domingo, 19 de febrero de 2012

Cuento 39



























El Centinela




La próxima vez que veáis la Luna llena allá en lo alto, por el Sur, mirad

cuidadosamente al borde derecho, y dejad que vuestra mirada se deslice a lo

largo y hacia arriba de la curva del disco. Alrededor de las 2 del reloj, notaréis un

óvalo pequeño y oscuro; cualquiera que tenga una vista normal puede encontrarlo

fácilmente. Es la gran llanura circundada de murallas, una de las más hermosas

de la Luna, llamada Mare Crisium, Mar de las Crisis. De unos quinientos

kilómetros de diámetro, y casi completamente rodeada de un anillo de espléndidas

montañas, no había sido nunca explorada hasta que entramos en ella a finales del

verano de 1966.

Nuestra expedición era importante. Teníamos dos cargueros pesados que habían

llevado volando nuestros suministros y equipo desde la principal base lunar de

Mare Serenitatis, a ochocientos kilómetros de distancia. Había también tres

pequeños cohetes destinados al transporte a corta distancia por regiones que no

podían ser cruzadas por nuestros vehículos de superficie. Afortunadamente la

mayor parte del Mare Crisium es muy llana. No hay ninguna de las grandes grietas

tan corrientes y tan peligrosas en otras partes, y muy pocos cráteres o montañas

de tamaño apreciable. Por lo que podíamos juzgar, nuestros poderosos tractores

oruga no tendrían dificultad en llevarnos a donde quisiésemos.

Yo era geólogo - o selenólogo, si queremos ser pedantes - al mando de un grupo

que exploraba la región meridional del Mare. En una semana habíamos cruzado

cien de sus millas, bordeando las faldas de las montañas de lo que había antes

sido el antiguo mar, hace unos mil millones de años. Cuando la vida comenzaba

sobre la Tierra, estaba ya muriendo aquí. Las aguas se iban retirando a lo largo de

aquellos fantásticos acantilados, retirándose hacia el vacío corazón de la Luna

Sobre la tierra que estábamos cruzando, el océano sin mareas había tenido en

otros tiempos casi un kilómetro de profundidad, pero ahora el único vestigio de

humedad era la escarcha que a veces se podía encontrar en cuevas donde la

ardiente luz del sol no penetraba nunca.

Habíamos comenzado' nuestro viaje temprano en la lenta aurora lunar, y nos

quedaba aún una semana de tiempo terrestre antes del anochecer. Dejábamos

nuestro vehículo media docena de veces al día, y salíamos al exterior en los trajes

espaciales para buscar minerales interesantes, o colocar indicaciones para gula

de futuros viajeros. Era una rutina sin incidentes. No hay nada peligroso, ni

siquiera especialmente emocionante en la exploración lunar Podíamos vivir

cómodamente durante un mes en nuestros tractores a presión, y si nos

encontrábamos con dificultades siempre podíamos pedir auxilio por radio y

esperar a que una de nuestras naves espaciales viniese a buscarnos. Cuando eso

ocurría se armaba siempre un gran jaleo sobre el malgasto de combustible para el

cohete, de modo que un tractor solamente enviaba un SOS en caso de verdadera

necesidad.

Acabo de decir que no había nada estimulante en la exploración lunar, pero,

naturalmente, eso no es cierto. Uno no podía nunca cansarse de aquellas

increíbles montañas, mucho más abruptas que las suaves colinas de la Tierra.

Cuando doblábamos los cabos y promontorios de aquel desaparecido mar, no

sabíamos nunca qué esplendores nos iban a ser revelados. Toda la curva sur del

Mare Crisium es un vasto delta donde veinte ríos iban antes al encuentro del

océano, alimentados quizá por las torrenciales lluvias que debieron haber batido

las montañas en la breve época volcánica cuando la Luna era joven. Cada uno de

aquellos valles era una invitación, retándonos a trepar a las desconocidas tierras

altas de más allá. Pero aún nos quedaban más de cien kilómetros por recorrer, y

no podíamos hacer otra cosa sino contemplar con nostalgia las alturas que otros

deberían escalar.

A bordo del tractor seguíamos la hora terrestre, y exactamente a las 22,00

enviábamos el mensaje final por radio, y cerrábamos para el resto del día. Fuera,

las rocas ardían todavía bajo el sol casi vertical, pero para nosotros era de noche

hasta que nos despertábamos ocho horas más tarde. Entonces uno de nosotros

preparaba el desayuno, se oía mucho zumbar de máquinas de afeitar eléctricas, y

alguien siempre ponía en marcha la radio de onda corta de la Tierra. En realidad,

cuando el olor del tocino frito comenzaba a llenar la cabina, era a veces difícil no

creer que estábamos de regreso en nuestro propio mundo, todo era tan normal y

casero, excepto por la sensación de poco peso y por la extraña lentitud con que

caían los objetos.

Me tocaba a mí preparar el desayuno en el rincón de la cabina principal que servía

de cocina. Después de tantos años, recuerdo aún vívidamente aquel instante,

pues la radio acababa de tocar una de mis melodías favoritas, el viejo aire galés,

«David de la Roca Blanca». Nuestro conductor estaba ya fuera en su traje

espacial, inspeccionando nuestras bandas oruga. Mi ayudante, Louis Garnett,

estaba de pie delante, haciendo algunas anotaciones en el diario de a bordo del

día anterior.

Mientras estaba de pie junto a la sartén, esperando, como cualquier ama de casa

terrestre, que las salchichas se dorasen, dejé que mi mirada se pasease

distraídamente por las paredes de la montaña que cubría todo el horizonte

meridional, extendíéndose hasta perderse de vista hacia el Este y el Oeste, por

debajo de la curva de la Luna. Parecían estar a unos dos kilómetros del tractor,

pero sabía que la más cercana estaba a treinta kilómetros de distancia. En la

Luna, como es natural, no hay pérdida de detalle con la distancia, nada de aquella

neblina casi imperceptible que suaviza las cosas distantes de la Tierra.

Aquellas montañas tenían tres mil metros de altura, y se erguían abruptamente

desde la llanura, como si en edades pasadas alguna erupción subterránea las

hubiese empujado hasta el cielo a través de la fundida corteza. La base de incluso

la más cercana, estaba oculta de la vista por la pronunciada curvatura de la

superficie del llano, pues la Luna es un mundo muy pequeño, y el horizonte estaba

a solamente tres kilómetros del punto en donde me hallaba.

Alcé los ojos hacia los picos que ningún hombre había escalado aún, picos que,

antes de llegar la vida a la Tierra, habían contemplado cómo los océanos en

retirada se hundían sombríamente en sus tumbas, llevándose con ellos la

esperanza y la temprana promesa de un mundo. La luz del sol batía aquellos

baluartes con un resplandor que hería los ojos, y sin embargo, muy poco por

encima de ellos las estrellas brillaban fijamente en un cielo más negro que el de

una noche de invierno en la Tierra.

Apartaba yo la mirada cuando capté un brillo metálico en lo alto de una arista de

un gran promontorio que se proyectaba hacia el mar, a unos cincuenta kilómetros

hacia el Oeste. Era un punto de luz sin dimensiones, como si una estrella hubiese

sido arrancada al cielo por uno de aquellos crueles picos, y me imaginé que

alguna superficie lisa de roca recogía el resplandor del sol y lo reflejaba

directamente hacia mis ojos Tales cosas no son raras. Cuando la Luna está en el

segundo cuadrante, los observadores en la Tierra pueden ver a veces cómo las

grandes cordilleras del Oceanus Procellarum arden con una iridiscencia azulblanca,

al incidir sobre ellas la luz del sol y saltar de un mundo a otro. Pero tuve la

curiosidad de saber qué clase de roca era la que tanto brillaba, y subí a la torrecilla

de observación e hice girar hacia el Este nuestro telescopio de Díez centímetros.

Pude ver lo suficiente para ser tentado. Claros y bien definidos en el campo visual,

los picos de las montañas parecían estar a solamente un kilómetro, pero lo que

fuera que captaba la luz del sol era aún demasiado pequeño para ser resuelto. Y

sin embargo, parecía tener una elusiva simetría, y la cumbre sobre la que se

elevaba era extrañamente plana. Contemplé largo rato aquel resplandeciente

enigma, forzando mis ojos hacia el espacio, hasta que un olor de quemado

procedente de la cocina me indicó que las salchichas de nuestro desayuno habían

hecho en vano su viaje de más de un millón de kilómetros.

Toda aquella mañana discutimos durante nuestra marcha a través del Mare

Crisium, mientras las montañas occidentales se iban elevando hacia el cielo.

Incluso cuando estábamos buscando minerales en nuestros trajes espaciales,

continuamos la discusión por la radio. Mis compañeros mantenían que era

absolutamente cierto que no había habido nunca ninguna forma de vida inteligente

en la Luna. Los únicos seres vivientes que habían jamás existido allí, eran unas

cuantas plantas primitivas y sus antepasados algo menos degenerados. Lo sabía

tan bien como cualquier otro, pero hay ocasiones en que un científico no debe

temer hacer el ridículo.

- Escuchadme - dije al fin -, voy a subir allá aunque solamente sea para

tranquilidad de conciencia. Aquella montaña tiene menos de cuatro mil metros de

altura - es decir, solamente setecientos para la gravedad de la Tierra - y puedo

hacer el recorrido en veinte horas a lo sumo. En todo caso, siempre he tenido

ganas de subir a aquellas cumbres, y esto me proporciona una excelente excusa.

- Si no te rompes la cabeza - dijo Garnett -, serás el hazmerreír de la expedición

cuando volvamos a la Base. Desde ahora en adelante aquella montaña

probablemente se llamará «La Locura de Wilson».

- No me romperé la cabeza - dije firmemente -. ¿Quién fue el primero en ascender

a Pico y a Helicon?

- ¿Pero no eras bastante más joven en aquellos tiempos? - preguntó suavemente

Louis.

- Eso. - dije con gran dignidad - es otra razón más para ir.

Aquella noche nos acostamos temprano, después de conducir el tractor hasta un

kilómetro del promontorio: Garnett iba a venir conmigo a la mañana siguiente; era

un buen alpinista, y me había acompañado con frecuencia en tales hazañas.

Nuestro conductor estaba más que satisfecho con quedarse a cargo de la

máquina.

A primera vista, aquellos acantilados parecían completamente inaccesibles, pero

para cualquiera que tenga la cabeza firme, es fácil trepar en un mundo en donde

todos los pesos son solamente el sexto de su valor normal. El verdadero peligro

del alpinismo lunar estriba en un exceso de confianza; una caída de cien metros

en la Luna puede, matar con tanta seguridad como una veinte en la Tierra.

Hicimos nuestra primera parada sobre una repisa a unos mil metros sobre el llano.

La ascensión no había sido muy difícil, pero mis miembros estaban algo rígidos

por el desacostumbrado esfuerzo, y me alegré del descanso. Podíamos todavía

ver al tractor como si fuese un pequeño insecto metálico allá a lo lejos, al pie del

acantilado, e informamos al conductor sobre la marcha de nuestra ascensión

antes de partir de nuevo.

De hora en hora nuestro horizonte se fue ensanchando, y una porción cada vez

mayor de la llanura se fue haciendo visible. Podíamos ahora ver hasta ochenta

kilómetros a través del Mare, incluso los picos de las montañas de la costa

opuesta, a más de ciento sesenta kilómetros. Pocas llanuras lunares son tan

planas como el Mare Crísium, y hasta podíamos imaginarnos que había un mar de

agua y no de roca a tres kilómetros por debajo de nosotros. Solamente un grupo

de agujeros de cráteres hacia el final del horizonte estropeaba la ilusión.

Nuestro objetivo seguía invisible sobre la arista de la montaña, y nos orientábamos

por medio de mapas empleando la Tierra como guía. Casi exactamente al Este de

nosotros, aquel gran creciente de plata pendía bajo sobre la llanura, ya muy en su

primer cuadrante. El sol y las estrellas seguirían su lenta marcha a través del cielo

y acabarían por desaparecer de la vista, pero la Tierra siempre estaría allí, sin

moverse nunca de su lugar fijo, creciendo y menguando a medida que iban

pasando los años y las estaciones. Dentro de diez días seria un disco cegador que

bañaría aquellas rocas con su resplandor de medianoche, cincuenta veces mas

brillante que la luna llena. Pero teníamos que salir de las montañas mucho antes

de la noche, o nos quedaríamos en ellas para Siempre.

En el interior de nuestros trajes estábamos confortablemente frescos, pues las

unidades de refrigeración combatían al feroz sol y extraían el calor corporal de

nuestros esfuerzos. Rara vez nos hablábamos, salvo para comunicarnos

instrucciones de escalada, y para discutir nuestro mejor plan de ascensión. No sé

lo que pensaba Garnett, probablemente que aquella era la aventura más

descabellada en que se había metido en su vida. Yo casi estaba de acuerdo con

él, pero el gozo de la ascensión, el saber que ningún hombre había pasado antes

por allí y le sensación vivificadora ante el paisaje que se ensanchaba, me

proporcionaba toda la recompensa que necesitaba.

No creo haberme sentido especialmente agitado cuando vi frente a nosotros la

pared de roca que había antes inspeccionado a través del telescopio desde una

distancia de cincuenta kilómetros. Se hacía llana a unos veinte metros sobre

nuestras cabezas, y allí, sobre la meseta, estaba lo que me había atraído a través

de todos aquellos desolados yermos. Casi con seguridad no seria sino una roca

astillada hacía siglos por un meteoro en su caída, con sus planos de escisión

nuevos y brillantes en aquel incorruptible e inalterable silencio.

No había en la roca dónde asirse con las manos, y tuvimos que emplear un pitón.

Mis cansados brazos parecieron recobrar nuevas fuerzas cuando hice girar sobre

mi cabeza el ancla metálica de tres dientes y la lancé en dirección a las estrellas.

La primera vez no agarró, y volvió cayendo lentamente cuando tiramos de la

cuerda. Al tercer intento los tres dientes se fijaron fuertemente, y no pudimos

arrancarlos aunando nuestros esfuerzos.

Garnett me miró ansiosamente. Comprendí que quería ir primero, pero le sonreí

desde detrás del vidrio de mi casco, y denegué con la cabeza. Lentamente, sin

apresurarme, comencé la ascensión final.

Incluso contando mi traje espacial, aquí solamente pesaba unos veinte kilos, de

modo que me icé con las manos, sin preocuparme de utilizar los pies. Al llegar al

borde me detuve y saludé a mi compañero, luego acabé de subir y me alcé,

mirando enfrente de mí.

Debéis comprender que hasta aquel momento había estado casi convencido de

que no podía encontrar allí nada extraño ni desacostumbrado. Casi, pero no del

todo; había sido precisamente aquella duda llena de misterio la que me había

impulsado hacia adelante. Pues bien, no era ya una duda, pero el misterio apenas

había comenzado.


Me encontraba ahora sobre una meseta que tendría quizá unos treinta metros de

ancho. Había sido lisa en un tiempo - demasiado lisa para ser natural - pero los

meteoros en su caída habían marcado y perforado su superficie en el transcurso

de incontables inmensidades de tiempo. Había sido aplanada para soportar una

estructura aproximadamente piramidal, de una altura doble de la de un hombre,

engastada en la roca.

Probablemente ninguna emoción llenó mi mente durante aquellos primeros

segundos. Luego sentí una inmensa euforia, y una alegría extraña e inexplicable.

Pues yo amaba a la Luna, y ahora sabía que el musgo rastrero de Aristarco y

Eratóstenes no era la única vida que había soportado en su juventud. El viejo y

desacreditado sueño de los primeros exploradores era cierto. Al fin y al cabo,

había habido una civilización lunar, y yo era el primero en encontrarla. El hecho de

que había llegado quizá cien millones de años demasiado tarde, no me

perturbaba; era suficiente haber llegado.

Mi mente comenzaba a funcionar normalmente, a analizar y a formular preguntas.

¿Era eso un edificio, un santuario o algo para lo cual mi lenguaje carecía de

palabra? Si un edificio, ¿entonces por qué había sido erigido en lugar tan

inaccesible? Me preguntaba si podría haber sido un templo, y me imaginaba a los

adeptos de algún extraño sacerdocio clamando a sus dioses que les salvasen,

mientras la vida de la Luna refluía con los agonizantes océanos: ¡clamando en

vano!

Adelanté una docena de pasos para examinar más de cerca aquello, pero un

cierto instinto de precaución me impidió acercarme demasiado. Sabia algo de

arqueología, e intenté adivinar el nivel cultural de la civilización que había alisado

aquella montaña, y levantado aquellas brillantes superficies especulares que

deslumbraban aún mis ojos.

Los egipcios pudieron haberlo hecho, pensé, si sus trabajadores hubiesen poseído

los extraños materiales que esos arquitectos, mucho más antiguos, habían

empleado. Debido al pequeño tamaño de aquel objeto no se me ocurrió pensar

que quizá estaba contemplando la obra de una raza mas adelantada que la mía.

La idea de que la Luna había poseído alguna inteligencia era aun demasiado

inusitada para ser asimilada, y mi orgullo no me permitía dar el último y humillante

salto.

Y entonces observé algo que me produjo un escalofrío por el cuero cabelludo y la

espina dorsal, algo tan trivial e inocente que muchos ni siquiera lo hubiesen

notado. Ya he dicho que la meseta presentaba cicatrices de meteoros: estaba

también cubierta por algunos centímetros del polvo cósmico que está siempre

filtrándose sobre la superficie de todos los mundos donde no hay vientos que lo

perturben. Y sin embargo, el polvo y las marcas de los meteoros terminaban

abruptamente en un círculo que incluía a la pequeña pirámide, como si una

barrera invisible la protegiese de los estragos del tiempo y del lento pero incesante

bombardeo del espacio.


Algo gritaba en mis auriculares, y me di cuenta de que Garnett me había estado

llamando desde hacia algún tiempo. Me dirigí vacilante hasta el borde del

acantilado, y le señalé para que viniese a unirse conmigo pues no osaba hablar.

Luego volví al círculo señalado sobre el polvo. Cogí un fragmento de roca y lo

arrojé suavemente hacia el brillante enigma. No me hubiese sorprendido Si el

guijarro hubiese desaparecido en aquella barrera invisible, pero parecía tocar una

superficie lisa, hemisférica, y resbalar suavemente hasta el suelo.

Supe entonces que estaba contemplando algo que no tenía equivalente en la

antigüedad de mi propia raza. Aquello no era un edificio, sino una máquina, que se

protegía con fuerzas que habían desafiado a la eternidad. Aquellas fuerzas,

cualesquiera que fuesen, operaban aún, y quizá me había acercado ya

demasiado. Pensé en todas las radiaciones que el hombre había capturado y

dominado durante el pasado siglo. Podía muy bien ser que estuviese ya tan

irrevocablemente condenado como si hubiese entrado en el aura silenciosa y

mortífera de una pila atómica sin protección.

Recuerdo que entonces me volví hacia Garrett, quien se me había reunido y

estaba de pie e inmóvil a mi lado. Parecía haberse olvidado de mi, de modo que

no le perturbé, sino que me dirigí hacia el borde del acantilado, esforzándome por

ordenar mis pensamientos. Allá abajo estaba el Mare Crisium, extraño y misterioso

para la mayoría de los hombres, pero tranquilizadoramente familiar para mí.

Levanté los ojos hacia la media Tierra, yacente en su cuna de estrellas, y me

pregunté qué habrían cubierto sus nubes cuando esos desconocidos

constructores habían terminado su trabajo. ¿Era la jungla llena de vapores del

Carbonífero, la desolada costa sobre la cual debían trepar los primeros anfibios

para conquistar la Tierra, o, antes aún, la larga soledad precursora de la llegada

de la vida?

No me preguntéis por qué no adiviné antes la verdad, la verdad que ahora parece

tan obvia. En la primera exaltación de mi descubrimiento había asumido sin

titubear que aquella aparición cristalina había sido construida por alguna raza

perteneciente al remoto pasado de la Luna, pero de repente y con avasalladora

fuerza, se hizo en mí la certeza de que era tan extranjera a la Luna como yo

mismo.

En veinte años no habíamos encontrado otros vestigios de vida sino unas cuantas

plantas degeneradas. Ninguna civilización lunar, cualquiera que hubiese sido su

fin, podía haber dejado no más que un solo testimonio de su existencia.

Miré nuevamente a la brillante pirámide, y me pareció aún más remota que todo lo

que se relacionaba con la Luna. Y de repente sentí que me estremecía con una

risa alocada e histérica, ocasionada por la exaltación y el exceso de fatiga; pues

me había imaginado que la pequeña pirámide me hablaba diciéndome: «Lo siento,

pero yo tampoco soy de aquí. »


Hemos tardado veinte años en quebrantar aquella invisible coraza y en llegar a la

máquina del interior de aquellas paredes de cristal. Lo que no podíamos

comprender, lo rompimos al fin con la salvaje fuerza de la energía atómica, y

ahora he visto los fragmentos de aquella hermosa y resplandeciente cosa que

encontré en la montaña.

Carecen de sentido. Los mecanismos - si es que en realidad son mecanismos - de

la pirámide, pertenecen a una tecnología que se encuentra mucho más allá de

nuestro horizonte, quizá a la tecnología de las fuerzas parafísicas.

El misterio nos obsesiona tanto más ahora que los otros planetas han sido

alcanzados, y que sabemos que solamente la Tierra ha sido el hogar de la vida

inteligente. Ni tampoco ninguna civilización perdida de nuestro propio mundo pudo

nunca haber construido aquella máquina, pues el espesor del polvo meteórico

sobre la meseta nos ha permitido calcular su edad. Estaba ya allí, sobre su

montaña, antes de que la vida hubiese emergido de los mares de la Tierra.

Cuando nuestro mundo tenía la mitad de su presente edad, algo procedente de las

estrellas pasó a través del Sistema Solar, dejó aquella señal de su paso, y

prosiguió su camino. Hasta que la destruimos, aquella máquina seguía cumpliendo

la misión de sus constructores; y en cuanto a esa misión, he aquí lo que yo

presumo:

Hay cerca de cien mil millones de estrellas en el circulo de la Vía Láctea, y hace

mucho tiempo que otras razas en los mundos de otros soles deben haber

alcanzado y superado las alturas que nosotros hemos alcanzado. Pensad en tales

civilizaciones, lejanas en el tiempo, en el resplandor mortecino que siguió a la

Creación, dueñas de un Universo tan joven que la vida había llegado solamente a

un puñado de mundos. De ellas hubiese sido una soledad que no podemos

imaginarnos, la soledad de dioses que buscan a través del infinito, y que no

encuentran a nadie con quien compartir sus pensamientos.

Debieron de haber estado buscando por los racimes de estrellas del modo que

nosotros rebuscamos por entre los planetas. Debía de haber mundos por todas

partes, pero debían de estar vacíos, o poblados de cosas rastreras y sin mente.

Tal era nuestra propia Tierra, con el humo de sus grandes volcanes que

manchaba aún su cielo, cuando aquella primera nave de los pueblos de la aurora

llegó desde los abismos de más allá de Plutón. Pasó los helados mundos

externos, sabiendo que la vida no podría desempeñar parte alguna en sus

destinos. Se detuvo entre los planetas interiores, calentándose al calor del Sol y

esperando que comenzasen sus historias.

Aquellos vagabundos debieron de haber contemplado la Tierra, que giraba en la

estrecha zona entre el hielo y el fuego, y debieron de adivinar que era el favorito

entre los hijos del Sol. Aquí habría inteligencia; pero tenían incontables estrellas

delante de sí, y quizá nunca más volviesen por aquí.


Y así fue que dejaron un centinela, uno de los millones que han dispersado por

todo el universo, para que vigilen los mundos con promesa de vida. Era un faro

que a través de las edades ha venido señalando pacientemente el hecho de que

nadie lo había descubierto.

Quizá comprenderéis por qué colocada aquella pirámide de cristal sobre la Luna

en lugar de sobre la Tierra. A sus constructores no los interesaban las razas que

estaban aún luchando por salir del salvajismo. Solamente les interesaría nuestra

civilización si demostramos nuestra aptitud para sobrevivir al espacio y

escapándonos así de nuestra cuna, la Tierra. Ese es el reto con que todas las

razas inteligentes tienen que enfrentarse, mas tarde o más temprano. Es un reto

doble, pues depende a su vez de la conquista de la energía atómica y de la ultima

elección entre la vida y la muerte.

Una vez hubiésemos superado aquella crisis sería solamente cuestión de tiempo

el que encontrásemos la pirámide y la abriésemos. Ahora habrán cesado sus

señales y aquellos cuyo deber sea éste estarán dirigiendo sus mentes hacia la

Tierra. Quizá deseen ayudar a nuestra joven civilización. Pero deben de ser muy,

muy viejos, y los viejos tienen con frecuencia una envidia loca de los jóvenes.

No puedo nunca mirar la Vía Láctea sin preguntarme de cuál de aquellas

compactas nubes de estrellas vendrán los emisarios. Si me perdonáis un símil tan

prosaico, diré que hemos roto el cristal de la alarma de bomberos, y no nos queda

más que hacer sino esperar.

Y no creo que tengamos que esperar mucho.
 
 
Arthur C. Clarke
 
 

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