domingo, 11 de marzo de 2012

Cuento 42



























Tía Babette

Tía Babette hizo otra profunda inspiración. El sol de la mañana

guiñó, como un nieto díscolo, a través de las cortinas de tul

inundadas de blancos reflejos, cogió el rayo más largo, rodeó, como

con una pluma de oro, el blanco gorro de dormir y la frente muelle

de la anciana, luego se estremeció y vibró sin cesar alrededor de

los ojos, de los labios y de la nariz hasta que la tía hizo esa

profunda inspiración y volvió tímidamente sus ojos enrojecidos y

asombrados hacia la ventana: ¡Ah! Hizo un bostezo de bienestar y

se estiró. A pesar del gesto perezoso, había en el sonido de ese

bostezo algo de resuelto y concluyente: se hubiera dicho el rasgo

que se trazara al pie de un trabajo acabado y logrado. ¡Ah. . . !

Volvió a cerrar los ojos y permaneció tendida con la expresión de

alguien que acaba de tragar una cucharada de café azucarado o de

decir una maldad que ha tocado. La pieza era clara y tranquila. El

sol precipitaba allí más y más rayos, los clavaba como dardos

vibrantes en las claras maderas del piso, en los resplandecientes

veladores imperio, y algún trasgo se los devolvía, desde el fondo del

espejo, en plena cara.

Como una lejana música de batalla, una orquesta de moscardones

bordoneaba en las ventanas, acompañando el claro vaivén de ese

gayo lanzador de dardos; el ligero susurro penetraba en el

semisueño de la buena tía, y las frescas ondas de un reflejo de

primavera borraban poco a poco las arrugas con rasgos sonrientes.

Parecía verdaderamente joven en el momento en que se erguía

asaz enérgicamente en sus almohadas, y miraba a su alrededor en

la habitación. Todas las cosas tenían no se sabía qué de brillante,

de nuevo, y se regocijaba con ello. Un delicado perfume de jacintos

se elevaba de las flores, que guarnecían la ventana y se mezclaba

a un relente de lavanda que subía de sus almohadas. La vieja

señorita echó una mirada rápida a la imagen de la virgen cuyas

sombras tenían en pleno día reflejos verdes. Sus manos magras y

duras describieron una rápida señal de la cruz e, inmediatamente

después, regañó al canario dormido cuya jaula estaba suspendida

sobre la ventana y que a pesar de la hermosa mañana no se

decidía a cantar. Regresando de la ventana, sus miradas quedaron

pegadas al canapé. Allí había, alineados cuidadosamente, un

sombrero negro, con un ancho velo de crespón que caía a lo largo

del respaldo como un torrente nocturno, un par de guantes negros,

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cada uno de su lado, como separados por alguna irremediable

enemistad, un antiguo libro de plegarias más negro aún, y, más

lejos, dos pañuelos muy blancos brillaban en medio de todo ese

duelo como una pareja de caballos blancos enganchados a la

carroza fúnebre de una muchacha.

La tía contempló esos objetos con una mirada sorprendida, y todas

las arrugas reaparecieron, como sombrías orugas, en su viejo

rostro. Calculó: lunes 12, martes 13, miércoles 14, jueves 15,

viernes 16. Y con un meneo de cabeza laso y resignado comprobó:

hoy justamente, 16 de abril, viernes, es el séptimo aniversario de mi

difunto hermano, el inspector de finanzas Johann August

Erdmanner. Él tenía tres años más que ella y al morir en el rigor de

los cincuenta, munido de los santos sacramentos, había dejado una

viuda inconsolable y dos hijos menores. Había muerto por la tarde,

a las cuatro, en el preciso instante en que todos habían salido para

ir a tomar una taza de café. Y la habitación iluminada por un rayo

de sol se desvaneció en los ojos de la vieja señorita. Recordó al

excelente Johann, magro y reseco, y la joven viuda que había vivido

apenas cinco años a su lado, y el doctor de cara purpúrea. (Y

Herminia, la viuda, que osaba pretender que ese no bebía!) ¡Y la

religiosa, que también entendía de tirar las cartas, en cruz ! ¡Sí,

ciertamente, las cartas le enseñaban todo a esa! ¡Y todo había sido

tan hermoso al día siguiente! Aquellas columnas enteras en los

diarios, y las visitas: todos esos rostros graves y bañados de

lágrimas, la mezquina corona del avaro del propietario y todas las

demás bellas; coronas. ¡Sí, había tenido un magnífico entierro el

señor inspector de finanzas Johann August Erdmanner! Y se

conmemoraba dignamente cada año el aniversario de su muerte. A

las diez, toda la familia, con gran duelo, se reunía en la iglesia de la

Asunción, con guantes negros, mejillas pálidas y ojos enrojecidos. Y

durante todo el día, todos hablaban en voz baja y ronca, como

ahogada, y se hacían solemnes signos de cabeza. Cuando

penetraban en la cavernosa iglesia, agradecían a las viejas que

tenían las hojas de la puerta, con una voz alterada por la emoción, y

sumergían tan largamente sus guantes negros en el agua bendita

que cada señal de la cruz dejaba al punto marcas negras sobre sus

rostros sobresaltados y resignados. Los pañuelos blancos bajo los

dedos doblados tenían el aire de asechar el momento de ser

llevados a los ojos desbordantes de lágrimas. Tenían frecuente

ocasión para ello. En el fresco rostro del propio sacerdote se

dibujaban algunas arrugas dolorosas alrededor de los labios hartos,

y se hubiera dicho que recogía con lengua recalcitrante las últimas

gotas de un brebaje agrio. Cuando, un poco más tarde, descendía

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las gradas del altar obscuro y su silueta se recogía abajo, como un

pudding frustrado, y, acompañado por la voz del rojo oficiante,

exclamaba con una voz hueca: "¡Oremos, hermanos míos!", de toda

la compañía sólo quedaba una confusa madeja de crespón y paño

negro. La emoción había pasado como un tren sobre los

sobrevivientes en duelo; estaban dispersos, entre los bancos

lustrosos, como mutilados entre los rieles.

Todo eso habíase repetido seis años seguidos, y la vieja tía, sobre

su almohada perfumada de lavanda, sabía que el hecho se

reproduciría por séptima vez, exactamente igual.

Echó sobre el cuadrante de nácar del pequeño reloj imperio de

péndola una mirada tan desesperada como si las agujas hubieran

marcado su propia hora final. Quiso levantarse; pero tras un gesto

brusco sus manos se deslizaron sin fuerza a lo largo del blanco

edredón, como bajo el peso de un formidable iceberg. Sintió de

nuevo en los riñones y en la espalda los dolores violentos que se

manifestaran pocas semanas antes. Un estremecimiento recorrió su

espalda; su cabeza estaba pesada y floja.

Palideció y gimió. Si, justamente así era como había muerto su

padre; en una hermosa mañana, después de una mala noche. Y la

anciana recordó de pronto que ella tampoco había pegado los ojos

durante la noche última. No, no había pegado los ojos, estaba bien

segura de ello. Un sudor helado brotó por todos sus poros. Y

recordó que la buena hermana que tiraba tan bien las cartas había

tenido que enjugar tantas veces, al acercarse la agonía, la frente de

su pobre padre difunto. ¿Habíale llegado verdaderamente su turno?

Con un gesto convulsivo, juntó las manos sobre el cobertor blanco.

El canario reanudaba sus trinos incesantes. Los jacintos parecían

ya lasos, y el día claro y puro, se estiraba, ancho y frío, sobre el

piso de madera.

Tía Babette sentíase soñolienta. Se preguntó de pronto: ¿cómo

había muerto su padre? El esfuerzo que hacía para recordarlo

arrugó su frente. Respiró: justamente así, lo habían traído. Había

caído en síncope en la calle. Y ella pensó: no obstante es una

gracia... así... en su lecho... Y no se movió más.
 
 
Rainer María Rilke

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