sábado, 31 de marzo de 2012

Cita de la semana
























Los portadores de sueños


" En todas las profecías

está escrita la destrucción del mundo.



Todas las profecías cuentan

que el hombre creará su propia destrucción.



Pero los siglos y la vida

que siempre se renueva

engendraron también una generación

de amadores y soñadores,

hombres y mujeres que no soñaron

con la destrucción del mundo,

sino con la construcción del mundo

de las mariposas y los ruiseñores.



Desde pequeños venían marcados por el amor.

Detrás de su apariencia cotidiana

Guardaban la ternura y el sol de medianoche.

Las madres los encontraban llorando

por un pájaro muerto

y más tarde también los encontraron a muchos

muertos como pájaros.

Estos seres cohabitaron con mujeres traslúcidas

y las dejaron preñadas de miel y de hijos verdecidos

por un invierno de caricias.

Así fue como proliferaron en el mundo los portadores sueños,

atacados ferozmente por los portadores de profecías

habladoras

de catástrofes.

los llamaron ilusos, románticos, pensadores de

utopías

dijeron que sus palabras eran viejas

y, en efecto, lo eran porque la memoria del paraíso

es antigua

el corazón del hombre.

Los acumuladores de riquezas les temían

lanzaban sus ejércitos contra ellos,

pero los portadores de sueños todas las noches

hacían el amor

y seguía brotando su semilla del vientre de ellas

que no sólo portaban sueños sino que los

multiplicaban

y los hacían correr y hablar.

De esta forma el mundo engendró de nuevo su vida

como también habia engendrado

a los que inventaron la manera

de apagar el sol.

Los portadores de sueños sobrevivieron a los

climas gélidos

pero en los climas cálidos casi parecían brotar por

generación espontánea.

Quizá las palmeras, los cielos azules, las lluvias

torrenciales

Tuvieron algo que ver con esto,

La verdad es que como laboriosas hormiguitas

estos especímenes no dejaban de soñar y de construir

hermosos mundos,

mundos de hermanos, de hombres y mujeres que se

llamaban compañeros,

que se enseñaban unos a otros a leer, se consolaban

en las muertes,

se curaban y cuidaban entre ellos, se querían, se

ayudaban en el

arte de querer y en la defensa de la felicidad.



Eran felices en su mundo de azúcar y de viento

de todas partes venían a impregnarse de su aliento

de sus claras miradas

hacia todas partes salían los que habían conocido

portando sueños

soñando con profecías nuevas

que hablaban de tiempos de mariposas y ruiseñores

y de que el mundo no tendría que terminar en la

hecatombe.

Por el contrario, los científicos diseñarían

puentes, jardines, juguetes sorprendentes

para hacer más gozosa la felicidad del hombre.



Son peligrosos - imprimían las grandes

rotativas

Son peligrosos - decían los presidentes

en sus discursos

Son peligrosos - murmuraban los artífices de la guerra.



Hay que destruirlos - imprimían las grandes

rotativas

Hay que destruirlos - decían los presidentes en sus

discursos

Hay que destruirlos - murmuraban los artífices de la guerra.



Los portadores de sueños conocían su poder

por eso no se extrañaban

también sabían que la vida los había engendrado

para protegerse de la muerte que anuncian las

profecías

y por eso defendían su vida aun con la muerte.

Por eso cultivaban jardines de sueños

y los exportaban con grandes lazos de colores.

Los profetas de la oscuridad se pasaban noches

y días enteros

vigilando los pasajes y los caminos

buscando estos peligrosos cargamentos

que nunca lograban atrapar

porque el que no tiene ojos para soñar

no ve los sueños ni de día, ni de noche.

Y en el mundo se ha desatado un gran tráfico de

sueños

que no pueden detener los traficantes de la muerte;

por doquier hay paquetes con grandes lazos

que sólo esta nueva raza de hombres puede ver

la semilla de estos sueños no se puede detectar

porque va envuelta en rojos corazones

en amplios vestidos de maternidad

donde piesecitos soñadores alborotan los vientres

que los albergan.



Dicen que la tierra después de parirlos

desencadenó un cielo de arcoiris

y sopló de fecundidad las raíces de los árboles.

Nosotros sólo sabemos que los hemos visto

sabemos que la vida los engendró

para protegerse de la muerte que anuncian las

profecías. "



Gioconda Belli








domingo, 25 de marzo de 2012

Cuento 44






















HAY TIGRES




Charles necesitaba angustiosamente ir al lavabo. Ya era inútil engañarse diciendo que podía

esperar al recreo. Su vejiga protestaba desesperadamente, y Miss Bird le había descubierto

retorciéndose.

Había tres profesoras en el tercer grado de la Escuela Elemental de Acorn Street. Miss

Kinney era joven y rubia y llenó de vivacidad. Mrs. Trask tenia la hechura de un almohadón

moruno, se peinaba con trenzas y se reía ruidosamente. Y luego, estaba Miss Bird.

Charles había sabido que terminaría con Miss Bird. Lo había sabido. Había sido inevitable.

Porque era obvio que Miss Bird quería destruirle. No permitía que los niños fueran al sótano. El

sótano, explicó Miss Bird, era donde se guardaban las calderas de la calefacción, y las señoras y

los caballeros bien educados jamás irían allí, porque los sótanos eran lugares feos, viejos y llenos

de hollín. Las jóvenes y los caballeros, repitió, no bajan al sótano. Van al cuarto de bario, dijo.

Charles volvió a retorcerse. Miss Bird le miró.

-Charles -dijo claramente, señalando Bolivia con el puntero-, ¿no necesitas ir al baño?

Cathy Scott, que tenía el pupitre delante de él, se rió pero cubriéndose prudentemente la boca

con la mano.

Kenny Griffen hizo una mueca y dio una patada a Charles por debajo del pupitre. Charles se

ruborizó.

-Di algo, Charles -insistió Miss Bird, vivamente-. Necesitas... (dirá orinar, siempre dice

orinar)

-Si, Miss Bird.

-¿Sí qué?

-Que tengo que ir al só..., al baño.

Miss Bird sonrió.

-Muy bien, Charles. Puedes ir al baño a orinar. ¿Es eso lo que necesitas hacer? ¿Orinar?

Charles bajó la cabeza abrumado.

-Muy bien, Charles. Puedes ir. Y la próxima vez, por favor, no esperes a que te lo pregunte.

Risitas generales. Miss Bird golpeó su mesa con el puntero.

Charles recorrió el pasillo hasta la puerta, con treinta pares de ojos clavados a su espalda y

cada uno de esos niños, incluida Cathy Scott, sabía que iba al baño a orinar. La puerta estaba a una

distancia tan larga como un campo de fútbol. Miss Bird no siguió con la clase, sino que mantuvo

silencio hasta que él hubo abierto la puerta, pasado el vestíbulo milagrosamente vacío, y vuelto a

cerrar la puerta.

Anduvo hacia el baño de los chicos...

(sótano, sótano, sótano, SI QUIERO)

... arrastrando los dedos a lo largo de la fresca tira de mosaico de la pared, dejándolos saltar

sobre el tablón de anuncios con los boletines pegados con chinchetas y resbalar sobre la...

(ROMPAN EL CRISTAL EN CASO DE EMERGENCIA)

... superficie roja de la caja de la alarma contra incendios.

Miss Bird disfrutaba. Miss Bird disfrutaba haciéndole ruborizarse. Delante de Cathy Scott

-que nunca necesitaba ir al sótano, ¿hay derecho?- y de todos los demás.

P-E-R-R-A, pensó. Lo deletreó porque el año pasado había decidido que, si se deletreaba,

Dios no lo consideraba pecado.

Entró en el baño de los chicos.

Dentro estaba muy fresco, con un leve, aunque no desagradable, olor a cloro, colgado

insistentemente del aire. Ahora, a media mañana estaba limpio y desierto, tranquilo y agradable, no

como el maloliente y humoso cubículo del Star Theatre» en la ciudad.

Stephen King Historias fantásticas

El baño...

(¡sótano!)

... estaba construido como una L, la pata corta con una hilera de pequeños espejos cuadrados

sobre palanganas de porcelana y un rollo de toallas de papel...

(NIBROC)

- ... y la pata más larga con dos urinarios y tres cubiculos con sus tazas.

Charles dio la vuelta a la esquina después de contemplarse, aburrido; su rostro delgado y

pálido en uno de los espejos.

El tigre estaba echado al fondo, exactamente debajo de la ventanita blanca. Era un gran tigre,

con rayas y manchas oscuras pintadas en su piel. Levantó la cabeza vivamente para mirar a Charles

y sus ojos verdes se estrecharon. Una especie de gruñido suave como ronroneo escapó de su boca.

Los ágiles músculos se flexionaron y el tigre se levantó. Agitó la cola y golpeó con un ruidito

corltra-los lados de porcelana del último urinario.

El tigre parecía muy hambriento y agresivo.

Charles salió precipitadamente por donde había entrado. La puerta parecía tardar años en

cerrarse, neumáticamente, tras él, pero cuando lo hizo se creyó a salvo. Esta puerta solamente se

abría empujándola, y no recordaba haber leído jamás, u oído, que los tigres supieran abrir puertas.

Charles se secó la nariz con el dorso de la mano. Su corazón latía con tal fuerza que podía

oírlo. Seguía necesitando ir al sótano, más que nunca.

Se revolvió, bailó, y apretó la mano contra el vientre. Realmente tenía que ir al sótano. Si

solamente pudiera tener la seguridad de que no se acercaría nadie, podía entrar en el de las niñas.

Estaba del otro lado del vestíbulo. Charles lo miró anhelante, sabiendo que no iba á atreverse en un

millón de años. ¿Y si llegara Cathy Scott? Oh... horror de los horrores... ¿Y si la que llegara fuera

Miss Bird?

Quizás había imaginado el tigre.

Abrió la puerta lo suficiente para acercar un ojo y miró. El tigre le miró a su vez desde el

ángulo de la L, con los ojos de un verde resplandeciente. Charles imaginó que podía ver una

minúscula manchita azul en aquel brillo profundo, como si el tigre se hubiera comido uno de sus

ojos. Como si...

Una mano rodeó su cuello.

Charles lanzó un grito sofocado y sintió que tanto el corazón como el estómago se le

anudaban en la garganta. Por un momento, tuvo la terrible sensación de que iba a mojarse.

Era Kenny Griffin, sonriendo complaciente:

-Me ha mandado Miss Bird porque llevas anos sin volver. Prepárate.

-Si, pero no puedo entrar en el baño -dijo Charles medio muerto del susto que le había dado

Kenny.

-¡Estás estreñido! -lanzó Kenny alegremente-. ¡Espera a que se lo cuente a Caaathy!

- ¡ No se te ocurra! -dijo Charles asustado-. Además, no lo estoy. Hay un tigre allá dentro.

-¿Y qué está haciendo? -preguntó Kenny-. ¿Pis?

-No lo sé -murmuró Charles mirando a la pared-. Yo sólo querría que se fuera -y se echó a

llorar.

-Eh -dijo Kenny, desconcertado y un poco asustado-. ¡Eh!

-¿Y qué pasa si tengo que ir? ¿Y si no puedo hacer otra cosa? Miss Bird dirá que...

-Vamos -insistió Kenny, cogiéndole del brazo con una mano y empujando la puerta con la

otra-. Te lo estás inventando.

Estuvieron dentro antes de que Charles, aterrorizado, pudiera soltarlo y arrimarse a la puerta.

-¡Un tigre! -exclamó Kenny asqueado-. Chico, Miss Bird te matará.

-Está del otro lado.

Kenny empezó a andar junto a las palanganas:

-¿Gatito-gatito-gatito-gatito? ¿Gatito?



-¡No lo hagas! -chilló Charles.

Kenny desapareció en la esquina.

-¿Gatito-gatito? ¿Gatito-gatito? Gat...

Charles salió disparado por la puerta y se apoyó en la pared, esperando, con las manos

apretando la boca, y los ojos cerrados con fuerza.

No se oyó ningún grito.

No tenía idea de cuanto tiempo permaneció allá, helado, con la vejiga a punto de reventar.

Contemplaba la puerta del sótano de chicos. Pero no le decía nada. Era sólo una puerta.

No iría.

No podría..

Pero al fin entró.

Las palanganas y los espejos seguían ordenados, y el vago olor a cloro persistía. Pero ahora

parecía que había otro olor por debajo de aquél. Era un olor vagamente desagradable, como de

cobre rallado.

Con gemidos de impaciencia (pero silenciosos), se acercó al ángulo de la L y miró.

El tigre estaba echado en el suelo, lamiendo sus patazas con una enorme lengua color de

rosa. Miró a Charles sin curiosidad. Enganchado en una de sus garras había un trozo de camisa.

Pero su necesidad era ahora pura agonía, y ya no podía esperar. Tenía que hacerlo. Charles

se acercó de puntillas a la palangana más cercana a la puerta.

Miss Bird entró como un huracán cuando ya se abrochaba los pantalones.

-¡Vaya, niño sucio, repugnante! -le increpó casi reflexiva.

Charles, asustado, no perdía de vista la esquina.

-Lo siento, Miss Bird..., el tigre..., voy a limpiar la palangana..., lo haré con jabón..., le juro

que lo haré...

-¿Dónde está Kenneth? -preguntó Miss Bird con calma.

-No lo sé.

La verdad es que no lo sabia.

-¿Está allá dentro?

-¡No! -gritó Charles.

Miss Bird se acercó al lugar donde la habitación hacía ángulo:

-Ven aquí, Kenneth. Ahora mismo.

-Miss Bird...

Pero Miss Bird ya había dado la vuelta a la esquina. Iba dispuesta a atacar, pensó Charles,

pero iba a descubrir lo que era un ataque de verdad.

Volvió a traspasarla puerta. Bebió agua en la fuente de la entrada. Miró la bandera americana

colgada sobre la entrada del gimnasio. Miró el tablón de anuncios. El Mochuelo del Bosque,

avisaba: GRITAD, PERO NO CONTAMINÉIS. El Buen Amigo, aconsejaba: NO OS VAYÁIS

CON DESCONOCIDOS. Charles lo leyó todo por dos veces.

Después, volvió a la clase, recorrió el pasillo hasta su sitio con los ojos en el suelo, y se

deslizó en su asiento. Eran las once menos cuarto. Sacó Caminos a todas partes y se puso a leer

sobre «Bill en el Rodeo».


Stephen King

sábado, 24 de marzo de 2012

Cita de la semana




























" Un viejo estanque;

se zambulle una rana,

ruido de agua.




A una amapola

deja sus alas una mariposa

como recuerdo.




Sobre la rama seca

un cuervo se ha posado;

tarde de otoño.




Habiendo enfermado en el camino

mis sueños merodean

por páramos yermos. "



Matsuo Basho


Haikus





domingo, 18 de marzo de 2012

Cuento 43





La barca abandonada



Era la playa de Tone salinas, con sus numerosas barcas en seco, el lugar de reunión

de toda la gente marinera. Los chiquillos, tendidos sobre el vientre, jugaban a la capeta a

la sombra de las embarcaciones, y los viejos, fumando sus pipas de bano traídas de Argel,

hablaban de la pesca o de las magnificas expediciones que se habian en otros tiempos a

Gibraltar y a la costa de Africa, antes que al demonio se le ocurriera inventar eso que

llaman la Tabacalera.

Los botes ligeros, con sus vientres blancos y azules y el mástil graciosamente

inclinado, formaban una fila avanzada al borde de la playa, donde se deshacían las olas, y

una delgada lámina de agua bruñía el suelo, cual se fuese de cristal; detrás, con la

embetunada panza sobre la arena, estaban las negras barcas del bou, las parejas que

aguardaban el invierno para lanzarse al mar, baniéndolo con su cola de re des; y, en

último término, los laúdes en reparación, los abuelos, junto a los cuales agitábanse los

calafates, embadurnándoles los flancos con caliente alquitrán, para que otra vez volviesen

a emprender sus penosas y monótonas navegaciones por el Meditenáneo: unas veces a las

Baleares, con sal; a la costa de Argel, con frutas de la huerta levantina, y muchas, con

melones y patatas para los soldados rojos de Gibraltar.

En el curso de un año, la playa cambiaba de vecinos; los laúdes ya reparados se

hacían a la mar y las embarcaciones de pesca eran armadas y lanzadas al agua; sólo una

barca abandonada y sin arboladura permanecía enclavada en la arena, triste, solitaria, sin

otra compañía que la del carabinero que se sentaba a su sombra.

El sol había denetido su pintura; las tablas se agrietaban y crujían con la sequedad,

y la arena, anastrada por el viento, había invadido su cubierta. Pero su perfil fino, sus

flancos recogidos y la gallardía de su construcción delataban una embarcación ligera y

audaz, hecha para locas caneras, con desprecio a los peligros del mar. Tenía la triste belleza

de esos caballos viejos que fueron briosos corceles y caen abandonados y débiles

sobre la arena de la plaza de toros.

Hasta de nombre carecía. La popa estaba lisa y en los costados ni una señal del

número de filiación y nombre de la matrícula: un ser desconocido que se moría entre

aquellas otras barcas tan orgullosas de sus pomposos nombres, como mueren en el mundo

algunos, sin desganar el misterio de su vida.

Pero el incógnito de la barca sólo era aparente. Todos la conocían en Tone salinas y

no hablaban de ella sin sonreír y guiñar un ojo, como si les recordase algo que excitaba

malicioso regocijo.

Una mañana, a la sombra de la barca abandonada, cuando el mar hervía bajo el sol

y parecía un cielo de noche de verano, azul y espolvoreado de puntos de luz, un viejo

pescador me contó la historia.

-Este falucho -dijo, acariciándole con una palmada el vientre seco y arenoso- es El

Socanao, el barco más valiente y más conocido de cuantos se hacen al mar desde Alicante

a Cartagena. ¡Virgen Santísima! ¡El dinero que lleva ganado este condenado! ¡Los duros

que han salido de ahí dentro! Lo menos lleva hechos veinte viajes desde Orán a estas

costas, y viceversa, y siempre con la panza bien repleta de fardos.

El bizarro y extraño nombre de Socanao me admiraba algo, y de ello se apercibió el

pescador.

-Son motes, caballero; apodos que aquí tenemos lo mismo los hombres que las

barcas. Es inútil que el cura gaste sus latines con no sotros; aquí, quien bautiza de veras es

la gente. A mí me llaman Felipe; pero si algún día me busca usted, pregunte por Castelar,

pues así me conocen, porque me gusta hablar con las personas, y en la taberna soy el

único que puede leer el periódico a los compañeros. Ese muchacho que pasa con el cesto

de pescado es Chispitas, a su patrón le llaman el Cano, y así estamos bautizados todos.

Los amos de las barcas se calientan el caletre buscando un nombre bonito para pintarlo en

la popa. Una, La Purísima Concepción; otra, Rosa del Mar; aquélla, Los Dos Amigos;

pero llega la gente con su manía de sacar motes y se llaman La Pava, El Lorito, La Medio

Rollo, y gracias que no las distinguen con nombres menos decentes. Un hermano mío

tiene la barca más hermosa de toda la matrícula, la bautizamos con el nombre de mi hija:

Camila; pero la pintamos de amarillo y blanco, y el día del bautizo se le ocunió a un

pillo de la playa que parecía un huevo frito. ¿Quená usted creerlo? Sólo con este apodo la

conocen.

-Bien -le interrumpí-; pero ¿y El Socanao?

-Su verdadero nombre era El Resuelto; pero por la prontitud con que maniobraba y

la furia con que acometía los golpes de mar, dieron en llamarle El Socanao, como a una

persona de mal genio... Y ahora vamos a lo que ocunió a este pobre Socarrao hace poco

más de un año, la última vez que vino de Orán.

Miró el viejo a todos lados, y, convencido de que estábamos solos, dijo con sonrisa

bonachona:

-Yo iba en él, ¿sabe usted? Esto no lo ignoraba nadie en el pueblo; pero si yo se lo

digo, es porque estamos solos y usted no irá después a hacerme daño. ¡Qué demonio!

Haber ido en El Socanao no es ninguna deshonra. Todo eso de aduanas y carabineros y

barquillas de la Tabacalera no lo ha creado Dios: lo inventó el Gobierno para hacernos

da-ños a los pobres, y el contrabando no es pecado, sino un medio muy honroso de

ganarse el pan exponiendo la piel en el mar y la libertad en tiena. Oficio de hombres

enteros y valientes como Dios manda.

Yo he conocido los buenos tiempos: Cada mes se hacían dos viajes; y el dinero

rodaba por el pueblo que era un gusto. Había para todos: para los de uniforme,

¡pobrecitos!, que no saben cómo mantener su familia con dos pesetas, y para nosotros, la

gente de mar.

Pero el negocio se puso cada vez peor, y El Socanao hacía sus viajes de tarde en

tarde, con mucho cuidado, pues le constaba al patrón que nos tenían entre ojos y

deseaban meternos mano.

En la última conería íbamos ocho hombres a bordo. En la madrugada habíamos

salido de Orán, y a mediodía, estando a la altura de Cartagena, vimos en el horizonte una

nubecilla negra, y al poco rato, un vapor que todos conocimos. Mejor hubiéramos visto

asomar una tormenta. Era el cañonero de Alicante.

Soplaba buen viento. Ïbamos en popa con toda la gran vela de frente y el foque

tendido. Pero con estas invenciones de los hombres, la vela ya no es nada, y el buen

marinero aún vale menos.

No es que nos alcanzaran, no, señor. ¡Bueno es El Socanao para dejarse atrapar

teniendo viento! Navegábamos como un delfin, con el casco inclinado y las olas

lamiendo la cubierta; pero en el cañonero apretaban las máquinas y cada vez veíamos

más grande el barco, aunque no por esto perdíamos mucha distancia. ¡Ah! ¡ Si

hubiéramos estado a media tarde! Habría cenado la noche antes que nos alcanzara, y

cualquiera nos encuentra en la oscuridad. Pero aún quedaba mucho día, y coniendo a lo

largo de la costa era indudable que nos pillarían antes del anochecer.

El patrón manejaba la bana con el cuidado de quien tiene toda su fortuna pendiente

de una mala virada. Una nubecilla blanca se desprendió del vapor u oímos el estampido

de un cañonazo.

Como no vimos la bala, comenzamos a reír satisfechos y hasta orgullosos de que

nos avisasen tan ruidosamente.

Otro cañonazo; pero esta vez con malicia. Nos pareció que un gran pájaro estaba

silbando sobre la barca, y la entena se vino abajo con el cordaje roto y la vela desganada.

Nos habían desarbolado, y al caer el aparejo le rompió una pierna a un muchacho de la

tripulación.

Confieso que temblamos un poco. Nos veíamos cogidos, y, ¡qué demonio!, ir a la

cárcel como un ladrón por ganar el pan de la familia, es algo más temible que una noche

de tormenta. Pero el patrón de El Socanao es hombre que vale tanto como su barca:

«Chicos, eso no es nada. Sacad la vela nueva. Si sois listos, no os cogerán.»

No hablaba a sordos, y como listos, no había más que pedirnos. El pobre compañero

se revolvía como una lagartija, tendido en la proa, tentándose la pierna rota, lanzando

alaridos y pidiendo por todos los santos un trago de agua. ¡Para contemplaciones estaba

el tiempo! Nosotros fingíamos no oírle, atentos únicamente a nuestra faena, reparando el

cordaje y atando a la entena la vela de repuesto, que izamos a los diez minutos.

El patrón cambió el rumbo. Era inútil resistir en la mar a aquel enemigo, que andaba

con humo y escupía balas. ¡A tiena, y que fuese lo que Dios quisiera!

Estábamos frente a Tonesalinas. Todos éramos de aquí y contábamos con los

amigos. El cañonero, viéndonos con rumbo a tiena, no disparó más. Nos tenía cogidos, y,

seguro de su triunfo, ya no extrema ba la marcha. La gente que estaba en la playa no tardó

en vernos, y la noticia circuló por todo el pueblo. ¡El Socanao venía perseguido por un

cañonero!

Había que ver lo que ocunió. Una verdadera revolución: créame usted, caballero.

Medio pueblo era pariente nuestro, y los demás comían más o menos directamente del

negocio. Esta playa parecía un hormiguero. Hombres, mujeres y chiquillos nos seguían

con mirada ansiosa, lanzando gritos de satisfacción al ver cómo nuestra barca, haciendo

un último esfuerzo, se adelantaba cada vez más a su perseguidor, llevándole una media

hora de ventaja.

Hasta el alcalde estaba aquí para servir en lo que fuera bueno. Y los carabineros,

excelentes muchachos que viven entre nosotros y son casi de la familia, hacíanse a un

lado, comprendiendo la situación y no queriendo perder a unos pobres. «~A tierra,

muchachos! -gritaba nuestro patrón-. Vamos a embanancar. Lo que importa es poner en

salvo fardos y personas. El Socanao ya sabrá salir de este mal paso.»

Y, sin plegar casi el trapo, embestimos la playa, clavando la proa en la arena.

¡Señor, qué modo de trabajar! Aún me parece un sueño cuando lo recuerdo: Todo el

pueblo se tiró sobre la barca, la tomó por asalto: los chicuelos se deslizaban como ratas

en la cala. «~Aprisa! ¡Aprisa! ¡Qué vienen los del Gobierno!»

Los fardos saltaban de la cubierta: caían en el agua, donde los recogían los hombres

descalzos y las mujeres con la falda entre las pier nas; unos desaparecían por aquí, otros se

iban por allá; fue aquello visto y no visto, y en poco rato desapareció el cargamento,

como si se lo hubiera tragado la arena. Una oleada de tabaco inundaba a Torre salinas,

filtrándose en todas las casas.

El alcalde intervino entonces paternalmente: «Hombre, es dema siado -dijo al

patrón-. Todo se lo llevan, y los carabineros se quejarán. Dejad, al menos, algunos bultos

para justificar la aprehensión.»

Nuestro amo estaba conforme: «Bueno; haced unos cuantos bultos con dos fardos

de la peor picadura. Que se contenten con eso.»

Y se alejó hacia el pueblo, llevándose en el pecho toda la documentación de la

barca. Pero aún se detuvo un momento, porque aquel diablo de hombre estaba en todo:

«~Los folios! ¡Bonad los folios!»

Parecía que a la barca le habían salido patas. Estaba ya fuera del agua y se anastraba

por la arena en medio de aquella multitud que bullía y trabajaba, animándose con alegres

gritos. «~Qué chasco! ¡Qué chasco se llevarán los del Gobierno!»

El compañero de la pierna rota era llevado en alto por su mujer y su madre. El

pobrecillo gemnia de dolor a cada movimiento brusco; pero se tragaba las lágrimas y reía

también, como los otros, viendo que el cargamento se salvaba y pensando en aquel

chasco que hacía reír a todos.

Cuando los últimos fardos se perdieron en las calles de Torresalinas, comenzó la

rapiña en la barca. El gentío se llevó las velas, las anclas, los remos; hasta desmontamos

el mástil, que se cargó en hombros una turba de muchachos, llevándolo en procesión al

otro extremo del pueblo. La barca quedó hecha un pontón, tan pelada como usted la ve.

Y, mientras tanto, los calafates, brocha en mano, pinta que pinta. El Socanao se

desfiguraba como un buno de gitano. Con cuatro brochazos fue bonado el nombre de

popa y de los folios de los costados, de esos malditos letreros, que son la cédula de toda

embarcación, no quedó ni rastro.

El cañonero echó anclas al mismo tiempo que desaparecían en la entrada del pueblo

los últimos despojos de la barca. Yo me quedé en este sitio queriendo verlo todo, y para

mayor disimulo ayudaba a unos amigos que echaban al mar una lancha de pesca.

El cañonero envió un bote armado y saltaron a tiena no sé cuántos hombres con

fusil y bayoneta. El contramaestre, que iba al frente, juraba furioso mirando El Socanao y

a los carabineros, que se habían apoderado de él.

Todo el vecindario de Tonesalinas se reía a aquellas horas, cele brando el chasco, y

aún hubiera reído más viendo, como yo, la cara que ponía aquella gente al encontrar por

todo cargamento unos cuantos bultos de tabaco malo.

-¿Y qué pasó después? -pregunté al viejo-. ¿No castigaron a nadie?

Era la playa de Torresalinas, con sus numerosas barcas en seco, el lugar de reunión

de toda la gente marinera. Los chiquillos, tendidos sobre el vientre, jugaban a la caPeta a

la sombra de las embarcaciones, y los viejos, fumando sus pipas de barro traídas de

Argel, hablaban de la pesca o de las magnificas expediciones que se habian en otros tiem-

Pos a Gibraltar y a la costa de Africa, antes que al demonio se le ocuniera inventar eso

que llaman la Tabacalera.

Los botes ligeros, con sus vientres blancos y azules y el mástil graciosamente

inclinado, formaban una fila avanzada al borde de la playa, donde se deshacían las olas, y

una delgada lámina de agua bruñía el suelo, cual se fuese de cristal; detrás, con la

embetunada panza sobre la arena, estaban las negras barcas del bou, las parejas que

aguardaban el invierno para lanzarse al mar, barriéndolo con su cola de re des; y, en

último término, los laúdes en reparación, los abuelos, junto a los cuales agitábanse los

calafates, embadurnándoles los flancos con caliente alquitrán, para que otra vez volviesen

a emprender sus penosas y monótonas navegaciones por el Mediterráneo: unas veces a

las Baleares, con sal; a la costa de Argel, con frutas de la huerta levantina, y muchas, con

melones y patatas para los soldados rojos de Gibraltar.

En el curso de un año, la playa cambiaba de vecinos; los laúdes ya reparados se

hacían a la mar y las embarcaciones de pesca eran armadas y lanzadas al agua; sólo una

barca abandonada y sin arboladura permanecía enclavada en la arena, triste, solitaria, sin

otra compañía que la del carabinero que se sentaba a su sombra.

El sol había derretido su pintura; las tablas se agrietaban y crujían con la sequedad,

y la arena, arrastrada por el viento, había invadido su cubierta. Pero su perfil fino, sus

flancos recogidos y la gallardía de su construcción delataban una embarcación ligera y

audaz, hecha para locas caneras, con desprecio a los peligros del mar. Tenía la triste belleza

de esos caballos viejos que fueron briosos corceles y caen abandonados y débiles

sobre la arena de la plaza de toros.

Hasta de nombre carecía. La popa estaba lisa y en los costados ni una señal del

número de filiación y nombre de la matrícula: un ser desconocido que se moría entre

aquellas otras barcas tan orgullosas de sus pomposos nombres, como mueren en el mundo

algunos, sin desganar el misterio de su vida.

Pero el incógnito de la barca sólo era aparente. Todos la conocían en Tone salinas y

no hablaban de ella sin sonreír y guiñar un ojo, como si les recordase algo que excitaba

malicioso regocijo.

Una mañana, a la sombra de la barca abandonada, cuando el mar hervía bajo el sol

y parecía un cielo de noche de verano, azul y espolvoreado de puntos de luz, un viejo

pescador me contó la historia.

-Este falucho -dijo, acariciándole con una palmada el vientre seco y arenoso- es El

Socanao, el barco más valiente y más conocido de cuantos se hacen al mar desde Alicante

a Cartagena. ¡Virgen Santísima! ¡El dinero que lleva ganado este condenado! ¡Los duros

que han salido de ahí dentro! Lo menos lleva hechos veinte viajes desde Orán a estas

costas, y viceversa, y siempre con la panza bien repleta de fardos.

El bizarro y extraño nombre de Socanao me admiraba algo, y de ello se apercibió el

pescador.

-Son motes, caballero; apodos que aquí tenemos lo mismo los hombres que las

barcas. Es inútil que el cura gaste sus latines con no sotros; aquí, quien bautiza de veras es

la gente. A mí me llaman Felipe; pero si algún día me busca usted, pregunte por Castelar,

pues así me conocen, porque me gusta hablar con las personas, y en la taberna soy el

único que puede leer el periódico a los compañeros. Ese muchacho que pasa con el cesto

de pescado es Chispitas, a su patrón le llaman el Cano, y así estamos bautizados todos.

Los amos de las barcas se calientan el caletre buscando un nombre bonito para pintarlo en

la popa. Una, La Purísima Concepción; otra, Rosa del Mar; aquélla, Los Dos Amigos;

pero llega la gente con su manía de sacar motes y se llaman La Pava, El Lorito, La Medio

Rollo, y gracias que no las distinguen con nombres menos decentes. Un hermano mío

tiene la barca más hermosa de toda la matrícula, la bautizamos con el nombre de mi hija:

Camila; pero la pintamos de amarillo y blanco, y el día del bautizo se le ocurrió a

un pillo de la playa que parecía un huevo frito. ¿Querrá usted creerlo? Sólo con este

apodo la conocen.

-Bien -le interrumpí-; pero ¿y El Socarrao?

-Su verdadero nombre era El Resuelto; pero por la prontitud con que maniobraba y

la furia con que acometía los golpes de mar, dieron en llamarle El Socarrao, como a una

persona de mal genio... Y ahora vamos a lo que ocurrió a este pobre Socarrao hace poco

más de un año, la última vez que vino de Orán.

Miró el viejo a todos lados, y, convencido de que estábamos solos, dijo con sonrisa

bonachona:

-Yo iba en él, ¿sabe usted? Esto no lo ignoraba nadie en el pueblo; pero si yo se lo

digo, es porque estamos solos y usted no irá después a hacerme daño. ¡Qué demonio!

Haber ido en El Socarrao no es ninguna deshonra. Todo eso de aduanas y carabineros y

barquillas de la Tabacalera no lo ha creado Dios: lo inventó el Gobierno para hacernos

da-ños a los pobres, y el contrabando no es pecado, sino un medio muy honroso de

ganarse el pan exponiendo la piel en el mar y la libertad en tierra. Oficio de hombres

enteros y valientes como Dios manda.

Yo he conocido los buenos tiempos: Cada mes se hacían dos viajes; y el dinero

rodaba por el pueblo que era un gusto. Había para todos: para los de uniforme,

¡pobrecitos!, que no saben cómo mantener su familia con dos pesetas, y para nosotros, la

gente de mar.

Pero el negocio se puso cada vez peor, y El Socarrao hacía sus viajes de tarde en

tarde, con mucho cuidado, pues le constaba al patrón que nos tenían entre ojos y

deseaban meternos mano.

En la última correría íbamos ocho hombres a bordo. En la madrugada habíamos

salido de Orán, y a mediodía, estando a la altura de Cartagena, vimos en el horizonte una

nubecilla negra, y al poco rato, un vapor que todos conocimos. Mejor hubiéramos visto

asomar una tormenta. Era el cañonero de Alicante.

Soplaba buen viento. Ïbamos en popa con toda la gran vela de frente y el foque

tendido. Pero con estas invenciones de los hombres, la vela ya no es nada, y el buen

marinero aún vale menos.

No es que nos alcanzaran, no, señor. ¡Bueno es El Socarrao para dejarse atrapar

teniendo viento! Navegábamos como un delfin, con el casco inclinado y las olas

lamiendo la cubierta; pero en el cañonero apretaban las máquinas y cada vez veíamos

más grande el barco, aunque no por esto perdíamos mucha distancia. ¡Ah! ¡ Si

hubiéramos estado a media tarde! Habría cerrado la noche antes que nos alcanzara, y

cualquiera nos encuentra en la oscuridad. Pero aún quedaba mucho día, y corriendo a lo

largo de la costa era indudable que nos pillarían antes del anochecer.

El patrón manejaba la barra con el cuidado de quien tiene toda su fortuna pendiente

de una mala virada. Una nubecilla blanca se desprendió del vapor u oímos el estampido

de un cañonazo.

Como no vimos la bala, comenzamos a reír satisfechos y hasta orgullosos de que

nos avisasen tan ruidosamente.

Otro cañonazo; pero esta vez con malicia. Nos pareció que un gran pájaro estaba

silbando sobre la barca, y la entena se vino abajo con el cordaje roto y la vela desgarrada.

Nos habían desarbolado, y al caer el aparejo le rompió una pierna a un muchacho de la

tripulación.

Confieso que temblamos un poco. Nos veíamos cogidos, y, ¡qué demonio!, ir a la

cárcel como un ladrón por ganar el pan de la familia, es algo más temible que una noche

de tormenta. Pero el patrón de El Socarrao es hombre que vale tanto como su barca:

«Chicos, eso no es nada. Sacad la vela nueva. Si sois listos, no os cogerán.»

No hablaba a sordos, y como listos, no había más que pedirnos. El pobre compañero

se revolvía co mo una lagartija, tendido en la proa, tentándose la pierna rota, lanzando

alaridos y pidiendo por todos los santos un trago de agua. ¡Para contemplaciones estaba

el tiempo! Nosotros fingíamos no oírle, atentos únicamente a nuestra faena, reparando el

cordaje y atando a la entena la vela de repuesto, que izamos a los diez minutos.

El patrón cambió el rumbo. Era inútil resistir en la mar a aquel enemigo, que andaba

con humo y escupía balas. ¡A tierra, y que fuese lo que Dios quisiera!

Estábamos frente a Torresalinas. Todos éramos de aquí y contábamos con los

amigos. El cañonero, viéndonos con rumbo a tierra, no disparó más. Nos tenía cogidos, y,

seguro de su triunfo, ya no extrema ba la marcha. La gente que estaba en la playa no tardó

en vernos, y la noticia circuló por todo el pueblo. ¡El Socarrao venía perseguido por un

cañonero!

Había que ver lo que ocurrió. Una verdadera revolución: créame usted, caballero.

Medio pueblo era pariente nuestro, y los demás comían más o menos directamente del

negocio. Esta playa parecía un hormiguero. Hombres, mujeres y chiquillos nos seguían

con mirada ansiosa, lanzando gritos de satisfacción al ver cómo nuestra barca, haciendo

un último esfuerzo, se adelantaba cada vez más a su perseguidor, llevándole una media

hora de ventaja.

Hasta el alcalde estaba aquí para servir en lo que fuera bueno. Y los carabineros,

excelentes muchachos que viven entre nosotros y son casi de la familia, hacíanse a un

lado, comprendiendo la situación y no queriendo perder a unos pobres.

muchachos! - gritaba nuestro patrón-. Vamos a embarrancar. Lo que importa es poner en

salvo fardos y personas. El Socarrao ya sabrá salir de este mal paso.»

Y, sin plegar casi el trapo, embestimos la playa, clavando la proa en la arena.

¡Señor, qué modo de trabajar! Aún me parece un sueño cuando lo recuerdo: Todo el

pueblo se tiró sobre la barca, la tomó por asalto: los chicuelos se deslizaban como ratas

en la cala.

Los fardos saltaban de la cubierta: caían en el agua, donde los recogían los hombres

descalzos y las mujeres con la falda entre las pier nas; unos desaparecían por aquí, otros se

iban por allá; fue aquello visto y no visto, y en poco rato desapareció el cargamento,

como si se lo hubiera tragado la arena. Una oleada de tabaco inundaba a Torre salinas,

filtrándose en todas las casas.

El alcalde intervino entonces paternalmente: «Hombre, es dema siado -dijo al

patrón-. Todo se lo llevan, y los carabineros se quejarán. Dejad, al menos, algunos bultos

para justificar la aprehensión.»

Nuestro amo estaba conforme: «Bueno; haced unos cuantos bultos con dos fardos

de la peor picadura. Que se contenten con eso.»

Y se alejó hacia el pueblo, llevándose en el pecho toda la documentación de la

barca. Pero aún se detuvo un momento, porque aquel diablo de hombre estaba en todo:



Parecía que a la barca le habían salido patas. Estaba ya fuera del agua y se

arrastraba por la arena en medio de aquella multitud que bullía y trabajaba, animándose

con alegres gritos. «¡Qué chasco! ¡Qué chasco se llevarán los del Gobierno!»

El compañero de la pierna rota era llevado en alto por su mujer y su madre. El

pobrecillo gemnia de dolor a cada movimiento brusco; pero se tragaba las lágrimas y reía

también, como los otros, viendo que el cargamento se salvaba y pensando en aquel

chasco que hacía reír a todos.

Cuando los últimos fardos se perdieron en las calles de Torresalinas, comenzó la

rapiña en la barca. El gentío se llevó las velas, las anclas, los remos; hasta desmontamos

el mástil, que se cargó en hombros una turba de muchachos, llevándolo en procesión al

otro extremo del pueblo. La barca quedó hecha un pontón, tan pelada como usted la ve.

Y, mientras tanto, los calafates, brocha en mano, pinta que pinta. El Socarrao se

desfiguraba como un burro de gitano. Con cuatro brochazos fue borrado el nombre de

popa y de los folios de los costados, de esos malditos letreros, que son la cédula de toda

embarcación, no quedó ni rastro.

El cañonero echó anclas al mismo tiempo que desaparecían en la entrada del pueblo

los últimos despojos de la barca. Yo me quedé en este sitio queriendo verlo todo, y para

mayor disimulo ayudaba a unos amigos que echaban al mar una lancha de pesca.

El cañonero envió un bote armado y saltaron a tierra no sé cuántos hombres con

fusil y bayoneta. El contramaestre, que iba al frente, juraba furioso mirando El Socarrao y

a los carabineros, que se habían apoderado de él.

Todo el vecindario de Torresalinas se reía a aquellas horas, celebrando el chasco, y

aún hubiera reído más viendo, como yo, la cara que ponía aquella gente al encontrar por

todo cargamento unos cuantos bultos de tabaco malo.

-¿Y qué pasó después? -pregunté al viejo-. ¿No castigaron a nadie?

-¿A quién? Únicamente podían castigar al pobre Socarrao, que quedó prisionero. Se

ensució mucha papel, y medio pueblo fue a declarar; pero nadie sabía nada. ¿De qué

matrícula era el barco? Silencio; nadie le había visto los folios. ¿ Quiénes lo tripulaban?

Unos hombres que al varar habían echado a correr tierra adentro. Y nadie sabía más.

-¿Y el cargamento? –dije yo.

-Lo vendimos completo. Usted no sabe lo que es pobreza. Cuando embarrancamos,

cada uno agarró el fardo que tenía más a mano y echó a correr para esconderlo en su casa.

Pero al día siguiente estaban todos a disposición del patrón; no se perdió ni una libra de

tabaco. Los que exponen la vida por el pan y todos los días le ven la cara a la muerte

están más libres de tenteciones que los otros.

-Desde entonces –continuó el viejo- está ahí preso el pobre Socarrao. Pero no

tardará en hacerse a la mar con su amigo amo. Parece que ha terminado el papeleo; lo

sacarán a subasta y se lo quedará el patrón por lo que quiera dar.

-¿Y si otro da más?

-Y quién ha de ser ése? ¿Somos acaso bandidos? Todo el pueblo sabe quiénes el

verdadero amo de la barca abandonada, y nadie tiene tan mal corazón que intente

perjudicarle. Aquí hay mucha honradez. A cada uno lo que sea suyo, y el mar, que es de

Dios, para nosotros los pobres, que hemos de sacar el pan de él, aunque no quiera el

Gobierno.
 
 
Vicente Blasco Ibáñez

sábado, 17 de marzo de 2012

Cita de la semana























" El discurso y la acción revelan esta única cualidad de ser distinto. Mediante ellos, los seres humanos se presentan unos a otros, no como objetos físicos, sino qua hombres. Esta apariencia, diferenciada de la mera existencia corporal, se basa en la iniciativa; pero en una iniciativa (el appetitus beatitudinis) que ningún ser humano puede detener y seguir siendo humano".



Hannah Arendt

La condición humana (fragmento)





domingo, 11 de marzo de 2012

Cuento 42



























Tía Babette

Tía Babette hizo otra profunda inspiración. El sol de la mañana

guiñó, como un nieto díscolo, a través de las cortinas de tul

inundadas de blancos reflejos, cogió el rayo más largo, rodeó, como

con una pluma de oro, el blanco gorro de dormir y la frente muelle

de la anciana, luego se estremeció y vibró sin cesar alrededor de

los ojos, de los labios y de la nariz hasta que la tía hizo esa

profunda inspiración y volvió tímidamente sus ojos enrojecidos y

asombrados hacia la ventana: ¡Ah! Hizo un bostezo de bienestar y

se estiró. A pesar del gesto perezoso, había en el sonido de ese

bostezo algo de resuelto y concluyente: se hubiera dicho el rasgo

que se trazara al pie de un trabajo acabado y logrado. ¡Ah. . . !

Volvió a cerrar los ojos y permaneció tendida con la expresión de

alguien que acaba de tragar una cucharada de café azucarado o de

decir una maldad que ha tocado. La pieza era clara y tranquila. El

sol precipitaba allí más y más rayos, los clavaba como dardos

vibrantes en las claras maderas del piso, en los resplandecientes

veladores imperio, y algún trasgo se los devolvía, desde el fondo del

espejo, en plena cara.

Como una lejana música de batalla, una orquesta de moscardones

bordoneaba en las ventanas, acompañando el claro vaivén de ese

gayo lanzador de dardos; el ligero susurro penetraba en el

semisueño de la buena tía, y las frescas ondas de un reflejo de

primavera borraban poco a poco las arrugas con rasgos sonrientes.

Parecía verdaderamente joven en el momento en que se erguía

asaz enérgicamente en sus almohadas, y miraba a su alrededor en

la habitación. Todas las cosas tenían no se sabía qué de brillante,

de nuevo, y se regocijaba con ello. Un delicado perfume de jacintos

se elevaba de las flores, que guarnecían la ventana y se mezclaba

a un relente de lavanda que subía de sus almohadas. La vieja

señorita echó una mirada rápida a la imagen de la virgen cuyas

sombras tenían en pleno día reflejos verdes. Sus manos magras y

duras describieron una rápida señal de la cruz e, inmediatamente

después, regañó al canario dormido cuya jaula estaba suspendida

sobre la ventana y que a pesar de la hermosa mañana no se

decidía a cantar. Regresando de la ventana, sus miradas quedaron

pegadas al canapé. Allí había, alineados cuidadosamente, un

sombrero negro, con un ancho velo de crespón que caía a lo largo

del respaldo como un torrente nocturno, un par de guantes negros,

16

cada uno de su lado, como separados por alguna irremediable

enemistad, un antiguo libro de plegarias más negro aún, y, más

lejos, dos pañuelos muy blancos brillaban en medio de todo ese

duelo como una pareja de caballos blancos enganchados a la

carroza fúnebre de una muchacha.

La tía contempló esos objetos con una mirada sorprendida, y todas

las arrugas reaparecieron, como sombrías orugas, en su viejo

rostro. Calculó: lunes 12, martes 13, miércoles 14, jueves 15,

viernes 16. Y con un meneo de cabeza laso y resignado comprobó:

hoy justamente, 16 de abril, viernes, es el séptimo aniversario de mi

difunto hermano, el inspector de finanzas Johann August

Erdmanner. Él tenía tres años más que ella y al morir en el rigor de

los cincuenta, munido de los santos sacramentos, había dejado una

viuda inconsolable y dos hijos menores. Había muerto por la tarde,

a las cuatro, en el preciso instante en que todos habían salido para

ir a tomar una taza de café. Y la habitación iluminada por un rayo

de sol se desvaneció en los ojos de la vieja señorita. Recordó al

excelente Johann, magro y reseco, y la joven viuda que había vivido

apenas cinco años a su lado, y el doctor de cara purpúrea. (Y

Herminia, la viuda, que osaba pretender que ese no bebía!) ¡Y la

religiosa, que también entendía de tirar las cartas, en cruz ! ¡Sí,

ciertamente, las cartas le enseñaban todo a esa! ¡Y todo había sido

tan hermoso al día siguiente! Aquellas columnas enteras en los

diarios, y las visitas: todos esos rostros graves y bañados de

lágrimas, la mezquina corona del avaro del propietario y todas las

demás bellas; coronas. ¡Sí, había tenido un magnífico entierro el

señor inspector de finanzas Johann August Erdmanner! Y se

conmemoraba dignamente cada año el aniversario de su muerte. A

las diez, toda la familia, con gran duelo, se reunía en la iglesia de la

Asunción, con guantes negros, mejillas pálidas y ojos enrojecidos. Y

durante todo el día, todos hablaban en voz baja y ronca, como

ahogada, y se hacían solemnes signos de cabeza. Cuando

penetraban en la cavernosa iglesia, agradecían a las viejas que

tenían las hojas de la puerta, con una voz alterada por la emoción, y

sumergían tan largamente sus guantes negros en el agua bendita

que cada señal de la cruz dejaba al punto marcas negras sobre sus

rostros sobresaltados y resignados. Los pañuelos blancos bajo los

dedos doblados tenían el aire de asechar el momento de ser

llevados a los ojos desbordantes de lágrimas. Tenían frecuente

ocasión para ello. En el fresco rostro del propio sacerdote se

dibujaban algunas arrugas dolorosas alrededor de los labios hartos,

y se hubiera dicho que recogía con lengua recalcitrante las últimas

gotas de un brebaje agrio. Cuando, un poco más tarde, descendía

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las gradas del altar obscuro y su silueta se recogía abajo, como un

pudding frustrado, y, acompañado por la voz del rojo oficiante,

exclamaba con una voz hueca: "¡Oremos, hermanos míos!", de toda

la compañía sólo quedaba una confusa madeja de crespón y paño

negro. La emoción había pasado como un tren sobre los

sobrevivientes en duelo; estaban dispersos, entre los bancos

lustrosos, como mutilados entre los rieles.

Todo eso habíase repetido seis años seguidos, y la vieja tía, sobre

su almohada perfumada de lavanda, sabía que el hecho se

reproduciría por séptima vez, exactamente igual.

Echó sobre el cuadrante de nácar del pequeño reloj imperio de

péndola una mirada tan desesperada como si las agujas hubieran

marcado su propia hora final. Quiso levantarse; pero tras un gesto

brusco sus manos se deslizaron sin fuerza a lo largo del blanco

edredón, como bajo el peso de un formidable iceberg. Sintió de

nuevo en los riñones y en la espalda los dolores violentos que se

manifestaran pocas semanas antes. Un estremecimiento recorrió su

espalda; su cabeza estaba pesada y floja.

Palideció y gimió. Si, justamente así era como había muerto su

padre; en una hermosa mañana, después de una mala noche. Y la

anciana recordó de pronto que ella tampoco había pegado los ojos

durante la noche última. No, no había pegado los ojos, estaba bien

segura de ello. Un sudor helado brotó por todos sus poros. Y

recordó que la buena hermana que tiraba tan bien las cartas había

tenido que enjugar tantas veces, al acercarse la agonía, la frente de

su pobre padre difunto. ¿Habíale llegado verdaderamente su turno?

Con un gesto convulsivo, juntó las manos sobre el cobertor blanco.

El canario reanudaba sus trinos incesantes. Los jacintos parecían

ya lasos, y el día claro y puro, se estiraba, ancho y frío, sobre el

piso de madera.

Tía Babette sentíase soñolienta. Se preguntó de pronto: ¿cómo

había muerto su padre? El esfuerzo que hacía para recordarlo

arrugó su frente. Respiró: justamente así, lo habían traído. Había

caído en síncope en la calle. Y ella pensó: no obstante es una

gracia... así... en su lecho... Y no se movió más.
 
 
Rainer María Rilke

sábado, 10 de marzo de 2012

Cita de la semana





















" Cuanto más la todopoderosa industria cultural usurpa el principio clarificador y lo corrompe en una manipulación de lo humano que favorece la perduración de lo oscuro, tanto más se contrapone el arte a la falsa claridad, opone al omnipotente estilo actual de las luces de neón configuraciones de esa oscuridad reprimida y ayuda a la clarificación únicamente en cuanto convence de un modo consciente a la claridad del mundo de sus propias tinieblas. "


Theodor Adorno


Filosofía de la nueva música (fragmento)

domingo, 4 de marzo de 2012

Cuento 41


























La aventura de la inquilina del velo

Si se piensa en que Holmes permaneció ejerciendo activamente su profesión por espacio de veinte años, y que durante diecisiete de ellos se me permitió cooperar con él y llevar el registro de sus hazañas, se comprenderá fácilmente que dispongo de una gran masa de material. Mi problema ha consistido siempre en elegir, no en descubrir. Aquí tengo la larga hilera de agendas anuales que ocupan un estante, y ahí tengo también las cajas llenas de documentos que constituyen una verdadera cantera para quien quiera dedicarse a estudiar no sólo hechos criminosos, sino los escándalos sociales y gubernamentales de la última etapa de la era victoriana. A propósito de estos últimos, quiero decir a los que me escriben cartas angustiosas, suplicándome que no toque el honor de sus familias o el buen nombre de sus célebres antepasados, que no tienen nada que temer. La discreción y el elevado sentimiento del honor profesional que siempre distinguieron a mi amigo siguen actuando sobre mí en la tarea de seleccionar estas memorias, y jamás será traicionada ninguna confidencia. He de protestar, sin embargo, de la manera más enérgica contra los intentos que últimamente se han venido haciendo para apoderarse de estos documentos con ánimo de destruirlos. Conocemos la fuente de que proceden estos intentos delictivos. Si se repiten estoy yo autorizado por Holmes para anunciar que se dará publicidad a toda la historia referente a cierto político, al faro y al cuervo marino amaestrado. Esto que digo lo entenderá por lo menos un lector.

No es razonable creer que todos esos casos de que hablo dieron a Holmes oportunidad de poner en evidencia las extraordinarias dotes de instinto y de observación que yo me he esforzado por poner de relieve en estas memorias. Había veces en que tenía que recoger el fruto tras largos esfuerzos; otras se le venía fácilmente al regazo. Pero con frecuencia, en esos casos que menos oportunidades personales le ofrecían, se hallaban implicadas las más terribles tragedias humanas. Uno de ellos es el que ahora deseo referir. He modificado ligeramente los nombres de personas y de lugares, pero, fuera de eso, los hechos son tal y como yo los refiero.



Recibí cierta mañana (a finales de 1896) una nota apresurada de Holmes en la que solicitaba mi presencia. Al llegar a su casa, me lo encontré sentado y envuelto en una atmósfera cargada de humo de tabaco. En la silla que caía frente por frente de él había una señora anciana y maternal, del tipo rollizo de las dueñas de casas de pensión.



-Le presento a mistress Merrilow, de South Brixton -dijo mi amigo, indicándomela con un ademán de la mano-. Mistress Merrilow no tiene inconveniente en que se fume, Watson. Se lo digo por si quiere entregarse a esa sucia debilidad suya. Mistress Merrilow tiene una historia interesante que contar. Esa historia puede traer novedades en las que sería útil la presencia de usted.



-Todo lo que yo pueda hacer...



-Comprenderá usted, mistress Merrilow, que si yo me presento a mistress Ronder, preferiría hacerlo con un testigo. Déselo usted a entender antes que nosotros lleguemos.



-¡Bendito sea Dios, míster Holmes! -contestó nuestra visitante-. Ella tiene tales ansias de hablar con usted, que lo hará aunque se haga usted seguir de todos los habitantes de la parroquia.



-Iremos, téngalo presente, a primera hora de la tarde. Es, pues, preciso que, antes de ponernos en camino, conozcamos con exactitud todos los hechos. Si les damos un repaso ahora, el doctor Watson podrá ponerse al corriente de la situación. Usted me ha dicho que desde hace siete años tiene de inquilina a mistress Ronder, y que en todo ese tiempo sólo una vez le ha visto la cara.



-¡Y pluguiera a Dios que no se la hubiese visto! -exclamó mistress Merrilow.



-Tengo entendido que la tiene terriblemente mutilada.



-Tanto, míster Holmes, que ni cara parece. Esa fue la impresión que me produjo. Nuestro lechero la vio en cierta ocasión nada más que un segundo, cuando ella estaba curioseando por la ventana del piso superior, y cuál no sería su impresión, que dejó caer la vasija de la leche y ésta, corrió por todo el jardincillo delantero. Ahí verá usted qué clase de cara es la suya. En la ocasión en que yo la vi la pillé desprevenida, y se la tapó rápidamente, y luego dijo: «Ya sabe usted, por fin, la razón de que yo no me levante nunca el velo.»



-¿Sabe usted algo acerca de su vida anterior?



-Absolutamente nada.



-¿Dio alguna referencia cuando se presentó en su casa?



-No, señor, pero dio dinero contante y sonante y en mucha cantidad. Puso encima de la mesa el importe de un trimestre adelantado, y no discutió precios. Una mujer pobre como yo, no puede permitirse en estos tiempos rechazar una oportunidad como ésa.



-¿Alegó alguna razón para dar la preferencia a su casa?



-Mi casa está muy retirada de la carretera y es más recogida que otras muchas. Además, yo sólo tengo una inquilina y soy mujer sin familia propia. Me imagino que había visitado otras casas y que la mía le resultó de mayor conveniencia suya. Lo que ella busca es vivir oculta, y está dispuesta a pagarlo.



-Ha dicho usted que jamás esa señora dejó ver su cara, salvo en esa ocasión y por casualidad. Pues sí, es la suya una historia extraordinaria, muy extraordinaria, y no me admiro de que desee hacer luz en ella.



-No, míster Holmes, yo no lo deseo. Me doy por satisfecha con cobrar mi renta. No es posible conseguir una inquilina más tranquila ni que dé menos trabajo.



-¿Y qué ha ocurrido entonces para que se haya lanzado a dar este paso?



-Su salud, míster Holmes. Me da la impresión de que se está acabando. Además, algo espantoso hay en aquella cabeza. «¡Asesino! -grita- ¡Asesino!» Y otra vez la oí: «¡Fiera! ¡Monstruo!» Era de noche, y sus gritos resonaban por toda la casa, dándome escalofríos. Por eso fui a verla por la mañana, y le dije: «Mistress Ronder, si tiene usted algún secreto que conturba su alma, para eso están el clero y la Policía. Entre unos y otros le proporcionarían alguna ayuda.» Ella exclamó: «Nada de Policía, por amor de Dios. Y en cuanto al clero, no es posible cambiar el pasado. Y, sin embargo, me quitaría un peso del alma que alguien se enterase de la verdad, antes que yo me muera.» «Pues bien -le dije yo-; si no quiere usted nada con la Policía, tenemos a ese detective del que tanto leemos», con su perdón, míster Holmes. Ella se agarró a esa idea inmediatamente, y dijo: "Ése es el hombre que necesito. ¿Cómo no se me ocurrió jamás acudir a él? Tráigalo, mistress Merrilow, y si pone inconvenientes a venir, dígale que yo soy la mujer de la colección de fieras de Ronder. Dígale eso y cítele el nombre de «Abbas Parva»." Aquí está como ella lo escribió: «Abbas Parva.» «Eso le hará venir si él es tal y como yo me lo imagino.»



-Me hará ir, en efecto -comentó Holmes-. Muy bien, mistress Merrilow. Desearía tener una breve conversación con el doctor Watson. Eso nos llevará hasta la hora del almuerzo. Puede contar con que llegaremos a su casa de Brixton a eso de las tres.






Apenas sí nuestra visitante había salido de la habitación con sus andares menudos y bamboleantes de ánade, cuando ya Sherlock Holmes se había lanzado con furiosa energía sobre una pila de libros vulgares que había en un rincón. Se escuchó durante algunos minutos un constante roce de hojas y de pronto un gruñido de satisfacción, porque había dado con lo que buscaba. Era tal su excitación que no se levantó, sino que permaneció sentado en el suelo, lo mismo que un Buda extraño, con las piernas cruzadas, rodeado de gruesos volúmenes, y con uno de ellos abierto encima de las rodillas.



-Watson, éste es un caso que en su tiempo me trajo preocupado. Fíjese en mis notas marginales que lo demuestran. Reconozco que no logré explicármelo. Sin embargo, estaba convencido de que el juez de investigación estaba equivocado. ¿No recuerda usted la tragedia de Abbas Parva?



-En absoluto, Holmes.



-Sin embargo, por aquel entonces vivía usted conmigo. Desde luego, también mis impresiones del caso eran muy superficiales, porque no disponía de datos en que apoyarme, y porque ninguna de las dos partes había solicitado mis servicios. Quizá le interese leer los periódicos.



-¿No podría señalarme usted mismo los detalles sobresalientes?



-Es cosa muy fácil de hacer. Ya verá cómo los recuerda conforme yo vaya hablando. El nombre de Ronder era, desde luego, conocidísimo. Era el rival de Wombwell y de Sanger. Uno de los más grandes empresarios de circo de su tiempo. Hay, sin embargo, pruebas de que se entregó a la bebida y de que al ocurrir la tragedia se hallaban tanto él como su circo ambulante en decadencia. La caravana se había detenido para pasar la noche en Abbas Parva, pueblo pequeño del Berkshire, que fue donde ocurrió este hecho horrendo. Iban camino de Wimbledon y viajaban por carretera. Se limitaron, pues, a acampar, sin hacer exhibición alguna, porque se trataba de un lugar tan pequeño que no les habría compensado el trabajo.



»Entre las fieras que exhibían figuraba un magnífico ejemplar de león de África. Le llamaban el Rey del Sáhara, y tanto Ronder como su mujer tenían por costumbre realizar exhibiciones dentro de su jaula. Ahí tiene una foto de la escena. Verá por ella que Ronder era un cerdo corpulento, y su esposa, una espléndida mujer. Alguien testimonió durante la investigación que el león había ofrecido síntomas de estar de humor peligroso, pero que, como de costumbre, la familiaridad engendra el menosprecio, y nadie hizo caso.



»Era cosa corriente que Ronder o su esposa diesen de comer al león por la noche. Unas veces lo hacía uno de ellos, otras, los dos juntos; pero nunca permitían que nadie más le diese de comer, creyendo que mientras fuesen ellos los que le llevaban el alimento, el león los consideraría como bienhechores suyos y no les haría ningún daño. La noche del suceso habían entrado los dos a darle de comer, y entonces ocurrió un suceso horrendo, pero cuyos detalles nunca se consiguió poner en claro.



»Parece que el campamento todo se despertó hacia medianoche por los rugidos del animal y los chillidos de la mujer. Todos los cuidadores y empleados acudieron desde sus tiendas corriendo, llevando linternas. A la luz de éstas vieron un espectáculo terrible. Ronder yacía en el suelo, con la parte posterior del cráneo hundida y con señales de profundos zarpazos en el cuero cabelludo; a unos diez metros de distancia de la jaula, que estaba abierta. Cerca de la puerta de la jaula yacía mistress Ronder, de espaldas, con la fiera acurrucada y enseñando los dientes encima de ella. Le había destrozado la cara de tal manera que no se creyó que sobreviviría. Varios de los artistas del circo, encabezados por el forzudo Leonardo y por el payaso Griggs, acometieron a la fiera con pértigas, y el león dio un salto hacia atrás y se metió en la jaula, que aquéllos se apresuraron a cerrar.



»Nadie supo cómo había quedado abierta. Se llegó a la suposición de que la pareja había intentado entrar en la jaula, pero que, en el instante en que fueron corridos los cierres de la puerta, el animal se lanzó sobre ellos de un salto. Ningún otro detalle de interés apareció en la investigación, fuera de que la mujer, en el delirio de sus atroces dolores, no cesaba de gritar: «¡Cobarde! ¡Cobarde!», cuando la conducían al carromato en que vivían. Transcurrieron seis meses antes que ella pudiera prestar declaración, pero se cumplieron debidamente todos los trámites, y el veredicto del jurado del juez de instrucción fue de muerte sobrevenida por una desgracia.



-¿Cabía otra alternativa? -pregunté yo.



-Tiene usted razón de hacer esa pregunta. Sin embargo, había un par de detalles que trajeron desasosiego a Edmunds, de la Policía de Berkshire. ¡Magnífico muchacho el tal Edmunds! Más adelante lo destinaron a Allahabad. Gracias a él me puse en contacto con el asunto, porque se dejó caer por aquí y fumamos un par de pipas hablando del mismo.



-¿Era un individuo delgado y de pelo rubio?



-Exactamente. Tenía la seguridad de que descubriría usted su pista inmediatamente.



-¿Y qué fue lo que le preocupaba?



-La verdad es que nos preocupó a los dos. Resultaba endiabladamente difícil reconstruir el hecho. Mírelo desde el punto de vista del león. Se ve en libertad. ¿Y qué hace entonces? Da media docena de saltos hacia delante para ir a caer sobre Ronder. Éste se da media vuelta para huir, puesto que las señales de los zarpazos las tenía en la parte posterior de la cabeza; pero el león le derriba. Entonces, en vez de dar otro salto y escapar, se vuelve hacia la mujer, que estaba cerca de la jaula, la derriba de espaldas y le mastica la cara. Por otro lado, los gritos de la mujer parecían dar a entender que el marido le había fallado de una u otra manera. ¿Qué pudo hacer el pobre hombre para socorrerla? ¿No ve usted la dificultad?



-Desde luego.



-Pero había algo más, que se me ocurre a mí, ahora que vuelvo a repasar el asunto. Algunas de las personas declararon que, coincidiendo con los rugidos del león y con los chillidos de la mujer, se oyeron gritos de terror que daba un hombre.



-Serían de Ronder, sin duda.



-Difícilmente podía gritar si estaba con el cráneo destrozado. Dos testigos, por lo menos, se refieren a gritos de un hombre mezclados con los de una mujer.



-Yo creo que para entonces estaría gritando el campamento entero. Por lo que se refiere a los demás puntos, creo que podría apuntar una solución.



-La tomaré muy a gusto en consideración.



-Cuando el león se vio en libertad, él y ella estaban juntos, a diez metros de la jaula. Ronder se dio media vuelta y fue derribado. La mujer concibió la idea de meterse dentro de la jaula y de cerrar la puerta. Era aquél su único refugio. Se lanzó a ponerla en práctica, pero cuando ya llegaba a la puerta, la fiera saltó sobre ella y la derribó. La mujer, irritada contra su marido, porque, al huir éste, la fiera se había enfurecido. Si ambos le hubiesen hecho frente, quizá la hubiesen obligado a retroceder. De ahí sus estentóreos gritos de «¡Cobarde!»



-¡Magnífico, Watson! Su brillante exposición no tiene más que un defecto.



-¿Qué defecto, Holmes?



-Si ambos estaban a diez pasos de distancia de la jaula, ¿cómo llegó la fiera a encontrarse con la puerta abierta?



-¿No es posible que tuviesen algún enemigo y que éste la abrió?



-¿Y por qué había de acometerlos de manera tan salvaje si estaba acostumbrada a jugar con ellos y a exhibir con ellos sus habilidades dentro de la jaula?



-Quizás ese mismo enemigo había hecho algo con el propósito de enfurecerlo.



Holmes permaneció pensativo y en silencio durante algunos momentos.



-Bien, Watson, hay algo que decir en favor de su hipótesis. Ronder era un hombre que tenía muchos enemigos. Edmunds me dijo que cuando estaba metido en copas era espantoso. Hombre corpulento y fanfarrón, maltrataba de palabra y obra a cuantos se le cruzaban en el camino. Yo creo que aquellos gritos de monstruo, de los que nos ha hablado nuestra visitante, son reminiscencias nocturnas del muerto querido. Sin embargo, todo esto no son sino cábalas fútiles mientras no conozcamos todos los hechos. Tenemos en el aparador una perdiz fría y una botella de Montrachet. Renovemos nuestras energías antes que tengamos que exigirles un nuevo esfuerzo.





Cuando nuestro coche hamson nos dejó junto a la casa de mistress Merrilow, nos encontramos a la rolliza señora cerrando con su cuerpo el hueco de la puerta de su morada humilde, pero retirada. Era evidente que su precaucion principal era la de no perder una buena inquilina, y antes de conducirnos al piso superior nos suplicó que no dijésemos ni hiciésemos nada que pudiera provocar un hecho tan indeseable. Por fin, después de haberle dado toda clase de seguridades, nos condujo por la escalera, estrecha y mal alfombrada, hasta la habitación de la misteriosa inquilina.



Era un cuarto mal ventilado, angosto, que olía a rancio, como no podía menos, puesto que la ocupante no salía de él apenas. Por algo que parecía justicia del Destino, aquella mujer que tenía encerradas a las fieras en una jaula había acabado siendo como una fiera dentro de una jaula. Se hallaba sentada en un sillón roto, en el rincón más oscuro del cuarto. Los largos años de inactividad habían quitado algo de esbeltez a las líneas de su cuerpo, que debió de ser hermoso, y conservaba aún su plenitud y voluptuosidad. Un grueso velo negro le cubría el rostro, pero el borde del mismo terminaba justamente encima del labio superior, dejando al descubierto una boca perfecta y una barbilla finamente redondeada. Yo pensé que, en efecto, debió de ser una mujer extraordinaria. También su voz era de timbre delicado y agradable.



-Míster Holmes, usted conoce ya mi nombre -explicó-. Pensé que bastaría para que viniese.



-Así es, señora, aunque no acabo de comprender cómo sabe que yo estuve interesado en el caso suyo.



-Lo supe cuando, recobrada ya mi salud, fui interrogada por el detective del condado, míster Edmunds. Pero yo le mentí. Quizás había sido más prudente decirle la verdad.



-Por lo general, decir la verdad suele ser lo más prudente. ¿Y por qué mintió usted?



-Porque de ello dependía la suerte de otra persona. Era un ser indigno por demás. Yo lo sabía, pero no quise que su destrucción recayese sobre mi conciencia. ¡Habíamos vivido tan cerca, tan cerca!



-¿Ha desaparecido ya ese impedimento?



-Sí, señor. La persona a que aludo ha muerto.



-¿Por qué, entonces, no le cuenta usted ahora a la Policía todo lo que sabe?



-Porque hay que pensar también en otra persona. Esa otra persona soy yo. Sería incapaz de aguantar el escándalo y la publicidad que acarrearía el que la Policía tomase en sus manos el asunto. No es mucho lo que me queda de vida, pero deseo morir sin ser molestada. Sin embargo, deseaba dar con una persona de buen criterio a la que poder confiar mi terrible historia, de modo que, cuando yo muera, pueda ser comprendido cuanto ocurrió.



-Eso es un elogio que usted me hace, señora. Pero soy, además, una persona que tiene el sentimiento de su responsabilidad. No le prometo que, después que usted haya hablado, no me crea en el deber de poner su caso en conocimiento de la Policía.



-Creo que no lo hará usted, míster Holmes. Conozco demasiado bien su carácter y sus métodos, porque vengo siguiendo su labor desde hace varios anos. El único placer que me ha dejado el Destino es el de la lectura, y pocas cosas de las que ocurren por el mundo se me pasan inadvertidas. En todo caso, estoy dispuesta a correr el riesgo del empleo que usted pudiera hacer de mi tragedia. Mi alma sentirá alivio contándola.



-Tanto mi amigo como yo, nos alegraríamos de oírla.



La mujer se levantó y sacó de un cajón la fotografía de un hombre. Saltaba a la vista que se trataba de un acróbata profesional, de magnífica conformación física. Estaba retratado con sus poderosos brazos cruzados delante del arqueado pecho, y con una sonrisa que asomaba por entre sus tupidos bigotes; la sonrisa engreída del hombre conquistador de mujeres.



-Es Leonardo -nos dijo.



-¿Leonardo, el forzudo que prestó declaración?



-El mismo. Y este otro es... mi marido.



Era una cara espantosa. La cara de un cerdo humano, o más bien de un jabalí formidable en su bestialidad. Era fácil imaginarse aquella boca repugnante, rechinando y echando espumarajos en sus momentos de rabia, y aquellos ojillos malignos proyectando sus ruindades sobre todo lo que miraban. Rufián, fanfarrón, bestia; todo eso estaba escrito en aquel rostro de gruesa mandíbula.



-Estos dos retratos les ayudarán, caballeros, a comprender esta historia. Cuando yo tenía diez años era ya una muchacha de circo, educada en el serrín de la pista y que saltaba por el aro. Cuando me convertí en mujer, se enamoró de mí este hombre, si a su lascivia se le puede dar el nombre de amor. En un mal momento me casé con él. Desde ese día viví en un infierno, y él fue el demonio que me atormentó. No había una sola persona en toda la compañía que no supiese cómo me trataba. Me abandonó para ir con otras. Si yo me quejaba, solía atarme y me azotaba con su fusta de montar. Todos me compadecían y todos le odiaban, pero, ¿qué podían hacer? Desde el primero hasta el último le temían. Porque era terrible en todo momento, pero llegaba a sanguinario siempre que estaba borracho. Una y otra vez fue condenado por agresión y por crueldades con los animales; pero tenía dinero abundante, y le importaban muy poco las multas. Los mejores artistas nos abandonaron, y el espectáculo empezó a ir cuesta abajo. únicamente Leonardo y yo lo sosteníamos, con la ayuda del pequeño Jimmy Griggs, el payaso. Este pobre hombre no tenía muchos motivos para estar de buen humor, pero se esforzaba cuanto podía en evitar que todo se derrumbase.



»Leonardo entró entonces cada vez más íntimamente en mi vida. Ya han visto ustedes cómo era físicamente. Ahora sé cuán pobre era el espíritu encerrado en un cuerpo tan magnífico, pero, comparado con mi marido, parecía algo así como el ángel Gabriel. Me compadeció y me ayudó, hasta que nuestra intimidad sé convirtió en amor; un amor profundo, profundísimo, apasionado, con el que yo había soñado siempre, pero que nunca esperé sentir. Mi marido lo sospechó, pero yo creo que tenía tanto de cobarde como de bravucón, y que Leonardo era el único hombre al que temía. Se vengó a su manera, atormentándome cada vez más. Una noche mis gritos trajeron a Leonardo hasta la puerta de nuestro carromato. Aquella vez bordeamos la tragedia, y mi amante y yo no tardamos en comprender que no era posible evitarla. Mi marido no tenía derecho a vivir. Planeamos su muerte.



»Leonardo era hombre de cerebro astuto y calculador. Fue él quien lo planeó todo. No lo digo para censurarle, porque yo estaba dispuesta a acompañarle hasta la última pulgada del camino. Pero yo no habría tenido jamás el ingenio necesario para trazar aquel plan. Preparamos una clava (fue Leonardo quien la fabricó), y en la cabeza de la misma, hecha de plomo, aseguramos cinco largas uñas de acero, con las puntas fuera y de la misma anchura de la garra del león. Daríamos con ella a mi marido el golpe de muerte, pero, por las señales que quedarían haríamos pensar a todos que se la había producido el león, al que dejaríamos libre.



»La noche estaba negra corno la pez cuando mi marido y yo marchamos, según era nuestra costumbre, a dar de comer a la fiera. Llevábamos la carne cruda en un cubo de cinc. Leonardo estaba al acecho detrás de la esquina del gran carromato junto al cual teníamos que pasar antes de llegar a la jaula.



»Actuó con retraso; cruzamos por delante de él sin que descargase el golpe; pero nos siguió de puntillas, y yo oí el crujido que produjo la clava al destrozar el cráneo. Fue un ruido que hizo dar un vuelco de alegría a mi corazón. Corrí hacia delante y solté el cierre que sujetaba la puerta de la gran jaula del león.



»Y entonces ocurrió una cosa terrible. Quizás esté usted enterado de lo rápidos que son estos animales para recibir el husmillo de la sangre humana, y cómo ésta los excita. Algún instinto extraño debió de hacer barruntar al león que un ser humano había muerto. Al descorrer yo el cerrojo saltó y se me vino encima en un segundo. Leonardo pudo salvarme. Si él se hubiese abalanzado sobre el león y le hubiese golpeado con la maza, habría podido hacerle retroceder. Pero se acobardó. Le oí gritar aterrorizado y le vi darse inedia vuelta y huir. En el mismo instante sentí en mi carne los dientes del león. Ya su aliento abrasador y sució me había envenenado y apenas si experimenté sensación alguna de dolor. Intenté apartar con las palmas de mis manos las tremendas fauces, manchadas de sangre y que lanzaban un vaho hirviente y grité pidiendo socorro. Tuve la sensación de que todo el campamento se ponía en movimiento y conservo el confuso recuerdo de que un grupo de hombres, compuesto por Leonardo, Griggs y otros, me sacaron de debajo de las zarpas de la fiera. Ése fue, míster Holmes, por espacio de muchos meses fatigosos, el último de mis recuerdos. Cuando recobré la razón y me vi en el espejo maldije al león, ¡oh!, cómo lo maldije!; no porque había destrozado mi hermosura, sino por no haberme arrancado la vida. Sólo un deseo tenía, míster Holmes, y contaba con dinero suficiente para satisfacerlo. Este deseo era el de cubrirme el rostro de manera que nadie pudiera verlo, y vivir donde nadie de cuantos yo había conocido pudieran encontrarme. Eso era lo único que ya me restaba por hacer; y eso es lo que he venido haciendo. Convertida en un pobre animal que se ha arrastrado hasta dentro de un agujero para morir; así es cómo acaba su vida Eugenia Ronder.





Permanecimos sentados en silencio un rato, cuando ya la desdichada mujer había acabado de relatar su historia. De pronto, Holmes extendió su largo brazo y palmeó en la mano a la mujer con una expresión de simpatía como rara vez yo le había visto exteriorizar.



-¡Pobre muchacha! ¡Pobre muchacha! -decía-. Los manejos del Destino son, en verdad, difíciles de comprender. Si no existe alguna compensación en el más allá, entonces el mundo no es sino una broma cruel. ¿Y qué fue del tal Leonardo?



-Jamás volví a verlo ni oír hablar de él. Quizá no tuve razón para llevar mi animosidad hasta ese punto. Quizás él hubiese amado a esta pobre cosa que el león había dejado, lo mismo que a uno de esos monstruos de mujer que exhibimos por el país. Pero no se puede hacer tan fácilmente a un lado el amor de una mujer. Aquel hombre me había dejado entre las garras de la fiera, me había abandonado en el momento de peligro. Sin embargo, no pude decidirme a entregarlo a la horca. Mi suerte me tenía sin cuidado. ¿Qué podía ser más angustioso que mi vida actual? Pero me interpuse entre Leonardo y su destino.



-¿Y ha muerto ya?



-Se ahogó el mes pasado mientras se bañaba cerca de Margate. Leí su muerte en los periódicos.



-¿Y qué hizo de su clava de cinco garras, detalle éste el más extraordinario e ingenioso de toda su historia?



-No puedo decírselo, míster Holmes. Cerca del campamento había una cantera de cal que tenía en su base una profunda ciénaga verdosa. Quizás en el fondo de la misma...



-Bien, bien, la cosa tiene ya poca importancia. El caso ha quedado concluso.



Nos habíamos puesto en pie para retirarnos, pero algo observó Holmes en la voz de la mujer que atrajo su atención. Volvióse rápidamente hacia ella.



-Su vida no le pertenece -le dijo-. No atente contra ella.



-¿Qué utilidad tiene para nadie?



-¿Qué sabe usted? El sufrir con paciencia constituye por sí mismo la más preciosa de las lecciones que se pueden dar a un mundo impaciente.



La contestación de la mujer fue espantosa. Se levantó el velo y avanzó hasta que le dio la luz de lleno, y dijo:



-¡A ver si es usted capaz de aguantar esto!



Era una cosa horrible. No existen palabras para describir la conformación de una cara, cuando ésta ha dejado de ser cara. Los dos ojos oscuros, hermosos y llenos de vida, que miraban desde aquella ruina cartilaginosa, realzaban aún más lo horrendo de semejante visión. Holmes alzó las manos en ademán de compasión y de protesta, y los dos juntos abandonamos el cuarto.







Dos días después fui a visitar a mi amigo, y éste me señaló con cierto orgullo una pequeña botella que había encima de la repisa de la chimenea. La cogí en la mano. Tenía una etiqueta roja, de veneno. Al abrirla, se esparció un agradable olor de almendras.



-¿Ácido prúsico? -le pregunté.



-Exactamente. Me ha llegado por el correo. «Le envío a usted mi tentación. Seguiré su consejo.» Eso decía el mensaje. Creo, Watson, que podemos adivinar el nombre de la valerosa mujer que lo ha enviado.



Sir Arthur Conan Doyle