizá nunca

se viva como entonces tan cerca de la eternidad. Sin embargo, a medida que

envejeces vas descubriendo que todo lo que vale tiene limites finitos, principalmente de

tiempo; desde cosas comunes como una flor o un crepúsculo, hasta las más

importantes: el matrimonio, los hijos, etcétera, incluso la vida misma. Esas líneas duras

que lo ciñen todo dan identidad a las cosas. Nada resplandece más que el diamante.

—Basta, James...

—Espera, Theo.—El doctor Matthews alzó la cabeza y casi consiguió sentarse en la

cama.—Tú, Conrad quizá debieras explicarle al doctor Knight que no aceptamos que

nos disminuyan las vidas justamente porque las valoramos tanto. Entre tú y yo, Conrad,

hay miles de líneas duras: diferencias de edad, de carácter y de experiencia,

diferencias de tiempo. Esas dimensiones te las tienes que ganar tú mismo. No se las

puedes pedir prestadas a nadie, menos a los muertos.

La puerta se abrió y Conrad volvió la cabeza. Afuera, en el vestibulo, estaba la monja

más vieja. Le hizo una seña al tío. Conrad se colocó de nuevo la pierna y esperó a que

el tío Theodore se despidiese del doctor Matthews. Cuando la monja se adelantó hacia

la cama, Conrad vio en la cola de la túnica almidonada una mancha de sangre.

Afuera pasaron lentamente junto a la empresa de pompas fúnebres, Conrad apoyado

en los bastones. Mientras los ancianos de los jardines los saludaban, el tío Theodore

dijo:

—Siento que pareciese que se reia de ti, Conrad. No era su intención.

—Cuando yo nací, ¿él estaba de veras?

—Atendió a tu madre. Te trajo al mundo. Pensé que era justo que lo vieras antes que

muriese. Para devolverle de algún modo el favor. Lo que no entiendo es por qué le

pareció tan divertido.

Casi exactamente seis meses después, Conrad Foster bajó caminando hacia la

carretera de la costa y el mar. A la luz del sol vio las dunas altas sobre la playa, y más

allá las gaviotas posadas en el banco de arena de la boca del estuario. El tránsito en la

carretera de la costa parecía más intenso que en la visita anterior, y las ruedas de los

coches y camiones esparcían una arena que flotaba sobre los campos en nubes

tenues.

Conrad caminó a paso vivo por el camino probando la pierna nueva. Durante los cuatro

últimos meses los ligamentos se le habían soldado con un mínimo de dolor, y la pierna

era, en todo caso, más fuerte y más elástica que la de antes. A veces, cuando Conrad

caminaba distraídamente, la pierna parecía adelantarse con una voluntad y una vida

propias.

Sin embargo, y aunque las promesas del doctor Knight se habían cumplido realmente,

Conrad no había aceptado la pierna. La tenue línea de la cicatriz quirúrgica que le

rodeaba el muslo encima de la rodilla era una frontera que los separaba más

categóricamente que cualquier barrera física. Como había dicho el doctor Matthews, la

presencia de la pierna parecía disminuirlo, restando algo a su propio sentido de

identidad, y no añadiendo nada. Esta sensación había crecido con el paso de las

semanas y los meses, mientras la pierna se fortalecia. De noche descansaban juntos,

en silencio, como un matrimonio incómodo.

En el primer mes, luego del restablecimiento, Conrad había aceptado ayudar al doctor

Knight y a las autoridades del hospital en la segunda etapa de la campaña, y hablarles

a los ancianos para que se sometieran a la cirugía reparadora antes de desperdiciar la

vida; pero uego de la muerte del doctor Matthews, decidió no participar más en ese

plan. A diferencia del doctor Knight, Conrad entendió que no había verdaderos medios

de persuasión, y que sólo los que yacen en los lechos de muerte, como el doctor

Matthews, estaban dispuestos a discutir el asunto. Los otros simplemente sonreían y

saludaban con la mano desde la tranquilidad de los jardines.

Además, Conrad sabia que no podría escapar a los ojos sagaces de los viejos. Una

cicatriz grande desfiguraba ahora la piel encima de la tibia, y la razón era simple. Luego

de lastimarse mientras usaba la cortadora de césped del tío, Conrad había dejado que

la herida se le infectase, como si ese acto de propia mutilación simbolizara de algún

modo la amputación de la pierna. A cien metros de distancia, en el empalme con la

carretera de la costa, la brisa tenue levantaba la arena fina. Medio kilómetro más allá,

se acercaba velozmente una hilera de vehículos. Los conductores de los coches que

venían más atrás trataban de alcanzar a dos pesados camiones. Del estuario, lejos,

salió un grito débil. Aunque cansado, Conrad echó a correr. Una conjunción familiar de

acontecimientos lo guiaba de algún modo al sitio del accidente.

Cuando Conrad llegó a la curva, ya se acercaba el primero de los camiones. El

conductor encendió los faros delanteros mientras Conrad vacilaba en la acera,

deseando volver otra vez a la isla para peatones, con el poste recién pintado.

Por encima del ruido vio las gaviotas que subían en el aire sobre la playa, y oyó los

gritos ásperos en el momento en que la torcida espada blanca atravesaba el cielo.

Cuando la espada descendía velozmente en la playa, los viejos de los garfios metálicos

cruzaron la carretera hacia el escondite de las dunas.

El camión pasó junto a Conrad, lanzándole a la cara una nube de polvo gris. Luego

apareció un pesado coche deportivo que alcanzó al camión, mientras los otros coches

aceleraban detrás. Las gaviotas comenzaron a descender, chillando, sobre la playa, y

Conrad

se lanzó entre las nubes de polvo hacia el centro de la carretera, y corrió al encuentro

de los coches.

J.G. Ballard