Retrato del artista adolescente (fragmento)
"En el hogar llameaba una gran fogata roja, bien apilada contra el muro; y bajo los brazos adornados con yedra de la lámpara, estaba puesta la mesa de Navidad. Habían venido a casa un poco tarde y, sin embargo, la cena no estaba lista aún. Pero su madre había dicho que iba a estar en un periquete. Estaban esperando a que se abriera la puerta del comedor y entraran los criados llevando las grandes fuentes tapadas con sus pesadas coberteras de metal.
Todos estaban esperando: tío Charles, sentado lejos, en lo obscuro de la ventana; Dante y míster Casey, en sendas butacas, a ambos lados del hogar; Stephen, entre ellos, en una silla y con los pies apoyados sobre un requemado taburete. Míster Dédalus se estuvo mirando un rato en el espejo de encima de la chimenea, atusándose las guías de los bigotes, y luego se quedó en pie, vuelto de espaldas al hogar y con las manos metidas por la abertura de atrás de la chaqueta, no sin que de vez en cuando retirara una para darse un último toque a los bigotes.
Míster Casey inclinaba la cabeza hacia un lado, sonriendo, y se daba golpecitos con los dedos en la nuez. Y Stephen sonreía también porque ahora sabía ya que no era verdad que míster Casey tuviera una bolsa de plata en la garganta. Se reía de pensar cómo le había engañado aquel ruido argentino que míster Casey acostumbraba a hacer. Y una vez que había intentado abrirle la mano para ver si es que tenía escondida allí la bolsa de plata, había visto que no se le podían enderezar los dedos. Y míster Casey le había dicho que aquellos dedos se le habían quedado agarrotados de una vez que había querido hacerle un regalito a la Reina Victoria, por sus días.
Míster Casey se golpeaba la nuez y le sonreía a Stephen con ojos soñolientos. Míster Dédalus comenzó a hablar.
-Sí. Bien, bueno está. ¡Oh!, nos hemos dado un buen paseo, ¿no es verdad, John? Sí… No hay nada comparable a la cena de esta noche. Sí… Bien, bien: nos hemos ganado hoy una buena ración de ozono, dando la vuelta a la Punta. ¡Vaya que sí!
Se volvió hacia Dante, y dijo:
-¿Usted no se ha movido en todo el día, mistress Riordan?
Dante frunció el entrecejo, y respondió escuetamente:
-No.
Míster Dédalus abandonó los faldones de su chaqueta, y se dirigió hacia el aparador. Sacó de él un gran frasco de barro lleno de whisky, y comenzó a echar lentamente el líquido en una botella de mesa, inclinándose de vez en cuando para ver si había vertido bastante. Después volvió a colocar el frasco en su cajón, echó un poquito de whisky en dos vasos, añadió algo de agua y volvió con ellos a la chimenea.
-John, una dedalada de whisky -dijo-. Únicamente para abrir el apetito.
Míster Casey cogió el vaso, bebió, y lo colocó cerca de sí, sobre la repisa de la chimenea. Después dijo:
-Pues bien: no puedo dejar de pensar en cómo nuestro amigo Christopher fabrica…
Le dio un ataque de risa y tos, hasta que pudo continuar:
-…fabrica el champán para la gente aquella
Míster Dédalus se echó a reír ruidosamente.
-¿Se trata de Christy? -dijo-. Hay más astucia en una sola de aquellas verrugas de su calva, que en toda una manada de zorras.
Inclinó la cabeza, cerró los ojos y, después de haberse lamido a su sabor los labios, comenzó a hablar, imitando la voz del dueño del hotel.
-Y pone una boca tan dulce cuando le está hablando a usted, ¿sabe usted? Parece que le está chorreando la baba por el papo, así Dios le salve.
Míster Casey estaba aún debatiéndose entre su ataque de risa y tos. Stephen se echó a reír al ver y escuchar al hotelero a través de la voz de su padre.
Míster Dédalus se colocó el monóculo y, bajando la vista hacia él, dijo con tono tranquilo y afable:
-¿De qué te estás riendo tú, muñeco?
Entraron los criados y colocaron las fuentes sobre la mesa. Tras ellos entró mistress Dédalus, quien, una vez hecha la distribución de los sitios, dijo:
-Siéntense ustedes.
Míster Dédalus se adelantó hasta la cabecera de la mesa y dijo:
-Vamos, mistress Riordan, siéntese usted.
Volvió la vista hacia el sitio donde tío Charles estaba sentado, y le llamó:
-¡Eh, señor!: que aquí hay un ave que está esperando por usted.
Cuando todos hubieron ocupado sus sitios, colocó una mano sobre la cubierta de la fuente; mas la retiró de pronto y dijo:
-¡Vamos, Stephen!
Stephen se levantó de su asiento y dijo el Benedicite:
-Bendícenos, Señor, y a estos tus dones, que de tu liberalidad vamos a recibir, por Cristo, Nuestro Señor. Amén.
Todos se santiguaron y míster Dédalus, dando un suspiro de satisfacción, levantó la tapadera de la fuente, toda perlada de gotitas brillantes alrededor del borde.
Stephen contemplaba el pavo cebón que había visto yacer atado con bramante y espetado sobre la mesa de la cocina. Sabía que su padre había pagado por él una guinea en la tienda de Dunn, el de D'Olier Street, y recordaba cómo el vendedor había sobado y resobado el esternón del ave para mostrar su buena calidad, y también la voz del hombre cuando decía:
-Lleve usted éste, señor. Es cosa superior.
¿Por qué razón acostumbraba a llamar míster Barret en Clongowes "mi pava" a su palmeta? Pero Clongowes estaba muy lejos, y el tibio y denso olor del pavo, del jamón y del apio se elevaba de los platos y de la fuente, y en el hogar llameaba un gran fuego rojo, bien apilado contra la pared de la chimenea; y la yedra verde y el acebo encarnado ¡le hacían sentirse a uno tan feliz! Y luego, al acabarse la cena, entrarían el gran plum-pudding, tachonado de almendras peladas, todo rodeado de llamitas azules oscilantes alrededor, de aquí para allá y con su banderita verde flameante en la cima.
Era su primera cena de Navidad y pensaba en sus hermanitos y sus hermanitas, recluidos en el cuarto de los niños, esperando, como él tantas veces lo había hecho, a que llegase la hora del pudding. Su amplio cuello bajo y su chaquetilla de colegial le hacían extrañarse de sí mismo y sentirse más hombre. Y aquella misma mañana, cuando su madre le había conducido a la sala vestido para misa, su padre se había echado a llorar. Era porque le había recordado a su propio padre. Y tío Charles había dicho lo mismo.
Míster Dédalus cubrió la fuente y comenzó a devorar. Al cabo de un rato, dijo:
-¡Vaya con el pobre Christy! Ahí le tenéis, doblegado con el peso de tanta truhanería.
-Simón -dijo mistress Dédalus-, mira que no has servido salsa a mistress Riordan.
Míster Dédalus cogió la salsera.
-¿Es posible? -exclamó-. Mistress Riordan, tenga usted compasión de este pobre ciego.
Dante puso ambas manos sobre el plato y dijo:
-No; gracias.
Míster Dédalus se volvió entonces hacia tío Charles.
-¿Cómo anda usted de todo, señor?
-Ando que ni una locomotora, Simón.
-¿Y tú, John?
-Perfectamente. Preocúpate de ti mismo.
-¿Mary?… Mira, Stephen, aquí hay algo para que se te rice el pelo.
Vertió salsa en abundancia en el plato de Stephen y volvió a colocar la salsera sobre la mesa. Después preguntó a tío Charles si estaba tierno. Tío Charles no pudo contestar porque tenía la boca llena. Pero hizo signos con la cabeza de que sí lo estaba.
-Ha sido una respuesta de primera -dijo míster Dédalus- la que nuestro común amigo ha dado al canónigo. ¿Qué les parece?
-Yo no creí que se le pudiera ocurrir otro tanto -dijo míster Casey.
-Padre, yo pagaré los diezmos cuando ustedes dejen de convertir la casa de Dios en una agencia electoral.
-Una respuesta muy bonita -dijo Dante-, para ser dada a un sacerdote por cualquiera que se llame católico.
-Ellos son los que se tienen la culpa -dijo con tono suave míster Dédalus-. El más lerdo les había de decir que se redujeran estrictamente a los asuntos religiosos.
-Eso es religión también -dijo Dante-. Cumplen con su deber previniendo al pueblo.
-A lo que vamos a la casa de Dios -intervino míster Casey-, es a rogar humildemente a nuestro Criador y no a escuchar arengas electorales.
-Eso es religión también -volvió a afirmar Dante-. Hacen bien. Están obligados a dirigir sus ovejas.
-Pero, ¿es religión el hacer política desde el altar? -preguntó míster Dédalus.
-Ciertamente -contestó Dante-. Es una cuestión de moralidad pública. Un sacerdote dejaría de ser sacerdote si dejara de advertir a sus fieles qué es lo bueno y qué es lo malo.
Mistress Dédalus abandonó sobre el plato el cuchillo y el tenedor para decir:
-Por el amor de Dios, por el amor de Dios, no nos metamos en discusiones políticas en este día único entre todos los días del año.
-Me parece muy bien, señora -dijo tío Charles-. ¡Vamos, Simón, ya es bastante! Ni una palabra más sobre el asunto.
-Sí, sí -dijo rápidamente míster Dédalus.
Destapó impetuosamente la fuente y añadió:
-Vamos a ver: ¿quién quiere más pavo?
Nadie contestó. Dante volvió a insistir:
-¡Bonito lenguaje en boca de un católico!
-Mistress Riordan, le suplico -dijo mistress Dédalus- que deje ya el asunto en paz.
Dante se volvió hacia ella y exclamó:
-¿Pero es que he de estar aquí sentada con toda calma oyendo que se hace mofa de los pastores de mi Iglesia?
-Nadie tendrá lo más mínimo que decir contra ellos, simplemente con que se reduzcan a no mezclarse en política -dijo míster Dédalus.
-Los obispos y los sacerdotes de Irlanda han hablado -dijo Dante-. Hay que obedecerlos.
-Que abandonen la política -agregó míster Casey-, o el pueblo abandonará su Iglesia.
-¿Oye usted? -exclamó Dante, volviéndose hacia mistress Dédalus.
-¡Míster Casey! ¡Simón! ¡Vamos a dejarlo ya de una vez!
-¡Demasiado fuerte! ¡Demasiado fuerte! -dijo tío Charles.
-Pero, ¿qué? ¿Es que habíamos de hacerle traición sólo porque nos lo mandaran los ingleses?
-Se había hecho indigno del mando -dijo Dante-. Era un pecador público.
-Todos somos pecadores, y empecatados pecadores -masculló fríamente míster Casey.
-¡Ay de aquel por quien el escándalo se comete! -dijo mistress Riordan-. Más le valdría atarse una rueda de molino al cuello y ser arrojado a los profundos del mar antes que escandalizar a uno de mis pequeñuelos. Tal es el lenguaje del Espíritu Santo.
-Y muy mal lenguaje, si he de decir mi opinión -dijo con frialdad míster Dédalus.
-¡Simón! ¡Simón! -exclamó tío Charles-. ¡El niño!
-Sí, sí -dijo míster Dédalus-. Quería decir el… Estaba pensando en el mal lenguaje de aquel mozo de estación. Bueno, perfectamente. ¡Vamos a ver, Stephen! Enséñame tu plato, barbián. Toma: cómete eso.
Llenó hasta los bordes el plato de Stephen y sirvió grandes pedazos de pavo y chorreones de salsa a tío Charles y a míster Casey. Mistress Dédalus comía poco. Y Dante estaba sentada con las manos sobre la falda: tenía la cara arrebatada. Míster Dédalus desenterró algo con el cubierto en un extremo de la fuente y dijo:
-Aquí hay un pedazo suculento al que se suele llamar el obispillo. Si alguna señora o caballero…
Y sostenía un pedazo de ave en la punta del trinchante. Nadie habló. Se lo puso en su propio plato diciendo:
-Bueno, no podrán ustedes decir que no se lo he ofrecido. Pero creo que haré mejor comiéndolo yo mismo, porque no me encuentro muy bien de salud de algún tiempo a esta parte.
Le guiñó un ojo a Stephen y volviendo a colocar la tapadera se puso a comer de nuevo.
Todos permanecieron callados mientras él comía. Al cabo de un rato dijo:
-Por fin ha acabado el día con buen tiempo. Y han venido la mar de forasteros a la ciudad.
Todo el mundo continuaba callado. Volvió a hablar de nuevo:
-Creo que han venido más forasteros este año que las últimas Navidades.
Pasó revista a las caras de los demás y las encontró inclinadas sobre los platos. Y como no recibiera respuesta, esperó un momento, para decir por fin amargamente:
-¡Vaya! Ya se me ha aguado la cena de Navidad.
-No puede haber ni buena suerte ni gracia en una casa en donde no existe respeto para los pastores de la Iglesia.
Míster Dédalus arrojó ruidosamente el cuchillo y el tenedor sobre el plato.
-¡Respeto! -dijo-. ¿A quién? ¿A Billy el Morrudo o al otro tonel de tripas, al de Armagh? ¡Respeto!
-¡Príncipes de la Iglesia! -dijo míster Casey saboreando despectivamente las palabras.
-Sí: el cochero de lord Leitrim -dijo míster Dédalus.
-Son los ungidos del Señor -exclamó Dante-. Son la honra de su nación.
-Es un tonel de tripas -prorrumpió sin miramientos míster Dédalus-. Bonita cara, sí, en visita. Pero tendrían ustedes que ver al amigo atiforrándose de berzas con tocino un día de invierno. ¡Je, Johnny!
Contrajo sus facciones hasta darles una apariencia de crasa brutalidad, mientras hacía un ruido hueco con los labios.
-Simón, de verdad que no deberías hablar de ese modo delante de Stephen. No está bien.
-Bien que se acordará él cuando sea mayor -dijo acaloradamente Dante-; bien que se acordará del lenguaje que oyó en su propia casa contra Dios y contra la religión y sus ministros.
-Pues que se acuerde también -gritó míster Casey dirigiéndose a Dante a través de la mesa-, que se acuerde también del lenguaje con el que los sacerdotes y su cuadrilla remataron a Parnell y le llevaron a la sepultura. Que se acuerde también de esto cuando sea mayor.
-¡Hijos de una perra! -gritó míster Dédalus-. Cuando estuvo caído, se echaron sobre él como ratas de alcantarilla para traicionarle y arrancarle la carne a pedazos. ¡Miserables perros! ¡Y que lo parecen! ¡Por Cristo, que lo parecen!
-Obraron rectamente -exclamó Dante-. Obedecían a sus obispos y a sus sacerdotes. ¡Honor a ellos!
-Vaya, que es verdaderamente terrible el decir que no ha de haber ni un solo día en el año -dijo mistress Dédalus- en el que nos podamos ver libres de estas tremendas disputas.
Tío Charles levantó ambas manos tratando de imponer paz, y dijo:
-Vamos, vamos, vamos. ¿Pero es que no se puede seguir teniendo nuestras ideas, sean las que fueren, sin usar esos modales y esas palabras gruesas? Verdaderamente que es una desgracia.
Mistress Dédalus se inclinó para hablar a Dante en voz baja, pero Dante contestó levantando la voz:
-No me he de callar. Defenderé mi Iglesia y mi religión siempre que sean insultadas y escupidas por católicos renegados.
Míster Casey empujó rudamente su-plato hasta el centro de la mesa, e hincando los codos delante de él, dijo con voz ronca a su huésped:
-¿Te he contado alguna vez la historia de aquel célebre escupitinajo?
-No, John, no me la has contado -contestó míster Dédalus.
-¿No? -dijo míster Casey-, pues es una historia la mar de instructiva. Ocurrió no hace mucho tiempo en este mismo condado de Wicklow en el cual nos encontramos ahora.
Se interrumpió de pronto y, volviéndose hacia Dante, dijo con reposada indignación:
-Y le puedo decir a usted, señora, si es a mí a quien usted se refiere, que yo no soy un católico renegado. Yo soy tan católico como eran mi padre y el padre de mi padre y el padre del padre de mi padre, en aquellos tiempos en que estábamos dispuestos a dar nuestras vidas antes que traicionar nuestra fe.
-Pues más vergonzoso aún para usted -dijo Dante- el hablar como usted lo hace ahora.
-¡La historia, John! -dijo míster Dédalus sonriente-. Conozcamos esa historia antes que nada.
-¡Católico, católico! -repitió irónicamente Dante-. El más empecatado protestante no hablaría con el lenguaje que yo he oído esta noche.
Míster Dédalus comenzó a menear la cabeza a un lado y otro canturreando a la manera de un cantor rústico.
-Yo no soy protestante, se lo repito a usted -dijo míster Casey poniéndose arrebatado.
Míster Dédalus seguía aún canturreando y meneando la cabeza; luego se puso a entonar con unos a manera de gruñidos nasales:
Oh, vosotros, romanocatólicos
que jamás asististeis a misa.
Volvió a coger de nuevo el tenedor y el cuchillo y se dispuso a comer dando señales de buen humor y mientras decía a míster Casey:
-Cuéntanos esa historia, John. Nos servirá para hacer la digestión más fácilmente.
Stephen contemplaba con afecto la cara de míster Casey, el cual, desde el otro lado de la mesa, miraba con fijeza al frente, por encima de sus manos.
A Stephen le gustaba estar sentado cerca de la lumbre, contemplando aquella cara sombría y torva. Pero los ojos miraban benignamente y la despaciosa voz resultaba grata al oído. Y, entonces, ¿cómo era posible que atacase a los sacerdotes? Porque Dante debía de tener razón. Y, sin embargo, había oído decir a su padre que Dante era una monja fracasada y que había salido del convento donde estaba en Alleghanies cuando su hermano hizo dinero vendiéndoles a los salvajes baratijas y cacharros de loza. Tal vez esa era la razón por la cual se mostraba tan severa con Parnell. Y además no le gustaba que él jugase con Eileen, porque Eileen era protestante, y cuando Dante era joven había conocido niños que jugaban con protestantes y los protestantes se solían burlar de las letanías de la Santísima Virgen. Torre de Marfil, solían decir, Casa de Oro: ¿cómo es posible que una mujer pueda ser una torre de marfil o una casa de oro? ¿Pues, quién tenía razón entonces? Y recordó aquella tarde en la enfermería de Clongowes, las aguas sombrías, la luz en la escollera y el gemido de pena de la muchedumbre al escuchar la noticia.
Eileen tenía las manos largas y blancas. Y una vez, jugando a uno de los juegos de niños, ella le había puesto las manos sobre los ojos: largas y blancas y finas y frías y suaves.
Aquello era lo que era marfil: una cosa fría y blanca. Aquello era lo que quería decir Torre de Marfil.
-La historia es sumamente corta y muy interesante -dijo míster Casey-. Sucedió un día en Arklow, en un día de frío glacial, no mucho tiempo antes de la muerte del jefe; ¡Dios tenga piedad de su alma!
Cerró con aire cansado los ojos e hizo una pausa. Míster Dédalus cogió un hueso del plato y arrancó con los dientes un residuo de carne, diciendo:
-Querrás decir antes de que lo mataran.
Míster Casey abrió los ojos, suspiró y siguió adelante:
-Ello sucedió cierto día en Arklow. Habíamos ido allí a un mitin y después del mitin tuvimos necesidad de abrirnos paso por entre la multitud para llegar a la estación del ferrocarril. Seguramente no has oído en tu vida un abucheo y unos alaridos semejantes. Nos llamaban todas las cosas que se pueden llamar en este mundo. Y había allí entre la gente una harpía vieja -y amiga del mosto que debía ser por cierto- que todos sus insultos me los dedicaba a mí. Andaba todo el tiempo danzando entre el barro en torno a mí, desgañitándose y gritándome a la cara: ¡Perseguidor del clero! ¡Los dineros de París! ¡Míster Fox! ¡Kitty O'Shea!
-¿Y qué hacías tú? -preguntó míster Dédalus.
-Yo la dejaba que se desahogara a placer. Era un día de frío, y para reconfortarme tenía (con el perdón de usted, señora) una brizna de tabaco de Tullamore en la boca y, desde luego, no podía hablar palabra, porque mi boca estaba llena de jugo de tabaco.
-¿Y?…
-¡Verás! Con que la dejo que se desgañite a su sabor gritando Kitty O'Shea, y todo lo demás, hasta que va y da a esta dama un nombre que yo no me atrevería a repetir aquí, por no manchar esta cena de Navidad, ni sus oídos de usted, señora, ni aun mis propios labios.
Hizo otra pausa. Míster Dédalus, apartando la cabeza del hueso, preguntó:
-¿Y tú, qué hiciste, John?
-¿Que qué hice? La vieja había pegado su cara a la mía para decirlo, y yo tenía la boca llena de jugo de tabaco. Con que me inclino hacia ella, y no hago más que hacer con la boca así: ¡pss!
Se volvió de lado e hizo la acción de escupir.
-Con que voy y le hago con la boca pss, dirigiéndole bien la puntería hacia el ojo.
Se aplicó una mano contra el ojo, imitando un alarido de dolor.
-¡Ay, Jesús, María y José!, grita la vieja. ¿Que me han cegado! ¡Que me han anegado!
Se detuvo con un ataque de risa y tos, repitiendo a intervalos:
-¡Que me han cegado completamente!
Míster Dédalus se reía sonoramente a carcajadas, echándose hacia atrás en la silla, mientras tío Charles meneaba la cabeza a un lado y otro.
Dante parecía terriblemente furiosa, y repitió mientras los otros reían:
-¡Muy bonito! ¡Ja! ¡Muy bonito!
No estaba bien aquello de escupirle a una mujer en el ojo. Pero, ¿cuál era el nombre que la mujer había dado a Kitty O'Shea, y que míster Casey no se atrevía a repetir? Se imaginó a míster Casey avanzando entre una multitud de gente y echando discursos desde una vagoneta. Era por eso por lo que había estado en la cárcel: y recordaba que una noche el sargento O'Nell había venido a casa y había estado hablando en voz baja con su padre, en el vestíbulo, mientras mordía nerviosamente el barbuquejo de la gorra. Y aquella noche no había ido míster Casey a Dublín en el tren, sino que un coche había venido hasta la puerta, y él había oído decir a su padre algo acerca de la carretera de Cabinteely.
Míster Casey era partidario de Irlanda y de Parnell, y lo mismo su padre. Y Dante había sido también así a lo primero, porque una noche que estaba tocando la banda en la explanada, había golpeado en la cabeza con un paraguas a un caballero que se había descubierto al ejecutar la banda, al final, el God save the Queen.
Míster Dédalus dio un bufido de desprecio:
-Ay, John -dijo-. Somos una raza manejada por los curas, y lo hemos sido siempre, y lo seremos hasta la consumación de los siglos.
Tío Charles meneó la cabeza diciendo:
-¡Mala cosa! ¡Mala cosa!
Míster Dédalus repitió:
-Una raza gobernada por los curas y dejada de la mano de Dios.
Señaló hacia el retrato de su abuelo, que pendía en la pared a su derecha:
-¿Ves aquel valiente que está ahí encima, John? -dijo- Fue un buen irlandés en aquellos tiempos en que se combatía sin esperanza de recompensa. Le condenaron a muerte acusado de pertenecer a la sociedad de los Whiteboys. Pues él acostumbraba a decir de nuestros amigos, los curas, que jamás permitiría poner los pies a ninguno de ellos bajo el tablero de su mesa de comedor.
Dante no pudo ya reprimir su cólera y exclamó:
-Pues si somos una raza gobernada por los sacerdotes, debemos estar orgullosos de ello. Ellos son la niña del ojo de Dios. No los toquéis -dice Cristo-, porque ellos son la niña de mí ojo.
-Según eso, ¿no debemos amar a nuestro país? -preguntó míster Casey-. ¿Y no hemos de seguir al hombre que había nacido para conducirnos?
-¿A un traidor a su patria? -replicó Dante-. ¡A un traidor, a un adúltero! Los sacerdotes hicieron bien en abandonarle. Los sacerdotes han sido siempre los verdaderos amigos de Irlanda.
-¿Qué me cuenta? ¿En serio? -dijo míster Casey.
Dejó caer el puño sobre la mesa y, frunciendo el entrecejo coléricamente, se puso a contar por los dedos, enderezándolos uno a uno.
-¿Acaso no nos hicieron traición los obispos de Irlanda en tiempos de la Unión, cuando el obispo Lanigan dirigió un mensaje de lealtad al marqués Cornwallis? ¿No vendieron los obispos y los sacerdotes las aspiraciones de su propio país en 1829 a cambio de obtener la emancipación católica? ¿No desaprobaron el movimiento feniano desde el pulpito y en el confesionario? ¿Y no profanaron las cenizas de Terence Bellew Mac Manus?
Tenía el rostro resplandeciente de cólera y a Stephen se le arrebataban también las mejillas sólo de la conmoción que aquellas palabras causaban en él. Míster Dédalus lanzó una risotada de desprecio.
-¡Por Cristo! -exclamó-. ¡Que se nos olvidaba el chiquitín de Paul Cullen! Otra niña del ojo de Dios.
Dante avanzó el cuerpo por encima de la mesa y gritó dirigiéndose a míster Casey:
-¡Han hecho bien! ¡Han hecho bien! ¡Han obrado siempre bien! Dios, moralidad y religión son antes que nada.
Mistress Dédalus, viendo su excitación, le dijo:
-Mistress Riordan, no se excite contestándoles.
Míster Casey levantó un puño crispado y lo dejó caer sobre la mesa con estrépito.
-Muy bien -gritó con voz ronca-. Pues si vamos a parar ahí, ¡que no haya Dios para Irlanda!
-¡John, John! -exclamó míster Dédalus cogiéndole por la manga de la chaqueta.
Dante, desde su sitio, con las mejillas trémulas, clavó sus ojos espantados en míster Casey. Este pugnaba por levantarse de la silla y, doblando el tronco en dirección a ella por encima de la mesa, gritó, mientras con una mano arañaba el aire delante de él como si tratara de destruir una tela de araña:
-¡Que no haya Dios para Irlanda! ¡Es ya mucho Dios el que hemos tenido en Irlanda! ¡Afuera con él!
-¡Blasfemo! ¡Demonio! -chilló Dante, poniéndose en pie y casi escupiéndole al rostro.
Tío Charles y míster Dédalus pugnaban por reducir a míster Casey de nuevo a su asiento, tratando de aplacarle, cada uno por su lado, a fuerza de buenas razones. Y él, con la mirada estática, lanzando llamaradas sombrías por los ojos, repetía:
-Afuera con él, he dicho.
Dante empujó violentamente su silla hacia un lado y abandonó la mesa derribando el servilletero, que rodó lentamente por la alfombra y fue a quedar inmóvil al pie de una butaca. Míster Dédalus se levantó rápidamente y siguió a Dante hacia la puerta. Al llegar a ella, Dante se volvió de pronto con violencia y clamó con las mejillas arrebatadas y trémula de ira:
-¡Demonio de los infiernos! ¡Le hemos vencido! ¡Le hemos aplastado la cabeza! ¡Enemigo malo!
La puerta se cerró de golpe tras ella.
Míster Casey, libertándose de los que le sujetaban, abatió repentinamente la cabeza entre las manos con un sollozo de dolor.
-¡Pobre Parnell! -clamó-. ¡Mi rey muerto!
Y sollozó ruidosamente, amargamente.
Stephen levantó la cara aterrada y vio que los ojos de su padre estaban llenos de lágrimas."
James Joyce

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