domingo, 12 de febrero de 2012

Cuento 38




























El Hombre Imposible




En la marea baja, los huevos enterrados por fin en la arena removida bajo las

dunas, las tortugas comenzaron el viaje de vuelta al mar. A Conrad Foster, que las

miraba junto con el tío Theodore desde la balaustrada, al borde de la carretera, le

pareció que les faltaba poco mas de cincuenta metros para llegar a la seguridad de las

aguas tranquilas. Las tortugas seguían arrastrándose, y los restos de unos cajones de

madera y las algas traídas por el mar ocultaban las jorobas oscuras. Conrad señaló la

bandada de gaviotas que descansaba como una larga espada sobre el banco de arena,

en la boca del estuario. Las aves habían estado mirando hacia el mar, como si no les

interesara la playa desierta donde el viejo y el muchacho esperaban junto a la

balaustrada, pero ante este leve movimiento de Conrad una docena de cabezas

blancas giró simultáneamente.

—Las han visto... —Conrad dejó caer el brazo en la baranda—. Tío Theodore, ¿crees

que...?

El tío se encogió de hombros, y señaló con el bastón un coche que se acercaba por la

carretera, a medio kilómetro de distancia.

—Puede haber sido el coche.—Llegó un grito desde el banco de arena y el tío se sacó

la pipa de la boca. La primera bandada de gaviotas subió en el aire y empezó a girar

como una guadaña hacia la playa.— Bueno, ahí vienen.

Las tortugas habían dejado atrás los restos traídos por la marea. Avanzaban a través

de la arena húmeda y lisa que bajaba hasta el mar, y los chillidos de las

gaviotas rasgaban el aire.

Involuntariamente, Conrad se volvió hacia la hilera de casas y el desierto salón de te,

en las afueras del pueblo. El tío lo tomó del brazo. Las gaviotas sacaban a las tortugas

del agua poco profunda y las tiraban en la arena, donde eran desmembradas por una

docena de picos.

Apenas un minuto después, las aves empezaron a abandonar la playa. Conrad y el tío

no habían sido los únicos espectadores del breve festín de las gaviotas. Un pequeño

grupo de unos doce hombres salió de entre las dunas y avanzó por la arena,

ahuyentando a las últimas. Los hombres eran todos viejos, arriba de los sesenta y los

setenta años. y vestían camisetas deportivas y pantalones de algodón recogidos hasta

la rodilla. Cada uno llevaba un saco de arpillera y un garfio de madera con una hoja de

acero en la punta. A medida que recogían los caparazones los limpiaban con

movimientos rápidos y expertos y los echaban en los sacos. La arena húmeda estaba

rayada de sangre, y los brazos y los pies descalzos de los viejos pronto quedaron

cubiertos de manchas brillantes.

—¿Estás preparado para irnos? —el tío Theodore miró el cielo, siguiendo el vuelo de

las gaviotas que volvían al estuario—. Tu tía nos espera.

Conrad miraba a los viejos. Cuando pasaron cerca, uno de ellos los saludó levantando

el garfio de punta roja.

—¿Quiénes son? —preguntó Conrad, al ver que el tío Theodore devolvía el saludo.

—Recolectores de caparazones... Vienen aquí en la temporada. Pagan bien por esos

caparazones. Adelante, es hora de irnos.

Echaron a caminar hacia el pueblo: el tío Theodore se movía lentamente, apoyándose

en el bastón. Se detuvo un momento, y Conrad se volvió para mirar hacia la playa. Por

algún motivo la visión de los viejos manchados por la sangre de las tortugas era más

perturbadora que la rapacidad de las gaviotas.

Entonces recordó que quizá había sido él mismo quien había alertado a las aves.

El ruido de un camión apagó los gritos de las gaviotas que se posaban ya en el banco

de arena. Los viejos se habían ido, y la marea creciente lavaba ahora la arena

manchada. Llegaron al cruce, junto a la primera de las casas. Conrad guió al tío hasta

la zona divisoria de tránsito, en el centro de la carretera. Mientras esperaban que

pasara el camión, Conrad dijo:

—Tío, ¿notaste que los pájaros nunca tocaban la arena? Mientras algo se movía aún...

El camión pasó rugiendo, ocultando el cielo con la alta caja. Conrad tomó al tío por el

brazo y echó a caminar. El viejo se movía con dificultad, clavando el bastón en la

superficie arenosa de la carretera. De pronto dio un paso atrás, le gritó en silencio al

coche deportivo que salió de la estela polvorienta del camión, y la pipa se le cayó de la

boca. Conrad alcanzó a ver los nudillos blancos del conductor aferrados al volante, una

cara helada detrás del parabrisas en el momento en que el coche se precipitaba hacia

ellos, y luego, frenando, patinaba de costado en la carretera. Conrad empujó al viejo

hacia atrás, pero ya tenían el coche encima, estallando en una rugiente nube de polvo.

El hospital estaba casi vacio. Durante los primeros días, acostado e inmóvil en la sala

desierta, Conrad observó serenamente las claras figuras del cielo raso, donde se

reflejaban las flores de la ventana, escuchando los pocos sonidos que llegaban del otro

lado de las puertas giratorias. De cuando en cuando venia la enfermera y lo miraba.



Una vez la mujer se inclinó para arreglarle el arco de protección sobre las piernas y

Conrad notó que no era una mujer joven, sino más vieja aún que su tía, a pesar de la

figura esbelta y del teñido púrpura del pelo. En realidad, las enfermeras y los asistentes

que lo cuidaban en la sala vacía eran todos viejos, y evidentemente consideraban a

Conrad más un niño que un joven de diecisiete años, tratándolo con un amable y

descuidado tono burlón.

Más tarde, cuando el dolor de la pierna amputada lo despertó bruscamente de aquel

segundo sueño, la enfermera Sadie empezó a mirarlo a la cara. Le dijo que la tía había

venido a visitarlo todos los días desde el accidente en el camino, y que volvería a la

tarde siguiente.

—...Theodore... ¿El tío Theodore...? —Conrad trató de sentarse, pero una pierna

invisible, tan muerta y pesada como la de un mastodonte, lo anclaba en la cama—. El

señor Foster... mi tío. ¿El coche lo...?

—No lo atropelló por centímetros, querido. O por milímetros.—La enfermera Sadie le

tocó la frente con una mano que era como un pájaro frío.— Sólo un rasguño en la

muñeca, donde lo golpeó el parabrisas. Dios mío, los vidrios que les sacamos. Parecía

como si se hubieran llevado por delante un invernadero.

Conrad apartó la cabeza de los dedos de la enfermera. Escudriñó las hileras de camas

vacías en la sala.

—¿Dónde está mi tío? ¿Aquí...?

—En casa. Tu tía lo cuida y pronto estará bien.

Conrad se recostó, esperando a que la enfermera se fuese para quedar solo con el

dolor de la pierna desaparecida. Encima, el arco de protección relucía como una

montaña blanca. Era raro, pero la noticia de que el tío había salido casi ileso del

accidente no le había traído a Conrad ningún alivio. Desde la edad de cinco años,

cuando los padres de Conrad murieron de pronto en un accidente aéreo, la relación

con la tía y el tío fue, si se quiere, todavía más estrecha que la que hubiese tenido con

sus padres, pues el cariño y la fidelidad de los tíos había sido más constante y

consciente. Sin embargo descubrió que no pensaba en el tío Theodore ni en si mismo,

sino en el coche que se acercaba. La luciente carrocería del coche, de afiladas aletas,

se había lanzado sobre ellos como las gaviotas que se precipitaban sobre las tortugas,

moviéndose con el mismo ímpetu violento. Acostado en la cama, bajo el arco de

protección, Conrad recordó las tortugas que atravesaban la arena húmeda arrastrando

los pesados caparazones, y los viejos esperando entre las dunas.


Afuera, en los jardines del hospital vacío, el agua de las fuentes se movía en el aire, y

las ancianas enfermeras paseaban lentamente en parejas por los caminos

sombreados.

Al día siguiente, antes de la visita de la tía, vinieron dos médicos a ver a Conrad. El

más viejo, el doctor Nathan, era un hombre delgado y canoso, de manos tan suaves

como las de la enfermera Sadie. Conrad lo había visto antes, en aquellas horas

confusas, cuando había llegado al hospital. Alrededor de la boca del doctor Nathan

siempre colgaba una sonrisa tenue, como el fantasma de alguna broma olvidada.

El otro médico, el doctor Knight, era bastante más joven, y comparado con el doctor

Nathan casi parecía tener la misma edad de Conrad. La cara firme, de mandíbula

cuadrada, miró a Conrad con una especia de jocosa hostilidad. El médico buscó la

muñeca de Conrad como si fuese a arrojarlo al suelo de un tirón.

—¿De modo que éste es el joven Foster ?—el doctor Knight miró a Conrad a los ojos—

. Está bien, Conrad, no te voy a preguntar cómo te sientes.

Conrad asintió, titubeando.

—No...

—¿No qué? —el doctor Knight le sonrió a Nathan, que se movía al pie de la cama

como un flamenco viejo en un estanque desecado—. Pensé que el doctor Nathan te

cuidaba muy bien.—Cuando Conrad murmuró algo, temiendo otra réplica, el doctor

Knight siguió: —¿Es cierto? Sin embargo me interesa más tu futuro, Conrad. Ahora

quedo yo en el lugar del doctor Nathan, así que desde ya puedes echarme la culpa de

todo lo que salga mal.

El doctor Knight acercó una silla metálica y se sentó a horcajadas, apartando el faldón

del delantal blanco con un movimiento de floreo.

—No quiero decir que todo vaya a salir mal.

Conrad escuchó los golpes de los zapatos del doctor Nathan en el piso pulido. Se

aclaró la garganta.

—¿Dónde están todos los demás?


—¿Lo notaste?—El doctor Knight echó una mirada a su colega.—Era difícil que no lo

notaras —Miró por la ventana los desiertos Jardines del hospital.—Es verdad, no hay

nadie aquí.

—Un cumplido para nosotros, ¿no te parece, Conrad?

El doctor Nathan se acercó otra vez a la cama. La sonrisa que le flotaba alrededor de

los labios parecía pertenecer a otro rostro.

—Sssiií...—dijo lentamente el doctor Knight—. Claro que nadie te lo habrá explicado,

Conrad, pero esto no es un hospital, no un hospital común.

—¿Qué...? —Conrad empezó a incorporarse, arrastrando el arco de protección—.

¿Qué quiere decir?

El doctor Knight alzó las manos.

—No me entiendas mal, Conrad. Es un hospital, por supuesto, un centro de cirugía

avanzada, en realidad; pero también es algo más que un hospital, como trato de

explicarte.

Conrad volvió la cabeza hacia el doctor Nathan. El médico más viejo miraba por la

ventana, como interesado en las fuentes del jardín, pero por primera vez tenía la cara

pálida, y ya no sonreía.

—¿En qué sentido?—preguntó Conrad cautelosamente—. ¿Tiene algo que ver

conmigo?

El doctor Knight extendió las manos con un ambiguo ademán.

—Si, de algún modo. Pero de eso hablaremos mañana. Hoy ya te hemos cansado

bastante.

El doctor Knight se incorporó, examinando a Conrad, y puso las manos en el arco.

—Tenemos que hacerle muchas cosas a esta pierna, Conrad. Al final, cuando hayamos

terminado, te sorprenderás agradablemente. Quizá tú nos puedas ayudar. Así lo

esperamos, ¿verdad, doctor Nathan?


La sonrisa, como un fantasma que reaparece, flotó de nuevo en los labios finos del

doctor Nathan.

—Estoy seguro de que Conrad colaborará de veras.

Cuando llegaron a la puerta, Conrad los llamó.

—¿Si, Conrad?

El doctor Knight esperó junto a la cama contigua.

—El conductor... el hombre del coche. ¿Qué le pasó? ¿Está aquí?

—Si, en realidad está, pero... —el doctor Knight vaciló y luego dijo, como si cambiara el

rumbo de la conversación—: Para ser más sinceros, Conrad, no podrás verlo. Parece

casi seguro que fue él el culpable del accidente...

—¡No! —Conrad sacudió la cabeza—. No quiero echarle la culpa. Nosotros salimos de

atrás de un camión. El hombre, ¿está aquí?

—El coche chocó contra el poste de acero y luego atravesó el malecón. El muchacho

se mató en la playa. No era mucho mayor que tú, Conrad. Quizá, de algún modo,

trataba de salvaros a ti y a tu tío.

Conrad asintió, recordando la cara pálida como un grito detrás del parabrisas.

El doctor Knight se volvió hacia la puerta. Casi sotto voce, agregó:

—Y ya verás, Conrad. Todavía te puede ayudar.

Aquella tarde, a las tres, apareció el tío de Conrad. Sentado en la silla de ruedas y

empujado por su mujer y por la enfermera Sadie, saludó alegremente a Conrad,

alzando la mano libre al entrar en la sala. Esta vez, sin embargo, ver al tío Theodore no

le levantó el ánimo a Conrad. Había esperado con ansia la visita, pero el tío había

envejecido diez años desde el accidente, y la visión de aquellos tres ancianos, uno

parcialmente inválido, que se acercaban sonriendo, sólo le recordó los días de soledad

en el hospital


Mientras escuchaba al tío, Conrad entendió de pronto que esa soledad era

simplemente una versión más extrema de la porción que él mismo tenía en el mundo, y

que era la de todos los jóvenes que vivían fuera de allí. De niño Conrad había conocido

a pocos amigos de su propia edad, pues en ese entonces los niños eran casi tan raros

como lo habían sido los centenarios un siglo antes. Conrad había nacido en un mundo

de gente madura, un mundo donde además la madurez estaba avanzando siempre,

como los horizontes de un universo en expansión, que cada vez se alejan más del

punto inicial de partida. La tía y el tío, ambos cerca de los sesenta, representaban la

línea media. Más allá de ellos se extendía la inmensa multitud superanciana de los más

viejos, de ritmo lento y caminar inseguro, colmando las tiendas y las calles del pueblo

marítimo, cubriendo todas las cosas como un discreto velo gris.

En cambio, la confianza en si mismo y el aire indiferente del doctor Knight—aunque

brusco y agresivo— le alteraban el pulso a Conrad.

Hacia el final de la visita, cuando la tía había ido con la enfermera Sadie hasta el

extremo de la sala, a mirar las fuentes, Conrad le dijo al tío:

—El doctor Knight me dijo que podía hacer algo por mi pierna.

—Estoy seguro de que si, Conrad.—El tío Theodore sonrió alentadoramente, pero

clavando los ojos en la cara de Conrad.—Estos cirujanos son hombres inteligentes;

hacen cosas asombrosas.

—¿Y la mano, tío?

Conrad señaló el vendaje que cubría el antebrazo izquierdo del tío. El tono irónico de la

voz del tío le recordó a Conrad las estudiadas ambigüedades del doctor Knight. No

dejaba de sentir que la gente tomaba partido a su alrededor.

—¿Esta mano?—el tío se encogió de hombros—. Me ha servido sesenta años, y la

falta de un dedo no me impedirá llenar la pipa. —Antes que Conrad pudiera responder,

el tío siguió hablando: —Pero esa pierna es otra cosa: tendrás que decidir tú mismo

qué quieres que te hagan.

Cuando ya se iba, el tío le dijo a Conrad al oído:

—Descansa bien, muchacho. Tal vez tengas que correr antes de poder caminar.

Dos días después, a las nueve de la mañana en punto, el doctor Knight fue a ver a

Conrad. Activo como siempre, fue en seguida al grano.


—Y bien, Conrad —empezó, mientras cambiaba el arco de protección luego de

examinar la pierna—, ya pasó un mes desde la última vez que caminaste por la playa;

es hora de que salgas y marches de nuevo sobre tus propios pies. ¿Qué me dices?

Conrad sonrió.

—¿Pies?—repitió. Hizo un esfuerzo y rió débilmente—. ¿Lo dice como una figura de

lenguaje?

—No, lo digo literalmente.—El doctor Knight acercó una silla.—Dime, Gonrad, ¿oíste

alguna vez hablar de cirugía reparadora? A lo mejor te la mencionaron en la escuela.

—En biología... trasplantes de riñones y todo lo demás, para la gente más vieja. ¿Es

eso lo que va a hacer con mi pierna?

—¡Eh, no tan aprisa! Veamos primero algunas cosas básicas. Como tú dices, la cirugía

reparadora data de hace aproximadamente cincuenta años, cuando se intentaron los

primeros injertos de riñones, aunque los injertos de córnea eran ya comunes desde

hacía varios años. Si aceptamos que la sangre es un tejido, el principio es todavía más

antiguo: te hicieron una transfusión de sangre completa luego del accidente, y otra

después cuando el doctor Nathan te amputó la rodilla y la tibia aplastadas. Nada de eso

te sorprende, ¿verdad?

Conrad esperó antes de responder. Por primera vez el tono del doctor Knight era de

defensa, como si estuviera ya, por alguna suerte de extrapolación, haciendo las

preguntas que Conrad podía luego rechazar.

—No—respondió Conrad—. No, nada.

—Es evidente. ¿Por qué te sorprendería? Sin embargo, recuérdalo, muchas personas

se negaron a aceptar transfusiones de sangre, aunque eso significaba la muerte

segura. Aparte de los reparos religiosos, muchos pensaban simplemente que la sangre

ajena les ensuciaba el cuerpo.—El doctor Knight se echó atrás en la silla, mirando el

cielo raso con ceño fruncido.— El punto de vista de esa gente es sin duda

comprensible, pero no olvidemos que los materiales que constituyen nuestros cuerpos

fueron una vez totalmente extraños a nosotros. No dejamos de comer para conservar

nuestra identidad absoluta, ¿no es cierto?—El doctor Knight lanzó una carcajada.—Eso

seria un egoísmo desaforado, ¿no crees?

Cuando el doctor Knight miró de reojo a Conrad, como esperando una respuesta,

Conrad dijo:

—Algo parecido.

—Bien. Y, claro, la mayoría de la gente del pasado adoptó tu punto de vista. El cambio

de un riñón enfermo por uno sano no disminuye tu integridad, máxime si eso te salva la

vida. Lo que importa es tu propia y continua identidad, tu espíritu. La estructura misma

de las partes individuales del cuerpo parece estar al servicio de un todo psicológico

más vasto, y la conciencia humana es lo suficientemente amplia como para

proporcionar un sentido de unidad.

"Nadie discutió esto nunca seriamente, y hace cincuenta años una cantidad de

hombres y mujeres emprendedores, muchos de ellos médicos, donaron

voluntariamente sus órganos sanos a otros que los necesitaban. Lamentablemente,

todos esos esfuerzos fracasaron a las pocas semanas a causa de la llamada reacción

de inmunidad. El cuerpo receptor, aunque estaba muriéndose, luchaba contra el injerto

como contra un organismo extraño.

Conrad meneó la cabeza.

—Pensé que habían resuelto ese problema de la inmunidad.

—Si, con el tiempo. Era más una cuestión de bioquímica que una falla de las técnicas

quirúrgicas. Al fin se aclaró el camino, y desde entonces todos los años se salvaron

miles de vidas; se trasplantaron órganos a personas con enfermedades degenerativas

de hígado, riñones, tubo digestivo, y hasta partes del corazón y del sistema nervioso. El

problema principal era dónde obtener esos órganos: tú puedes estar dispuesto a donar

un riñón, pero no tu hígado o tu válvula mitral. Por fortuna, una gran cantidad de gente

dona ahora los órganos al morir, y quien quiera ingresar en un hospital público ha de

autorizar, en caso de muerte, el uso de cualquiera de sus órganos para cirugía

reparadora. Al principio sólo se guardaban los órganos del tórax y el abdomen, pero

hoy tenemos reservas de casi todos los tejidos del cuerpo humano, de modo que el

cirujano dispone de cualquier cosa que necesite, ya sea un pulmón completo o unos

pocos centímetros cuadrados de algún epitelio especializado.

Mientras el doctor Knight se echaba atrás en la silla, Conrad señaló la sala alrededor.

—Este hospital... ¿es aquí donde lo hacen?

—Exactamente, Conrad. Este es uno de los centenares de establecimientos que

tenemos ahora dedicados a la cirugía reparadora. Ya verás que sólo un pequeño

porcentaje de los pacientes son casos como tú. La cirugía reparadora se ha aplicado

principalmente con fines geriátricos, es decir, para prolongar la vida de los ancianos.


Deliberadamente, el doctor Knight hizo una seña afirmativa con la cabeza al sentarse

Conrad en la cama.

—Entenderás ahora, Conrad, por qué siempre hubo tantos viejos en el mundo, a tu

alrededor. La razón es simple: por medio de la cirugía reparadora hemos podido dar un

segundo lapso de vida a personas que normalmente morirían a los sesenta o los

setenta años. El promedio de vida ha subido de sesenta y cinco años hace medio siglo,

a cerca de noventa y cinco.

—Doctor... el conductor del coche. No sé el nombre. Usted dijo que él todavía podía

ayudarme.

—Lo dije en serio, Conrad. Uno de los problemas de la cirugía reparadora es el de la

provisión de órganos. En el caso de los viejos no hay problemas; los materiales de

repuesto exceden en verdad a la demanda. Fuera de unos pocos casos de

degeneración completa, la mayoría de las personas viejas no necesita cambiar mucho

más que un órgano, y cada muerte proporciona una reserva de tejidos que mantendrá

a veinte personas vivas durante otros tantos años. Sin embargo, en el caso de los

jóvenes, particularmente en el grupo de tu edad, la demanda supera las provisiones en

proporción de cien a uno. Dime, Conrad, dejando a un lado lo del conductor del coche,

¿qué te parece para ti en principio la cirugía reparadora?

Conrad miró la ropa de la cama. A pesar del arco de protección, la asimetría de los

miembros era demasiado obvia.

—No sé, bien. Supongo...

—Tú eliges, Conrad. O usas una pierna protética, un sostén metálico que te causará

molestias perpetuas el resto de tu vida, y que te impedirá correr y nadar y todos los

movimientos normales de un hombre joven, o tienes una pierna de carne y sangre y

hueso.

Conrad titubeó. Todo lo que había dicho el doctor Knight no contradecía lo que había

oído durante años sobre cirugía reparadora: el tema no era tabú, pero se tocaba

raramente, sobre todo delante de niños. Sin embargo, Conrad estaba seguro de que

este elaborado resumen era el prólogo de una decisión ineludible mucho más difícil.

—¿Cuándo me lo hacen? ¿Mañana?

—¡Dios mio, no! —el doctor Knight rió involuntariamente. Luego siguió hablando,

apartando la tensión que había entre ambos—. No lo haremos antes de dos meses; es

un trabajo tremendamente complejo. Tenemos que identificar y separar todas las

terminaciones de nervios y tendones, y luego preparar un elaborado injerto óseo. Por lo

menos durante un mes vas a tener una pierna artificial; después, créemelo, vas a

desear tener de nuevo una pierna real. Ahora dime, Conrad, ¿puedo, en general,

suponer que estás de acuerdo en que te hagamos el injerto? Necesitamos tu permiso y

el de tu tío.

—Creo que si. Quisiera hablar con el tío Theodore. Sin embargo, sé que no tengo

ninguna alternativa.

—Eres un hombre sensato.

El doctor Knight le ofreció la mano. Cuando Conrad se estiró para estrechársela, notó

que Knight le mostraba deliberadamente una tenue cicatriz del ancho de un pelo que le

rodeaba la base del pulgar y desaparecía luego en la palma de la mano.

El pulgar parecía pertenecer por completo a la mano y ser sin embargo algo separado.

—Ahí tienes—dijo el doctor Knight—. Un pequeño ejemplo de cirugía reparadora. De la

época en que yo era estudiante. Perdí el nudillo superior luego de infectármelo en la

sala de disección. Me cambiaron todo el pulgar. Funciona perfectamente, sin él no

hubiera podido ser cirujano. —El doctor Knight le señaló a Conrad la tenue cicatriz que

le atravesabala palma de la mano.— Hay, claro, pequeñas diferencias, entre ellas la

articulación: ésta es un poco más ágil que la mía, y la uña tiene una forma diferente,

pero por lo demás, siento el dedo como propio. Hay también un cierto placer altruista

en mantener con vida una parte de otro ser humano.

—Doctor Knight... el conductor del coche. ¿Usted me quiere dar su pierna?

—Así es, Conrad. Sin embargo te diré que el paciente tiene que estar conforme con el

donante: la gente, por supuesto, se resiste un poco a que le injerten una parte de un

criminal o de un psicópata.- Como te expliqué, no es fácil encontrar el donante

apropiado para alguien de tu edad...

—Pero, doctor... —Esta vez el razonamiento de Knight sorprendió a Conrad.—Debe de

haber algún otro. No es que le tenga rencor, sino... Hay alguna otra razón, ¿no es eso?

Luego de una pausa el doctor Knight hizo una señal afirmativa. Se apartó de la cama, y

por un momento Conrad se preguntó si Knight no estaría a punto de abandonar todo el

asunto. Entonces Knight dio media vuelta y señaló a través de la ventana.

—Conrad, ¿nunca pensaste por qué este hospital estaba vacío?

Conrad se encogió de hombros.

—Tal vez sea demasiado grande. ¿Cuántos pacientes caben?

—Algo más de dos mil. Es grande, pero hace quince años, antes que viniese yo,

apenas alcanzaba para atender a todos los pacientes. La mayoría eran casos

geriátricos, hombres y mujeres de setenta y ochenta que venían a que les cambiasen

uno o más órganos vitales. Había inmensas listas de espera, muchos de los pacientes

trataban de pagar sumas enormes para ingresar aquí, sobornos, si se quiere.

—¿Y dónde están ahora?

—Una pregunta interesante: la respuesta explica en parte por qué estás tú aquí, y por

qué tenemos un interés especial en tu caso. Hace unos diez o doce años, Conrad, las

juntas de hospitales de todo el país notaron que ingresaban menos pacientes. Al

principio se sintieron aliviadas, pero el descenso de ingresos siguió todos los años, y

ahora tenemos alrededor de un uno por ciento de los pacientes que había antes. Y la

mayoría de esos pacientes son cirujanos y médicos, o miembros del personal de

enfermería.

—Pero, doctor... si no vienen... —Conrad pensó en la tía y en el tío—. Si no quieren

venir eso significa que prefieren. .

El doctor Knight asintió.

—Exactamente, Conrad. Prefieren morir.

Una semana después, cuando el tío fue a verlo de nuevo, Conrad le explicó la

proposición del doctor Knight. Estaban sentados juntos en la terraza, fuera de la sala,

mirando por encima de las fuentes el hospital desierto. El tío llevaba todavía un guante

quirúrgico en la mano, pero por lo demás se había repuesto del accidente. Escuchó a

Conrad en silencio.

—Ya no viene ningún viejo, cuando se enferman se quedan en casa y se acuestan... a

esperar el fin. El doctor Knight dice que en muchísimos casos no hay nada que impida

prolongar la vida casi indefinidamente.

—Una especie de vida. ¿De qué manera piensa el doctor Knight que puedes

ayudarlos?

—Bueno, piensa que los viejos necesitan un ejemplo, un símbolo si se quiere. Alguien

como yo, que ha quedado malherido en el comienzo de la vida. Yo podría llevarlos a

aceptar los beneficios de la cirugía reparadora.

—No tienen mucho que ver los dos casos—dijo el tío—. Sin embargo, ¿tú qué opinas?

—El doctor Knight ha sido completamente franco. Me contó lo de aquellos primeros

casos: personas que tenían miembros y órganos nuevos y se caían literalmente en

pedazos cuando se les soltaban las suturas. Supongo que tiene razón. La vida tiene

que ser preservada. Tú ayudarías a un moribundo si lo encontrarasen la calle, ¿por qué

no en otro caso? Porque el cáncer o la bronquitis son menos dramáticos. . .

—Te entiendo, Conrad —el tío alzó una mano—. ¿Pero por qué cree el doctor Knight

que los viejos rechazan la cirugía?

—Admite que no lo sabe. Cree que a medida que sube el promedio de edad hay una

tendencia a que la gente mayor domine a los otros e imponga su propio estilo. En vez

de tener alrededor una mayoría de gente joven, sólo ven viejos como ellos. La única

manera de evadirse es la muerte.

—Es una teoría. Oyeme: el doctor Knight quiere darte la pierna del conductor que nos

atropelló. Parece un toque extraño. Un tanto macabro.

—No, ahí está la cuestión: lo que trata de explicar es que una vez injertada la pierna es

parte mía.—Conrad señaló el guante del tío.— Tío Theodore, esa mano. Perdiste dos

dedos. Me lo dijo el doctor Knight. ¿Harás que te los injerten?

El tío lanzó una carcajada.

—¿Tratas de convencerme y de ganar así tu primer converso, Conrad?

Dos meses después, Conrad volvió a ingresar en el hospital para someterse a la

cirugía reparadora, lo que había estado esperando en todo el tiempo de la

convalecencia. El día anterior visitó brevemente junto con el tío a unos amigos que

vivían en hosterías para jubilados en el noroeste del pueblo. Esos agradables edificios

de una sola planta, de estilo chalet, construidos por la autoridad municipal y alquilados

a bajo precio, ocupaban una porción considerable de la superficie del pueblo. En las

tres últimas semanas Conrad parecía haberlos visitado a todos. La pierna artificial no

era demasiado cómoda, pero el doctor Knight le había pedido al tío que llevara a

Conrad a ver a toda la gente conocida.

Aunque el propósito de esas visitas era lograr que los ancianos residentes identificasen

a Conrad antes que ingresara de nuevo en el hospital (el esfuerzo más grande para

convencerlos vendría después, cuando le injertaran la otra pierna), Conrad ya no

estaba seguro de que el plan del doctor Knight fuera a tener éxito. Lejos de provocar

hostilidad, Conrad se ganaba la simpatía y los buenos deseos de los ancianos que

ocupaban los albergues y bungaloes residenciales. En todas partes los viejos salían a

las puertas y le hablaban, deseándole suerte en la operación. A veces, cuando devolvía

las sonrisas y los saludos, mientras los hombres y las mujeres canosos lo miraban

desde todos los balcones y jardines de alrededor, Conrad pensaba que él era la única

persona joven en todo el pueblo

—Tío, ¿cómo explicas la paradoja?—preguntó, mientras cojeaban juntos, Conrad

apoyándose en dos gruesos bastones—. ¿Quieren que yo tenga una pierna y ellos

mismos no van al hospital?

—Pero tú eres joven, Conrad, sólo un niño para ellos. Te devolverán algo que te

corresponde, la facultad de caminar y correr y bailar. No te prolongan la vida más allá

de un lapso natural.

—¿Lapso natural?—Conrad repitió la frase un poco molesto, y frotó el arnés de la

pierna debajo del pantalón—. En algunos lugares del mundo el lapso natural de vida

todavía no pasa mucho de los cuarenta anos. ¿No te parece que es relativo?

—No del todo, Conrad. No más allá de cierto punto.

Aunque había guiado a Conrad fielmente por el pueblo, el tío no parecía dispuesto a

seguir la discusión.

Llegaron a la entrada de una de las residencias. Uno de los muchos empresarios de

pompas fúnebres del pueblo había abierto una nueva oficina y en la sombra, detrás de

las ventanas emplomadas, Conrad vio el devocionario sobre una tarima de caoba, y

unas fotografías discretas de coches fúnebres y mausoleos. Aunque disimulada, la

oficina, pensó Conrad, estaba demasiado cerca de las casas de los ancianos. Se sintió

perturbado como si hubiera visto en la calle una hilera de ataúdes nuevos exhibidos al

público.

Cuando Conrad se lo mencionó, el tío se encogió simplemente de hombros.

—Los viejos miran las cosas con ojos realistas, Conrad. No temen la muerte ni la tratan

de un modo sentimental, como los jóvenes. En realidad, el tema les interesa vivamente.

Se detuvieron fuera de uno de los chalés y el tío tomó a Conrad por el brazo.

—He de advertirte algo, Conrad. No quiero que te asustes, pero vas a conocer ahora a

un hombre que piensa llevar a la práctica su oposición al doctor Knight. Quizás te diga

más en unos pocos minutos que yo o el doctor Knight en diez años. A propósito, se

llama Matthews, doctor James Matthews.

—¿Doctor?—repitió Conrad—. ¿Quieres decir doctor en medicina?

—Exacto. Uno de los pocos. Esperemos, sin embargo, a que lo conozcas.

Se acercaron a la casa, una vivienda modesta de dos habitaciones, y un jardín

descuidado y pequeño, dominado por un alto ciprés. La puerta se abrió no bien tocaron

el timbre. Una monja anciana, vestida con el uniforme de una orden de enfermeras,

saludó brevemente y los hizo entrar. Otra monja, con las mangas recogidas, atravesó el

pasillo hacia la cocina llevando un balde de porcelana. A pesar de estos esfuerzos,

había en la casa un olor desagradable, que el pródigo uso de desinfectantes no lograba

disimular.

—Señor Foster, ¿puede esperar unos minutos? Buenos días, Conrad.

Esperaron en la sala oscura. Conrad estudió las dos fotografías enmarcadas que había

sobre el escritorio: el retrato de una extraña mujer canosa, de cara de pájaro, que debía

de ser la difunta señora Matthews, y un grupo de estudiantes graduados.

Al fin, Conrad y el tío pasaron a un pequeño dormitorio del fondo. La segunda de las

monjas había cubierto con una sábana los aparatos de la mesa junto a la cama. Ahora

arregló la colcha y salió del cuarto.

Apoyado en los bastones, Conrad esperó detrás, mientras miraba al hombre de la

cama. El olor ácido era más intenso ahora, y parecía salir directamente de la cama.

Guando el tío le indicó que se acercase, Conrad tardó en encontrar la cara arrugada

del hombre. Las mejillas y los cabellos grises parecían perderse en las sábanas

almidonadas, cubiertas por las sombras que arrojaban las cortinas.

—James, éste es Conrad, el chico de Elizabeth.—El tío acercó una silla de madera, y le

hizo una seña a Conrad. Conrad se sentó.— El doctor Matthews, Conrad.

Conrad murmuró algo, sintiendo la mirada de los ojos azules. Lo que más lo sorprendió

fue la relativa juventud del moribundo. Aunque andaba por los sesenta y pico, el doctor

Matthews era veinte años más joven que la mayoría de la gente del pueblo.

—Es todo un mozo, ¿verdad, James? —dijo el tío Theodore.

El doctor Mathews movió afirmativamente la cabeza, como si no le interesara

demasiado la visita. Tenía ahora los ojos clavados en el ciprés del jardín.

—Un mozo—dijo al fin.

Conrad esperó incómodamente. El paseo lo había cansado, y el muslo parecía estar

otra vez en carne viva. Se preguntó si podrían llamar un taxi desde allí.

El doctor Matthews volvió la cabeza. Parecía mirar al mismo tiempo a Conrad y al tío,

clavando un ojo azul en cada uno.

—¿Quién atiende al muchacho?—preguntó con una voz más aguda—. Nathan está allí

todavía, creo...

—Uno de los jóvenes, James. Tal vez no lo conoces, pero es una buena persona.

Knight.

—¿Knight? —el doctor Matthews repitió el nombre alterando apenas la voz—. ¿Y

cuándo internan al muchacho?

—Mañana. ¿No es así, Conrad?

Conrad iba a hablar cuando notó que el doctor Matthews cloqueaba en silencio, riendo

apenas entre dientes. Agotado de pronto por esta escena grotesca, y sintiéndose

tocado por el humor macabro del médico, Conrad se levantó de la silla batiendo los

bastones.

—Tío, ¿puedo esperar afuera...?

—Muchacho... —el doctor Matthews había sacado de la cama la mano derecha. La

movió débilmente—. Me reía de tu tío, no de ti. Tu tío siempre tuvo un gran sentido del

humor. O ninguno. ¿Qué pasa Theo?

—No veo nada divertido, James. ¿Me estás insinuando que no debí traer a Conrad?

El doctor Matthews se recostó en la cama, sonriendo todavía.

—No, de ninguna manera. Yo estuve allí a su principio, que él esté aquí a mi fin... —

miró otra vez a Conrad—. Te deseo la mejor suerte, Conrad. Te preguntarás sin duda

por qué no te acompaño al hospital.

—Bueno, yo... —empezó a decir Conrad, pero el tío le puso una mano en el hombro.

—James, es hora de irnos. Creo que ya has dicho bastante.

—No, evidentemente—el doctor Mathews levantó otra vez una mano, frunciendo el

ceño ante las voces ligeramente altas—. Me llevará sólo un momento, Theo, y si no se

lo digo yo no se lo dirá nadie, no el doctor Knight, por cierto. Tienes diecisiete años,

¿no es así Conrad?

Conrad hizo una señal afirmativa y el doctor Matthews continuó:

—A esa edad, si bien recuerdo, la vida parece prolongarse para siempre, quizá nunca

se viva como entonces tan cerca de la eternidad. Sin embargo, a medida que

envejeces vas descubriendo que todo lo que vale tiene limites finitos, principalmente de

tiempo; desde cosas comunes como una flor o un crepúsculo, hasta las más

importantes: el matrimonio, los hijos, etcétera, incluso la vida misma. Esas líneas duras

que lo ciñen todo dan identidad a las cosas. Nada resplandece más que el diamante.

—Basta, James...

—Espera, Theo.—El doctor Matthews alzó la cabeza y casi consiguió sentarse en la

cama.—Tú, Conrad quizá debieras explicarle al doctor Knight que no aceptamos que

nos disminuyan las vidas justamente porque las valoramos tanto. Entre tú y yo, Conrad,

hay miles de líneas duras: diferencias de edad, de carácter y de experiencia,

diferencias de tiempo. Esas dimensiones te las tienes que ganar tú mismo. No se las

puedes pedir prestadas a nadie, menos a los muertos.

La puerta se abrió y Conrad volvió la cabeza. Afuera, en el vestibulo, estaba la monja

más vieja. Le hizo una seña al tío. Conrad se colocó de nuevo la pierna y esperó a que

el tío Theodore se despidiese del doctor Matthews. Cuando la monja se adelantó hacia

la cama, Conrad vio en la cola de la túnica almidonada una mancha de sangre.

Afuera pasaron lentamente junto a la empresa de pompas fúnebres, Conrad apoyado

en los bastones. Mientras los ancianos de los jardines los saludaban, el tío Theodore

dijo:

—Siento que pareciese que se reia de ti, Conrad. No era su intención.

—Cuando yo nací, ¿él estaba de veras?

—Atendió a tu madre. Te trajo al mundo. Pensé que era justo que lo vieras antes que

muriese. Para devolverle de algún modo el favor. Lo que no entiendo es por qué le

pareció tan divertido.

Casi exactamente seis meses después, Conrad Foster bajó caminando hacia la

carretera de la costa y el mar. A la luz del sol vio las dunas altas sobre la playa, y más

allá las gaviotas posadas en el banco de arena de la boca del estuario. El tránsito en la

carretera de la costa parecía más intenso que en la visita anterior, y las ruedas de los

coches y camiones esparcían una arena que flotaba sobre los campos en nubes

tenues.

Conrad caminó a paso vivo por el camino probando la pierna nueva. Durante los cuatro

últimos meses los ligamentos se le habían soldado con un mínimo de dolor, y la pierna

era, en todo caso, más fuerte y más elástica que la de antes. A veces, cuando Conrad

caminaba distraídamente, la pierna parecía adelantarse con una voluntad y una vida

propias.

Sin embargo, y aunque las promesas del doctor Knight se habían cumplido realmente,

Conrad no había aceptado la pierna. La tenue línea de la cicatriz quirúrgica que le

rodeaba el muslo encima de la rodilla era una frontera que los separaba más

categóricamente que cualquier barrera física. Como había dicho el doctor Matthews, la

presencia de la pierna parecía disminuirlo, restando algo a su propio sentido de

identidad, y no añadiendo nada. Esta sensación había crecido con el paso de las

semanas y los meses, mientras la pierna se fortalecia. De noche descansaban juntos,

en silencio, como un matrimonio incómodo.

En el primer mes, luego del restablecimiento, Conrad había aceptado ayudar al doctor

Knight y a las autoridades del hospital en la segunda etapa de la campaña, y hablarles

a los ancianos para que se sometieran a la cirugía reparadora antes de desperdiciar la

vida; pero uego de la muerte del doctor Matthews, decidió no participar más en ese

plan. A diferencia del doctor Knight, Conrad entendió que no había verdaderos medios

de persuasión, y que sólo los que yacen en los lechos de muerte, como el doctor

Matthews, estaban dispuestos a discutir el asunto. Los otros simplemente sonreían y

saludaban con la mano desde la tranquilidad de los jardines.

Además, Conrad sabia que no podría escapar a los ojos sagaces de los viejos. Una

cicatriz grande desfiguraba ahora la piel encima de la tibia, y la razón era simple. Luego

de lastimarse mientras usaba la cortadora de césped del tío, Conrad había dejado que

la herida se le infectase, como si ese acto de propia mutilación simbolizara de algún

modo la amputación de la pierna. A cien metros de distancia, en el empalme con la

carretera de la costa, la brisa tenue levantaba la arena fina. Medio kilómetro más allá,

se acercaba velozmente una hilera de vehículos. Los conductores de los coches que

venían más atrás trataban de alcanzar a dos pesados camiones. Del estuario, lejos,

salió un grito débil. Aunque cansado, Conrad echó a correr. Una conjunción familiar de

acontecimientos lo guiaba de algún modo al sitio del accidente.

Cuando Conrad llegó a la curva, ya se acercaba el primero de los camiones. El

conductor encendió los faros delanteros mientras Conrad vacilaba en la acera,

deseando volver otra vez a la isla para peatones, con el poste recién pintado.

Por encima del ruido vio las gaviotas que subían en el aire sobre la playa, y oyó los

gritos ásperos en el momento en que la torcida espada blanca atravesaba el cielo.

Cuando la espada descendía velozmente en la playa, los viejos de los garfios metálicos

cruzaron la carretera hacia el escondite de las dunas.

El camión pasó junto a Conrad, lanzándole a la cara una nube de polvo gris. Luego

apareció un pesado coche deportivo que alcanzó al camión, mientras los otros coches

aceleraban detrás. Las gaviotas comenzaron a descender, chillando, sobre la playa, y

Conrad

se lanzó entre las nubes de polvo hacia el centro de la carretera, y corrió al encuentro

de los coches.

J.G. Ballard


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