Manos en cuevas, pirámides que se levantan sobre sus esclavos,
catedrales ¿para la gloria de Dios? con su nada disimulada
simbología, nos hablan de sus creadores, nos dicen algo de sus
vidas. Crear y ser creados.
El eterno y mudo gesto de Munch, desde su soledad amarilla,
nos implora. Manos envolviendo el eco de un llamado que no
cesa, el grito que la locura de la hermana-madre enhebraba tras
los pinos. El grito deja atrás lo amado, lo quebrado que ni magia
ni milagro compondrán, despierta a lo terrible, despide lo que fue
refugio y roca. El grito que declara y desgarra es latigazo de no
poder, de haber perdido y seguir perdiendo para siempre…
El hijo del molinero holandés que hizo pasar al mundo por el
tamiz de su arte. Sus ojos enfermos se cansaron de aprender las
diversas formas de la soledad, de enfrentar las diversas texturas
de la muerte. Siempre dando, en la memoria, cobijo a los que se
van sin tregua, mientras el pincel cincelaba afectos, defectos,
vida. Por esos ojos rugieron mares de pérdida.
¿Qué sabremos de la vida? ¿Qué sabremos de la vida de los otros?
Algunos signos serán heredados: mapas, huellas difusas en
el tiempo…pistas que trataremos de entender para entendernos.
Aida Herrera Soto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario