sábado, 4 de febrero de 2012

Cita de la semana




















Yo acuso


Carta a Monsieur Félix Faure, presidente de la República



Este texto se publicó en L'Aurore el 13 de enero de 1898.

La gente ignora que estas páginas se imprimieron primero como folleto, al igual que

las dos cartas anteriores. Cuando estaba a punto de poner el folleto a la venta, se me

ocurrió que el escrito obtendría mayor resonancia y publicidad si lo publicaba en un

periódico. L'Aurore había tomado ya partido, con una independencia y un valor

admirables, y, naturalmente, me dirigí a él. Desde entonces, ese periódico se convirtió en

mi refugio, en la tribuna de libertad y de verdad desde donde pude decir todo. Siento aún

por su director, Monsieur Ernest Vaughan, un profundo agradecimiento. Después de que

de ese número de L'Aurore se vendieran trescientos mil ejemplares, y tras las diligencias

judiciales que siguieron, el folleto no salió del almacén. Así, al día siguiente del acto que

había decidido y ejecutado, creí oportuno guardar silencio en espera de mi juicio y de

las consecuencias que ya me imaginaba.

Señor presidente,

¿me permitirá usted, en agradecimiento por la benévola acogida que me dispensó un

día, que me preocupe por su merecida gloria y que le diga que su estrella, tan afortunada

hasta ahora, se ve amenazada por la más vergonzosa a imborrable de las manchas?

Ha salido usted indemne de las calumnias más rastreras, ha conquistado los corazones

de la gente. Aparece usted radiante en la apoteosis de esa fiesta patriótica que ha sido

para Francia la alianza rusa, y se dispone a presidir el solemne triunfo de nuestra

Exposición Universal, que coronará nuestro gran siglo de trabajo, de verdad y de libertad.

No obstante, ¡qué mancha de lodo sobre su nombre -iba a decir sobre su reinado- ha

arrojado el abominable caso Dreyfus! Un consejo de guerra acaba de atreverse, por decreto,

a absolver a un individuo como Esterhazy, supremo insulto a toda verdad, a toda

justicia. Se acabó, Francia ostenta ahora esa mancha en la mejilla y la historia escribirá

que semejante crimen social fue posible bajo su presidencia.

Pero si ellos se atrevieron, yo también me atreveré. Diré la verdad, porque prometí

decirla si no lo hacía plenamente y por entero la justicia. Mi deber es hablar, no quiero

ser cómplice. Mis noches se verían asediadas por el espectro del inocente que,

padeciendo el más horrible suplicio, expira un crimen que no ha cometido.

Y a usted, señor presidente, le gritaré esa verdad, con toda la fuerza que me da mi

rechazo de hombre decente. En su honor, quiero suponer que usted ignora esa verdad. ¿Y

a quién pues, iba yo a denunciar esa pandilla malsana de verdaderos culpables sino a

usted, el primer magistrado del país?

Ante todo, la verdad sobre el proceso y sobre la condena de Dreyfus.

Todo lo ha dirigido, todo lo ha realizado un hombre nefasto, el teniente coronel Du Paty

de Clam, por entonces simple comandante. Él es prácticamente el caso Dreyfus; pero eso

no se sabrá hasta que una investigación leal establezca claramente sus actos y sus

responsabilidades. Posee la mente más turbia, más enrevesada y obsesionada por intrigas

novelescas que conozco, y se vale de recursos de folletín, de papeles robados, cartas

anónimas, citas en lugares desiertos, mujeres que, de noche, entregan pruebas contundentes.

Él ideó dictar el escrito a Dreyfus; él propuso examinar a Dreyfus en un cuarto

enteramente revestido de espejos; a él lo describe el comandante Forzinetti penetrando,

provisto de una linterna velada, en la celda donde duerme el acusado para proyectarle

bruscamente sobre la cara un chorro de luz y sorprender el crimen en sus labios con la

emoción del despertar. No tengo por qué contarlo todo; que busquen, ya encontrarán.

Declaro sencillamente que el comandante Du Paty de Clam, encargado de instruir el

sumario del caso Dreyfus en calidad de oficial judicial, es, en lo relativo a fechas y responsabilidades,

el primer culpable del espantoso error judicial que se cometió.

Hacía tiempo que el escrito estaba en manos del coronel Sandherr, director del Bureau

de Renseignements, quien falleció tras padecer una parálisis general. Se producían

«pérdidas», desaparecían papeles y aún hoy siguen desapareciendo; mientras buscaban al

autor del escrito, se fue creando la idea preconcebida de que el autor sólo podía ser un

oñcial del Estado Mayor, y además oficial de artillería: doble y manifiesto error, que

demuestra con qué superficialidad estudiaron el escrito, pues un examen sensato demuestra

que no podia tratarse más que de un oficial de tropa.

Así pues, empezaron a buscar en casa, a exa minar tipos de letra, como si de un asunto

de familia se tratara, con la intención de sorprender a un traidor en las propias oficinas

para expulsarle. Entonces -no pretendo reconstruir ahora una historia en parte conocida-,

desde que la primera sospecha recae sobre Dreyfus, el comandante Du Paty de Clam

entra en escena. A partir de ese momento, él fue quien se inventó a Dreyfus, el caso se

convirtió en su caso, se empeñó en confundir al traidor, en arrancarle una confesión

completa. Por supuesto, están también el ministro de la Guerra, el general Mercier, cuya

inteligencia parece mediocre; el jefe del Estado Mayor, el general De Boisdeffre, que da

la impresión de haber sucumbido a su pasión clerical, y el subjefe de Estado Mayor, el

general Gonse, cuya conciencia se acomodó a muchas cosas. Pero, en realidad, el que

cuenta es el comandante Du Paty de Clam, que los maneja a todos, que los hipnotiza a

todos, pues también siente afición por el espiritismo y las ciencias ocultas y conversa con

los espíritus. Cuesta imaginar a qué experiencias sometió al infeliz Dreyfus, en qué

trampas quiso hacerle caer, qué descabelladas investigaciones, qué monstruosas

imaginaciones; en suma, lo some tió a una tortura demencial.

¡Ah, ese primer caso es como una pesadilla para quien conoce sus verdaderos detalles!

El comandante Du Paty de Clam detiene a Dreyfus, lo incomunica. Corre a ver a

Madame Dreyfus, la aterroriza, le dice que, si habla, su marido está perdido. Entretanto,

el infeliz se mesa los cabellos, clama su inocencia. Y asi se procedió al sumario, como en

una crónica del siglo XV, rodeado de misterio, en medio de la confusión de informes

crueles, y basándose en una única acusación infantil, ese estúpido escrito que no sólo

equivalía a una traición vulgar, sino que, además, era la más impúdica de las estafas, pues

casi todos los célebres secretos que en él se revelaban carecían de valor. Mi insistencia se

debe a que ése es el meollo de la cuestión, de donde saldrá más tarde el verdadero

crimen, la espantosa falta de justicia que aqueja a Francia. Me gustaría dejar bien sentado

de qué modo se llegó al error judicial, cómo nació de las maquinaciones del comandante

Du Paty de Clam, de qué manera el general Mercier y los generales De Boisdeffre y

Gonse pudieron dejar que poco a poco los enredaran y comprometieran sus

responsabilidades en ese error, error que más adelante se sintieron obligados a imponer

como la sacrosanta verdad, que no admite discusión. Asi pues, al principio, no hay más

que incuria y falta de inteligencia por parte de esos hombres. A lo sumo, se les ve ceder a

las pasiones religiosas del ambiente y a los prejuicios del corporativismo. Ellos permitieron

que se cometiera el disparate.

Ya tenemos a Dreyfus ante el consejo de guerra. Se exigió que fuera a puerta cerrada.

No se tomarían medidas de silencio y de misterio más rigurosas para un traidor que

hubiese abierto la frontera al enemigo para dejar al emperador alemán el paso libre hasta

Notre Dame. La nación se halla estupefacta, la gente susurra hechos terribles, traiciones

monstruosas, de esas que indignan a la Historia; y, por supuesto, la nación se inclina.

Ningún castigo será lo bastante severo, la nación aplaudirá la degradación pública,

exigirá que el culpable, devorado por los remordimientos, permanezca en su infamante islote.

¿Serán verdad esas cosas inconfesables y peligrosas, capaces de hacer arder a

Europa, que hubo que ocultar cuidadosamente tras ese juicio a puerta cerrada? ¡No!

Detrás no hubo nada salvo la imaginación novelesca y demencial del comandante Du

Paty de Clam. Todo ese enredo no tuvo otro fin que el de ocultar la novela fo lletinesca

más absurda. Para comprobarlo, basta con estudiar atentamente el acta de acusación,

leída ante el consejo de guerra.

En el acta de acusación no había nada. Que hayan podido condenar a un hombre

basándose en esa acta es un prodigio de iniquidad. Dudo que la gente honrada pueda

leerla sin que su corazón salte de indignación ni proteste a gritos al pensar en aquella

desmesurada expiación, a11á, en la isla del Diablo. Dreyfus sabe varios idio mas, crimen;

no encontraron en su casa ningún documento comprometedor, crimen; visita en ocasiones

su país de origen, crimen; es trabajador, se preocupa por enterarse de todo, crimen; no

pierde la calma, crimen; pierde la calma, crimen. ¡Y esa redacción llena de ingenuidades,

esos vacuos asertos formales! Nos habían hablado de catorce cargos acusatorios: no

encontramos más que uno, el del escrito; nos enteramos incluso de que los expertos no

estaban de acuerdo, de que uno, Monsieur Gobert, fue amonestado de manera terminante

porque no se decidía a sacar conclusiones en el sentido deseado. Se comentaba también

que habían acudido veintitrés oficiales para hundir a Dreyfus con sus testimonios.

Desconocemos los interrogatorios, pero parece seguro que no todos decla raron en contra;

conviene mencionar además que todos pertenecían al Ministerio de la Guerra. Es un

proceso en familia, están como en casa. No hay que olvidarlo: el Estado Mayor quiso el

juicio, juzgó a Dreyfus y acaba de juzgarlo por segunda vez.

Por lo tanto, sólo quedaba el escrito, y los expertos no se pusieron de acuerdo. Cuentan

que, en la sala de deliberación, los jueces, naturalmente, se disponían a absolver. ¡Qué

fácil es comprender ahora la desesperada obstinación con la que hoy, para justificar la

condena, se afirma la existencia de una prueba secreta, abrumadora, una prueba que no se

puede enseñar, que lo legitima todo, ante la que hemos de inclinarnos, Dios invisible a

incognoscible! ¡Niego esa prueba, la niego con todas mis fuerzas! Una prueba ridícula, sí,

tal vez la prueba donde se ha bla de mujerzuelas y que alude a un tal D. que se ha vuelto

demasiado exigente: sin duda algún marido que opina que no pagan lo suficiente a su

mujer. ¡Pero no una prueba que afecte a la defensa nacional, que no se podría revelar sin

que al día siguiente se declarara la guerra! ¡No y no! ¡Mentira! Y lo más odioso, lo más

cínico, es que mienten impunemente sin que nadie pueda demostrárselo. Alborotan a

Francia, se amparan en la legítima emoción de ésta, acallan las bocas tras turbar los

corazones y pervertir las mentes. No conozco mayor delito cívico.

Éstos son, señor presidente, los hechos que explican cómo pudo cometerse un error

judicial; y las pruebas morales, la situación económica de Dreyfus, la ausencia de

motivos, su continuo grito de inocencia, acaban por mostrárnoslo como una víctima de la

extraordinaria imaginación del comandante Du Paty de Clam, del ambiente clerical que

lo rodeaba, de esa caza a los «cochinos judíos» que deshonra nuestros tiempos.

Llegamos ya al caso Esterhazy. Han trans currido tres años, muchas conciencias siguen

profundamente turbadas, se inquietan, buscan y acaban por convencerse de la inocencia

de Dreyfus.

No voy a narrar la trayectoria de dudas y posterior convicción de Monsieur Scheurer-

Kestner. Sin embargo, mientras él investigaba por su lado, graves hechos ocurrían en el

propio Estado Mayor. Había muerto el coronel Sandherr, y el teniente coronel Picquart le

había sucedido como jefe del Bureau de Renseignements. Un día, hallándose éste en

funciones, cayó en sus manos una carta-telegrama enviada al comandante Esterhazy por

un agente de una potencia extranjera. Su estricto deber era abrir una investigación. Lo

cierto es que nunca obró al margen de la voluntad de sus superiores. Confió, pues, sus

sospechas a éstos, al general Gonse, al general De Boisdeffre y, por fin, al general Billot,

quien había sucedido al general Mercier como ministro de la Guerra. El famoso expediente

Picquart, del que tanto se ha hablado, nunca ha sido más que el expediente Billot,

o sea, un expediente realizado por un subordinado para su ministro, expediente que aún

debe de hallarse en el Ministerio de la Guerra. Las pesquisas se prolongaron de mayo a

septiembre de 1896, y lo que hay que afirmar en voz alta es que el general Gonse estaba

convencido de la culpabilidad de Esterhazy y que ni el general De Boisdeffre ni el

general Billot ponían en duda que el escrito fuera de puño y letra de Esterhazy. La

investigación del teniente coronel Picquart había llevado a esa evidente constatación.

Pero se produjo una enorme conmoción, ya que la condena de Esterhazy acarrearía

inevitablemente la revisión del caso Dreyfus; y el Estado Mayor no quería eso a ningún

precio.

Debió de darse entonces un minuto psicológico lleno de angustia. Observe que el

general Billot no estaba en absoluto comprometido, acababa de llegar, podía establecer la

verdad. No se atrevió, sin duda por miedo a la opinión pública y por temor a implicar a

todo el Estado Mayor, al general De Boisdeffre, al general Gonse, sin contar a los

subordinados. Después, no hubo más que un minuto de lucha entre su conciencia y lo que

creyó que era el interés militar. Pasó el minuto y fue ya demasiado tarde. Se había comprometido,

se había embarcado. Desde entonces su responsabilidad no ha hecho más que

aumentar, cargo con el delito de los demás, se ha vuelto tan culpable como los otros, más

culpable aún, pues fue dueño de hacer justicia y no hizo nada. ¿No lo entiende usted?

¡Hace ya un año que el general Billot, que los generales De Boisdeffre y Gonse saben que

Dreyfus es inocente y han guardado para sí esa cosa atroz! ¡Y esa gente duerme y quiere

a su mujer y a sus hijos!

El teniente coronel Picquart había cumplido con su deber como hombre honrado que

era. Insistió ante sus superiores en nombre de la justicia. Hasta les suplicó, les dijo cuán

poco políticos eran sus aplazamientos, previó la terrible tormenta que se avecinaba y que

estallaría cuando se supiera la verdad. El mismo lenguaje utilizó después Monsieur

Scheurer-Kestner delante del general Billot cuando le exhortó a que, por patriotismo, se

encargara personalmente del caso, a que no lo dejara agravarse hasta el punto de

degenerar en un desastre público. ¡No! El crimen se había cometido, el Estado Mayor no

podía ya confesar su delito. Trasladaron al teniente coronel Picqua rt, fueron alejándolo

cada vez más, hasta Túnez, donde un día incluso quisieron honrar su valentía

encomendándole una misión en el lugar en que halló la muerte el marqués de Mores,

misión que seguramente hubiera acabado con él. ¿Cómo creer que hubiera caído en

desgracia si el general Gonse mantenía con él una correspondencia amistosa? Ciertamente,

hay secretos que más vale no haber descubierto.

En Paris, la verdad avanzaba, irresistible, y ya sabemos de qué modo estalló la esperada

tormenta. Monsieur Mathieu Dreyfus denunció al comandante Esterhazy, acusándolo de

ser el autor verdadero del escrito, en el momento en que Monsieur Scheurer-Kestner se

disponía a entregar al ministro de justicia una petición de revision del proceso. Entra

entonces en escena el comandante Esterhazy. Algunos testigos lo presentan al principio

trastornado y dispuesto a suicidarse o a huir. Después, súbitamente, se vuelve audaz y

asombra a París por su violenta actitud. Era evidente que le habían llegado apoyos; ha bía

recibido una carta anónima que le advertia de las intrigas de sus enemigos a incluso una

noche una misteriosa dama se molestó en devolverle una prueba, robada al Estado

Mayor, que lograría salvarle. No puedo evitar ver tras todo esto al teniente coronel Du

Paty de Clam, pues conozco las artimañas de su fértil imaginación. Su obra, la

culpabilidad de Dreyfus, se hallaba en peligro y seguramente quiso defenderla. ¿Re visión

del caso? ¡Seria el hundimiento del trágico y extravagante folletin cuyo abominable desenlace

se desarrolla en la isla del Diablo! ¡Y él no podía consentir eso! A partir de ese

instante tendrá lugar un duelo entre el teniente coronel Picquart y el teniente coronel Du

Paty de Clam, uno a rostro descubierto, el otro enmascarado. Volveremos a

encontrárnoslos poco después ante la justicia civil. En el fondo, el Estado Mayor sigue

defendiéndose, se niega a confesar su delito, cuya abominación crece por momentos.

La gente se preguntaba estupefacta quiénes protegían al comandante Esterhazy. El

primer protector, en la sombra, era el teniente coronel Du Paty de Clam, quien lo

maquinó y lo organizó todo. Su actuación se delata por lo absurdo de sus recursos.

Después está el general De Bois deffre, el general Gonse y el mismo general Billot, que se

ven obligados a absolver al comandante, ya que no pueden dejar que se reconozca la

inocencia de Dreyfus sin que todo el Ministerio de la Guerra se hunda en el desprecio público.

Y lo más gordo de esa prodigiosa situa ción es que la única persona honesta en todo

eso, el teniente coronel Picquart, el único que cumplió con su deber, acabará

convirtiéndose en una victima y sobre él caerán la befa y el castigo.

¡Oh, justicia, qué horrible desaliento nos invade el alma! Se atreverán a decir que él es

el falsario, el que ha creado la carta-telegrama para culpar a Esterhazy. Pero ¡santo cielo!

¿Por qué? ¿Con qué objeto? Déme usted un motivo. ¿O es que el teniente coronel

Picquart también está pagado por los judíos? Lo bueno del caso es que precisamente era

antisemita. ¡Sí! Asistimos a un infame espectáculo, hombres cubiertos de deudas y

crímenes que ven proclamada su inocencia mientras se destruye el honor mismo, se destruye

a un hombre sin mácula. Cuando una sociedad llega a esos extremos, entra en

descomposic ión.

Éste es, señor presidente, el caso Esterhazy: un culpable que convenía declarar

inocente. Desde hace casi dos meses, podemos seguir hora a hora esa hermosa labor.

Abrevio, porque aquí sólo se trata de resumir la historia cuyas páginas, unas páginas que

queman las manos, se escribirán algún día en toda su extension. Vimos, pues, cómo el

general De Pellieux, y después el comandante Ravary, dirigían una investigación

perversa de la que los sinvergüenzas salían transfigurados, y los honrados, mancillados.

Luego se convocó el consejo de guerra.

¿Quién podía esperar que un consejo de gue rra deshiciera lo que otro consejo de guerra

había hecho?

Ya no me refiero siquiera a la elección de los jueces. La idea superior de disciplina que

llevan en la sangre esos soldados, ¿no basta para invalidar su capacidad de equidad?

Quien dice disciplina dice obediencia. Después de que el ministro de la Guerra, el gran

jefe, estableciera públicamente, entre aclamaciones de los representantes de la nación, la

autoridad de lo ya juzgado, ¿cómo queréis que un consejo de guerra lo desmienta

rotundamente? Desde un punto de vista jerárquico, resulta imposible. El general Billot

sugestionó a los jueces con su declaración, y éstos juzgaron como si tuvieran que tirarse

al fuego, sin razonar. La opinion preconcebida que alegaron desde sus sitiales fue,

evidentemente, la siguiente: «Dreyfus fue condenado por delito de traición por un

consejo de guerra, por lo tanto es culpable; y nosotros, un consejo de guerra, no podemos

declararlo inocente; sabemos, pues, que reconocer la culpabilidad de Esterhazy sería

proclamar la inocencia de Dreyfus». Nadie podía quitarles esa idea de la cabeza.

Pronunciaron una sentencia inicua, que pesará para siempre sobre nuestros consejos de

guerra y que desde ahora volverá sospechosa cualquier decision que se tome. Si el primer

consejo de guerra pudo pecar por falta de inteligencia, el segundo es, por fuerza, criminal.

Su excusa, lo repito, reside en que el jefe supremo había declarado que lo juzgado era

inatacable, sacrosanto y superior a los hombres, de modo que unos subordinados no

pudieran decir lo contrario. Nos hablan del honor del ejército, quieren que lo amemos,

que lo respetemos. ¡Ah, el ejército que se alzaría a la primera amenaza, que defe ndería el

suelo francés, ese ejército es todo el pueblo y por ese ejército, sí, no sentimos más que

afecto y respeto! Pero no es ése el ejército cuya dignidad deseamos en nuestro afán de

justicia. Se trata del sable, el amo que quizá nos den mañana. Y besar con unción la

empuñadura del sable-Dios, ¡eso no!

Por otra parte, lo he demostrado: el caso Dreyfus era el caso de los servicios del

Ministerio de la Guerra; un oficial del Estado Mayor, denunciado por sus compañeros de

Estado Mayor, condenado bajo la presión de los jefes del Estado Mayor. Una vez más, no

pueden decla rarlo inocente sin culpar a todo el Estado Mayor. Por eso, los servicios del

Ministerio, me diante todos los recursos imaginables, campañas de prensa, comunicados,

influencias, apoyaron a Esterhazy para perder por segunda vez a Dreyfus. ¡Qué limpieza

debiera hacer el Gobierno republicano en esa jesuitera, como la llama el mismo general

Billot! ¿Dónde está el gabinete auténticamente fuerte y de prudente patriotismo que se

atreva a refundirlo y a renovarlo todo? ¡Conozco a tanta gente que, ante la posibilidad de

una guerra, tiembla acongojada al saber en qué manos se halla la defensa nacional! ¡Y en

qué nido de ruines intrigas, de comadreos y dilapidaciones se ha convertido ese asilo

sagrado donde se decide la suerte de la patria! ¡Da pánico enfrentarse a la terrible luz que

acaba de provocar el caso Dreyfus, ese sacriñcio humano de un infeliz, de un «cochino

judio»! ¡Ah!, cuánta agitación de necios y dementes, cuántas imaginaciones desbordadas,

prácticas de policía barata, de inquisición y tiranía, el capricho de unos cuantos con

galones que aplastan con sus botas a la nación, haciéndole tragar su grito de verdad y de

justicia bajo el falaz y sacrílego pretexto de la razón de Estado.

También es un crimen haberse apoyado en la prensa inmunda, haberse dejado defender

por toda la chusma de Paris, que triunfa, insolente, al venirse abajo el derecho y la simple

honestidad. Es un crimen haber acusado de perturbar a Francia a quienes la desean

generosa, a la cabeza de las naciones libres y justas, cuando precisamente en su interior

se urde el impúdico complot para imponer el error ante el mundo entero. Es un crimen

desorientar a la opinion pública, utilizar para una campaña mortal a esa opinion pública

que han pervertido hasta lograr que delirara. Es un crimen envenenar a los pequeños y a

los humildes, enardecer las pasiones reaccio narias a intolerantes que se ocultan tras ese

odioso antisemitismo que provocará la muerte de la gran Francia liberal de los derechos

del hombre, si antes no la curan. Es un crimen explotar el patriotismo para fomentar el

odio y, en fin, es un crimen hacer del sable el Dios moderno cuando toda la ciencia

humana trabaja para la obra ve nidera de verdad y justicia.

Esa verdad, esa justicia que con tanta pasión deseamos, ¡qué desaliento ver cómo las

abofetean hasta desfigurarlas y alienarlas! Sospecho qué desmoronamiento estará

produciéndose en el alma de Monsieur Scheurer-Kestner, y estoy seguro de que acabará

por arrepentirse de no haber adoptado una actitud revolucionaria el día de la interpelación

ante el Senado y de no haber soltado cuanto llevaba dentro para acabar de una vez con

todo. Ha sido un hombre grande y honrado, leal, ha creído que la verdad se bastaba a sí

misma, sobre todo porque le parecía clara como el día. ¿De qué servia trastornarlo todo si

pronto luciría el sol? Ahora sufre el castigo cruel de esa confiada serenidad. Lo mismo

ocurre con el teniente coronel Picquart, quien, movido por un sentimiento de elevada

dignidad, no quiso publicar las cartas del general Gonse. Esos escrúpulos le honran tanto

más cuanto que, mientras él seguía respetando la disciplina, sus superiores le cubrían de

lodo a instruían el proceso personalmente, de la manera más inesperada y más ultrajante.

Dos víctimas, dos seres honestos, dos corazones simples, se encomendaron a Dios

mientras actuaba el diablo. En el caso del teniente coronel Picquart, llegamos a presenciar

además un espectáculo innoble: un tribunal francés, tras dejar que el ponente declarara

públicamente en contra de un testigo y le acusara de todos los cargos posibles, mandó

despejar la sala cuando el testigo fue introducido para que se explicase y se defendiese.

Afirmo que éste es un crimen más y que ese crimen sublevará la conciencia universal.

Decididamente, los tribunales militares poseen una idea muy singular de la justicia.

Ésta es pues la verdad pura y simple, señor presidente. Es espantosa, y quedará siempre

como una mancha de su presidencia. Sospecho que carece usted de poder alguno en este

caso, que es usted esclavo de la Constitución y de aquellos que le rodean. No por eso deja

usted de tener, en tanto que hombre, un deber que no podrá olvidar y que tendrá que

cumplir. Eso no significa que yo, por mi parte, desconfie del triunfo. Lo repito con una

certeza aún más ve hemente: la verdad está en marcha y nada la detendrá. El caso no ha

comenzado hasta hoy, pues sólo hoy las posiciones están claras: de un lado, los culpables

que no quieren que se haga la luz; del otro, los justicieros que darán su vida por que se

haga. Lo dije en otro lugar y lo repito aquí: cuando se oculta la verdad bajo tierra, ésta se

concentra, adquiere tal fuerza explosiva que, el día en que estalla, salta todo con ella. Ya

veremos si no acaba de fraguarse más adelante el más estrepitoso desastre.

Pero la carta se alarga, señor presidente, y ya va siendo hora de concluir.

Yo acuso al teniente coronel Du Paty du Clam de haber sido el diabólico artífice del

error judicial, quiero creer que por inconsciencia, y de haber defendido posteriormente su

nefasta obra, a lo largo de tres años, mediante las más descabelladas y delictivas

maquinaciones.

Acuso al general Mercier de haberse he cho cómplice, cuando menos por debilidad de

carácter, de una de las mayores iniquidades del siglo.

Acuso al general Billot de haber tenido en sus manos las pruebas evidentes de la

inocencia de Dreyfus y de haber echado tierra sobre el asunto, de ser culpable de ese

delito de lesa humanidad y de lesa justicia con fines politicos y para salvar al Estado

Mayor, que se vela comprometido en el caso.

Acuso al general De Boisdeffre y al general Gonse de ser cómplices del mismo delito,

el uno sin duda por apasionamiento clerical, el otro quizá por ese corporativismo que

convierte al Ministerio de la Guerra en un lugar sacrosanto, inatacable.

Acuso al general De Pellieux y al comandante Ravary de haber realizado una investigación

perversa, esto es, una investigación mons truosamente parcial que nos depara, con el

informe del segundo, un imperecedero monumento de cándida audacia.

Acuso a los tres expertos en escrituras, los caballeros Belhomme, Varinard y Couard,

de haber redactado informes mendaces y fraudulentos, a menos que una revision médica

declare que estos señores padecen una enfermedad de la vista o mental.

Acuso a los servicios del Ministerio de la Guerra de haber promovido en la prensa,

particularmente en L'Éclair y en L'Écho de Paris, una abominable campaña a fin de

desorientar a la opinion pública y encubrir sus propios errores.

Acuso, por ultimo, al primer consejo de gue rra de haber violado el derecho al condenar

a un acusado basándose en una prueba que permane ció secreta, y acuso al segundo

consejo de guerra de haber ocultado esa ilegalidad, por decreto, cometiendo a su vez el

delito jurídico de absolver conscientemente a un culpable.

Al lanzar estas acusaciones, no ignoro que me expongo a que se me apliquen los

artículos 30 y 31 de la Ley de Prensa del 29 de julio de 1881, que castiga los delitos de

difamación. Pero me arriesgo voluntariamente.

En cuanto a las personas a las que acuso, no las conozco, nunca las he visto, no siento

hacia ellas ni rencor ni odio. Para mí sólo son entes, espíritus de perversion social. Y el

acto que ahora ejecuto no es más que un medio revolucionario para acelerar la explosion

de la verdad y de la justicia.

Solo ahnelo una cosa, y es que se haga la luz en nombre de la humanidad que tanto ha

sufrido y que tiene derecho a la felicidad. Mi ardiente protesta no es sino un grito que me

surge del alma. ¡Que se atrevan, pues, a llevarme ante los tribunales y que la

investigación tenga lugar a plena luz del día!

Entretanto, espero.

Acepte, señor presidente, mi más profundo respeto.
 
Émile Zola
 
 
 

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