"Regreso a Breakheart Hill"
"Una noche, a mediados de julio de 1954, los doce miembros de una familia partieron de viaje en dos estrechas barcazas desde un boscoso islote en medio del río Tennessee. En la oscuridad, sin linternas que marcaran su posición, se perdieron la una de la otra, se cruzaron y acabaron por chocar casi exactamente a medio camino entre el islote y la otra orilla. En la espantosa confusión que siguió se ahogaron todos menos el padre;en total, once personas: una esposa, una abuela, y nueve hijos de entre siete meses y dieciséis años.
Dos días después oí el camión de mi padre entrar en el sendero de entrada y luego su voz llamándome desde fuera.
-Súbete al camión, ben. Quiero enseñarte algo.
Obedecí y condujo a buen ritmo por la ladera de la montaña, por una carretera llena de curvas, hasta alcanzar la ancha meseta de tierras de labrantío en la cima. A ambos lados de la carretera distinguí silos de latón que se oxidaban entre la alta y seca hierba, así como kilómetros y kilómetros de alambrada que formaba finas cicatrices marrones en los campos sin sembrar, repletos de malas yerbas.
A media tarde llegamos al destino fijado por mi padre, una reducida sala de reuniones rural que, a juzgar por su aspecto, había sido un establo. Aparcados contra sus muros y alrededor deledificio había unas cuantas furgonetas y unos coches viejos, polvorientos y abollados, y supe que quienes los conducían eran los pegujaleros que bregaban por vivir de las tierras yermas que acabábamos de atravesar.
Tres o cuatro hombres remoloneaban en la entrada; casi todos vestían un mono, y nos saludaron con un gesto de la cabeza cuando pasamos a su lado.
En el interior había unas cuantas personas más, pero no fueron los vivos los que atrajeron mi atención, sino los muertos. Nunca había visto tantos en un mismo lugar. Diríase que llenaban la estancia, que chupaban toda la luz y todo el aire. Ordenados contra las paredes, los once-el tamaño de sus ataúdes crecía desde el más diminuto, que contenía el cuerpo del pequeño de siete meses, hasta el mayor, el que contenía el cuerpo de la abuela de la familia ahogada-, estaban abiertos. desde la puerta vislumbre los once rostros elevados hacia el techo, cerrados los ojos, los labios hinchados y extrañamente morados, la tez de un amarillo pastoso.
Mi padre me hizo pasar frente a cada ataúd, uno por uno; se paraba un segundo y echaba un vistazo. El bebé era el que más natural parecía, con su cuerpecito sumido en el nido de seda blanca fruncida. Pasamos frente a una niña de tres años, un niño de cuatro, y así subiendo por edades, hasta alcanzar la mayor de las víctimas, con el cabello gris tirado hacia atrás, las mejillas pintadas con colorete y gafas de lectura, de esas que se compran en las farmacias, ridículamente encaramadas en la nariz.
Al acabar, esperé a que mi padre comentara algo, pero en lugar de ello, se dirigió en silencio hacia donde se hallaba el padre, el superviviente, rodeado por otros hombres. Era bajito y rechoncho, y parecía alelado, no tanto por la increíble magnitud de lo sucedido a su familia, como por la repentina atención que le acarreaba la tragedia.
-Soy Arthur Loomis- dijo, y le tendió la mano a mi padre-. Muchas gracias por haber venido.
Mi padre se la estrechó.
-Esto es terrible- manifestó en voz queda mi padre-, pero, ¿sabe?, hay muchas cosas que estos pequeños no tendrán que ver.
El señor Loomis asintió con la cabeza, soltó la mano de mi padre, cuyas palabras cayeron sobre él sin causar ningún efecto y acabaron por desaparecer en el aire gris.
Sin embargo, permanecieron en mi mente, me conmocionaron. ¿Qué era, me pregunté, lo que "estos pequeños" no tendrían que ver? ¿Qué sabía mi padre sobre la vida que era tan terrible que la muerte repentina de personas a tan corta edad pudiera suponer una bendición?
El se quedó un rato con los hombres, pero yo salí. Anduve sin rumbo un rato entre las viejas camionetas, luego me dejé llevar a un lado del edificio, y finalmente detrás del mismo.
En cuanto dí la vuelta a la esquina que me llevaba a la parte trasera vi una casita, poco más que una choza, con techumbre de zinc muy oxidada y porche delantero escorado hacia la derecha. Un joven se encontraba a unos metros del porche. Era alto, bastante delgado, y su cabello despedía destellos plateados a la luz del mediodía. Me percaté de que me observaba con ojos penetrantes. Permaneció quieto un buen rato; oscilaba como si unas manos invisibles lo empujaran suavemente de izquierda a derecha. A continuación soltó una risa con un deje fúnebre y se aproximó a mí; arrastraba una cuerda, atada por un extremo a la cintura y, por el otro, a uno de los soportales del porche.
Llevado por un reflejo me eché atrás y de pronto sentí una mano en el hombro. Miré hacia arriba y vi a una mujer alta que lucía un vestido floreadi, de tez morena y curtida, sus ojos resultaban muy penetrantes bajo la toca verde.
-No tienes por qué asustarte-y señalo al niño del patio-. Es Lamar, sólo Lamar.-Sonrió y me acarició la cabeza-.No te asustes. Es Jesús, disfrazado.
tras tantos años, con mi padre muerto hace tanto tiempo, al dirigirme montaña abajo hacia Choctaw, ya a varios kilómetros de las ruinas quemadas de la vieja iglesia, evoqué de nuevo esas frase. Sentí mi memoria ponerse en marcha, empezar a arder como un gran horno. Al cabo de un momento aparqué a un lado de la carretera para intentar recordar la escena entera. desde allí gozaba de una panorámica de todo Choctaw, un reluciente collar ensartado entre dos oscuras montañas, y en ese instante se me antojó igual a como Kelli lo describió en una ocasión: el mundo entero, con todo lo que se podía saber de la vida contenido en ese diminuto espacio. Volví aa oír a la anciana decir: "Es Jesús disfrazado".
Y me di cuenta de que esa frase se me había presentado una y otra vez a lo largo de los años: cuando el pequeño Raymond Jeffries se personó por primera vez en mi despacho, con brazos y piernas repletos de oscuros moretones; más tarde, cuando levanté a Rosie Cameron de la camilla y sentí sus huesos destrozados debajo de la piel, como pequeños tubos de tiza, y me percaté de que estaba muerta. La oí al otear el largo pasillo y vislumbrar a Mary Diehl sentada, muda, en su habitación blanca. "Es sólo Jesús disfrazado" repetía mentalmente en cada ocasióny, con ello, me absolvía de todo lo que les habían hecho. pero sobre todo la oía en esas noches veraniegas cuando salía al porche, me sentaba en el columpio, cerraba los ojos y veía el rostro de Kelli troy. De repente advertí que a lo largo de los años la había usado como un conjuro, una frase mágica que utilizaba, como para mantener perfectamente cerrada una puerta y evitar que se desatara lo que hubiese detrás de ella.
Fue en ese instante, con esa percepción, cuando sentí que en mí se quebraba el frágil alambre que había sostenido mi vida durante treinta años. Sentí lágrimas en los ojos ; me las sequé con un pañuelo, luego arranqué y seguí montaña abajo, rumbo a casa. de camino pensé en mi vida, en que me había arrogado el papel de médico del pueblo y benefactor público. Supe asimismo que cada vez que me permitía imaginar mi propio carácter con tanta solemnidad, una inquietante vocecita se alzaba en mi interior. Era como la que susurraba en el oído de los conquistadores romanos, previniéndoles que la fama es fugaz. No obstante, mi vocecita era siempre la de Luke, y su mensaje era distinto al que escuchaban los conquistadores. Cada vez que me imaginaba como una persona buena, amable, sabia, absolutamente merecedora de la admiración de un pueblo, la voz me hablaba quedamente, pero con insistencia; "Tú, no", susurraba con sombría suspicacia".
Thomas H. Cook

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