sábado, 31 de diciembre de 2011

Cita de la semana


























11 Epitafios esbozados (Fragmento)





Termino entonces

a primeras horas de la tarde

golpeando ciegamente la persiana

respirando sofocadamente

tartamudeando

y estallando

¿a dónde ir?

¿qué es exactamente lo que está mal?

¿contra quién formar piquete?

¿a quién combatir?

¿tras qué ventanas

oiré al menos

a alguien de la mesa

levantarse para preguntar

"oí a alguien ahí afuera ahora"?

ayer

hace una hora

vino hacia mí

en un destello fugaz

y estaba todo tan claro

todavía lo está ahora

si lo está

está quizás oculto

debe estar oculto

el disparo me descompuso...

porque nunca antes

oí aquel sonido

trayendo pensamientos salvajes al principio

desagradablemente salvajes

insensiblemente salvajes

ahora aunque se han aplanado

y han sido estrujados

dejando sólo la extrañeza

raíces dentro de un paño descolorido

goteando desde la cuerda de la ropa

pensamientos extraños

pensamientos dudosos

inútiles e innecesarios

el estallido es cierto

me hizo saltar hacia atrás pero por un momento

contento con

todos los retratos, posters y demás cosas

pintadas para mí

ah pero me volví

y la vez siguiente que miré

los guantes de la basura

habían atacado los lienzos

abandonado camiones de porquería

desordenando los colores

con un picor que ciega

forzándome una vez más

a cerrar de golpe los postigos de mis ojos

pero también a preguntarme

cuando se abrirán

mucho muchísimo más fuerte

que los de cualquier otro que estén

dirigidos aquí los míos

"¿cuando abrirá los ojos?"

"¿quién él? ¿no lo sabes? está loco

nunca abre los ojos"

"pero seguramente echará de menos el mundo"

"¡na! él vive en su propio mundo"

"entonces debe estar verdaderamente loco"

"está loco sí señor"

y así sobre deslumbrantes calles

y carreteras rurales

escucho cascabeles

tintineos y sonidos metálicos

y a jóvenes vírgenes

campiña adentro

cantar y reír

con voces vacilantes

desvaneciéndose suavemente

me paro y sonrío

y descanso un rato

observando las velas

del atardecer apagarse

inadvertido

inadvertido porque mis ojos están cerrados



Bob Dylan






           
 
 

domingo, 25 de diciembre de 2011

Cuento 31


















Fantasmas de navidad




Me gusta volver a casa en Navidad. Todos lo hacemos, o deberíamos hacerlo.



Deberíamos volver a casa en vacaciones, cuanto más largas mejor, desde el internado en el que nos pasamos la vida trabajando en nuestras tablas aritméticas, para así descansar. Viajamos hasta casa a través de un paisaje invernal, por campos cubiertos por una niebla baja, entre pantanos y brumas, subiendo prolongadas colinas, que se van volviendo oscuras como cavernas entre las espesas plantaciones que llegan a tapar casi las estrellas chispeantes; y así hasta que estamos en las amplias mesetas y finalmente nos detenemos, con un silencio repentino, en una avenida. En el aire helado la campana de la puerta tiene un sonido profundo que casi parece terrible; la puerta se abre sobre sus goznes y al llegar hasta una casa grande las brillantes luces nos parecen más grandes tras las ventanas, y las filas de árboles que hay frente a ellas parecen apartarse solemnemente hacia los lados, como para dejarnos pasar. Durante todo el día, a intervalos, una liebre asustada ha salido corriendo a través de la hierba cubierta de nieve; o el repiqueteo distante de un rebaño de ciervos pisoteando el duro hielo ha acabado también, por un minuto, con el silencio. Si pudiéramos verles sus ojos vigilantes bajo los helechos, brillarían ahora como las gotas heladas del rocío sobre las hojas; pero están inmóviles, y todo está callado. Y así, las luces se van haciendo más grandes, y los árboles se apartan hacia atrás ante nosotros para cerrarse de nuevo a nuestra espalda, como impidiéndonos la retirada, y llegamos a la casa.



Probablemente huele todo el tiempo a castañas asadas y otras cosas buenas y reconfortantes, pues estamos contando historias de Navidad, historias de fantasmas, o más vergonzosas para nosotros, alrededor del fuego de Navidad, y no nos hemos movido salvo para acercarnos un poco más a él. Pero dejemos eso.



Llegamos a la casa y es una casa antigua, repleta de grandes chimeneas en las que la leña arde en el hogar sobre viejas tenazas, y retratos horrendos (algunos de ellos con leyendas también horrendas) miran con saña y desconfianza desde el entablado de roble de las paredes. Somos un noble de edad mediana y damos una generosa cena con nuestro anfitrión y anfitriona y sus invitados, es Navidad y la vieja casa está llena de invitados, y después nos vamos a la cama.



Nuestra habitación es muy antigua. Está recubierta de tapices. No nos gusta el retrato de un caballero vestido de verde colocado sobre la repisa de la chimenea. En el techo hay grandes vigas negras y para nuestro acomodo particular contamos con una enorme cama negra a la que en los pies le sirven de apoyo dos figuras negras también grandes que parecen salidas de dos tumbas de la antigua iglesia que tenía el barón en el parque. Pero no somos un noble supersticioso, y no nos importa. ¡Todo va bien! Despedimos a nuestro criado, cerramos la puerta y nos sentamos delante del fuego vestido con el camisón, meditando en muchas cosas.



Finalmente, nos metemos en la cama. ¡Muy bien! No podemos dormir. Damos vueltas y más vueltas, pero no podemos dormir. Las ascuas de la chimenea arden bien y dan a la habitación un aspecto fantasmal. No podemos evitar escudriñar, por encima del cobertor, las dos figuras negras y el caballero... ese caballero vestido de verde y de apariencia perversa. Con la luz parpadeante dan la impresión de avanzar y retroceder, lo cual, a pesar de que no seamos en absoluto un noble supersticioso, no resulta agradable.



¡Muy bien! Nos ponemos nerviosos... más y más nerviosos. Decimos: «esto es una verdadera estupidez, pero no podemos soportarlo; simularemos estar enfermos y llamaremos a alguien».



¡Muy bien! Precisamente vamos a hacerlo cuando la puerta cerrada se abre y entra una mujer joven, de palidez mortal y de cabellos rubios y largos que se desliza hasta la chimenea, y se sienta en la silla que hemos dejado allí, frotándose las manos. Nos damos cuenta entonces de que su ropa está húmeda. La lengua se nos pega al velo del paladar y no somos capaces de hablar, pero la observamos con precisión.



Su ropa está húmeda, su largo cabello está salpicado de barro húmedo, va vestida según la moda de hace doscientos años, y lleva en su ceñidor un manojo de llaves oxidadas. ¡Muy bien! Se sienta allí y ni siquiera podemos desmayarnos del estado en el que no encontramos. Entonces ella se levanta y prueba todas las cerraduras de la habitación con las llaves oxidadas, sin que encuentre ninguna que vaya bien; después fija la mirada en el retrato del caballero vestido de verde y con una voz baja y terrible exclama:



«¡El hombre lo sabe!» Después se vuelve a frotar las manos, pasa junto al borde de la cama y sale por la puerta. Nos apresuramos a ponernos la bata, cogemos las pistolas (siempre viajamos con ellas) y la seguimos, pero encontramos la puerta cerrada. Damos la vuelta a la llave, miramos en el pasillo oscuro y no hay nadie. Lo recorremos tratando de encontrar a nuestro criado. No es posible.



Recorremos el pasillo hasta que despunta el día y luego regresamos a nuestra habitación vacía, caemos dormidos y nos despierta nuestro criado (nunca hay nada que le hechice a él) y el sol brillante. ¡Muy bien! Tomamos un desayuno terrible y todos dicen que tenemos un aspecto extraño. Después del desayuno paseamos por la casa con nuestro anfitrión, y le conducimos hasta el retrato del caballero vestido de verde, y entonces se aclara todo.



Se comportó con falsedad con una joven ama de llaves unida en otro tiempo a esta familia, y famosa por su belleza, que se ahogó en un lago y cuyo cuerpo fue descubierto al cabo de mucho tiempo porque los ciervos se negaban a beber el agua. Desde entonces se ha dicho entre susurros que ella atraviesa la casa a medianoche (pero que va especialmente a esa habitación, en donde acostumbraba a dormir el caballero vestido de verde) probando las viejas cerraduras con las llaves oxidadas. ¡Bien! Le contamos a nuestro anfitrión lo que hemos visto, y una sombra cubre sus rasgos tras lo que nos suplica que guardemos silencio; y así se hace. Pero todo es cierto; y lo contamos, antes de morir (ahora estamos muertos) a muchas personas responsables.



Es infinito el número de casas antiguas con galerías resonantes, dormitorios lúgubres y alas encantadas cerradas durante muchos años, por las cuales podemos pasear, con un agradable hormigueo subiéndonos por la espalda y encontrarnos algunos fantasmas, pero quizá sea digno de mención afirmar que se reducen a muy pocos tipos y clases generales; pues los fantasmas tienen poca originalidad y «caminan» por caminos trillados. Sucede, por ejemplo, que en una determinada habitación de un cierto salón antiguo en donde se suicidó un malvado lord, barón, o caballero, hay en el suelo algunas tablas de las que no se puede borrar la sangre.



Raspas y raspas, como el actual dueño ha hecho, o cepillas y cepillas, como hizo su padre, o friegas y friegas, como hizo su abuelo, o quemas y quemas con ácidos fuertes, como hizo el bisabuelo, pero la sangre seguirá estando allí, ni más roja ni más pálida, ni en mayor ni en menor cantidad; siempre igual. En otra de esas casas hay una puerta encantada que nunca se abrirá; u otra que nunca se cerrará; o un sonido de una rueda de hilar, o un martillo, o unos pasos, o un grito, o un suspiro, un galope de caballos o el rechinar de unas cadenas. O hay un reloj que a medianoche da trece campanadas cuando va a morir el cabeza de familia, o un carruaje sombrío, negro e inmóvil que ve siempre en esos momentos alguien que aguardaba cerca de las amplias puertas del patio del establo. O sucede, como en el caso de Lady Mary, que fue a visitar una casa situada en los Highlands escoceses, y como estaba fatigada por su largo viaje se retiró pronto a la cama y a la mañana siguiente dijo con toda inocencia en la mesa del desayuno:



-¡Me resultó muy extraño que celebraran una fiesta a una hora tan tardía anoche en este remoto lugar y no me hablaran de ella antes de que me acostara!



Entonces todos preguntaron a Lady Mary lo que quería decir. Y ésta contestó:



-Bueno, anoche todo el tiempo oí carruajes que daban vueltas y más vueltas alrededor de la terraza, bajo mi ventana.



Entonces el dueño de la casa se puso pálido, lo mismo que su señora, y Charles Macdoodle de Macdoodle hizo señas a Lady Mary de que no dijera más, y todos guardaron silencio. Tras el desayuno, Charles Macdoodle le contó a Lady Mary que según una tradición de la familia era un presagio de muerte que los carruajes dieran vueltas por la terraza. Y así fue, pues dos meses más tarde moría la señora de la casa. Y Lady Mary, que era doncella de honor en la Corte, contó a menudo esta historia a la Reina Charlotte; y es por esto que el viejo rey decía siempre: «¿Cómo, cómo? ¿Qué, qué? ¿Fantasmas, fantasmas? ¡No existen, no existen!» Y no dejaba de decir esa frase hasta que se iba a la cama.



Y ahora bien, un amigo de alguien al que casi todos conocemos, cuando era un joven que estaba cursando estudios tenía un amigo especial con el que había hecho el pacto de que, si era posible que el espíritu retornara a esta tierra después de separarse del cuerpo, aquel de los dos que muriera primero se le aparecería al otro. Nuestro amigo se olvidó de ese pacto con el curso del tiempo; los dos jóvenes habían progresado en la vida, habían tomado caminos divergentes y se habían separado. Pero una noche muchos años después, estando nuestro amigo en el norte de Inglaterra, y quedándose a pasar la noche en una posada de Yorkshire Moors, miró desde la cama hacia fuera; y allí, bajo la luz de la luna, apoyado en un buró cercano a la ventana, y mirándole fijamente, vio a su antiguo compañero de estudios. Cuando éste se dirigió con solemnidad hacia la aparición, ésta respondió en una especie de susurro pero bien audible:



-No te acerques a mí. Estoy muerto. He venido aquí para cumplir mi promesa. ¡Vengo del otro mundo, pero no puedo revelar sus secretos!



En ese momento empezó a volverse más pálido y se fundió, por así decirlo, con la luz de la luna, desapareciendo en ella.



O está el caso de la hija del primer ocupante de lo pintoresca casa isabelina, tan famosa en nuestra vecindad. ¿Ha oído hablar de ella? ¿No? Bueno, la hija salió una noche de verano en el momento del crepúsculo; era una joven muy hermosa, de diecisiete años de edad, y se disponía a coger flores del jardín, pero de pronto llegó corriendo, aterrada, hasta el salón donde estaba su padre, a quien le dijo:



-¡Ay, querido padre, me he encontrado conmigo misma!



Él la cogió en sus brazos y le dijo que todo era una fantasía, pero ella replicó:



-¡Oh, no! Me encontré conmigo en el camino ancho, y yo estaba pálida, y recogía flores marchitas, y giraba la cabeza y las levantaba!



Y aquella noche murió la joven; y se empezó a hacer un cuadro con su historia, pero no se terminó nunca, y dicen que ha estado hasta hoy en algún lugar de la casa, con el rostro vuelto hacia la pared.



O la historia del tío de la esposa de mi hermano, que volvía a casa cabalgando al atardecer de un hermoso día y en una calle arbolada cercana a su casa vio a un hombre de pie ante él en el centro mismo de la estrecha calzada.



«¿Qué hace ese hombre del manto ahí parado?», pensó. «¿Quiere que pase con el caballo por encima de él?»



Pero la figura no se movió. Al verlo tan quieto tuvo una sensación extraña, pero siguió avanzando, aunque aflojando el trote. Cuando estuvo tan cerca que llegó a tocarlo casi con el estribo el caballo se asustó y la figura se deslizó hacia arriba, hasta la acera, de una manera curiosa y nada natural: hacia atrás, sin que pareciera utilizar los pies, hasta que desapareció. El tío de la esposa de mi hermano exclamó:



-¡Por el Dios de los cielos! ¡Si es mi primo Harry, el de Bombay!



Espoleó al caballo, que de pronto se había puesto a sudar profusamente, y extrañándose de tan rara conducta dio la vuelta para dirigirse hacia la fachada de su casa. Cuando llegó allí vio la misma figura, que pasaba en ese momento junto a la alargada ventana francesa de la sala de estar, en la planta baja. Le pasó las bridas a un criado y se dirigió presurosamente hacia la figura. Allí estaba sentada su hermana, a solas.



- Alice, ¿dónde está mi primo Harry?



-¿Tu primo Harry, John?



-Sí, el de Bombay. Acabo de encontrarme con él ahora en la avenida, y le vi entrar aquí hace un instante.



Pero nadie había visto a nadie y tal como después se supo, en ese mismo instante moría en India aquel primo.



O está la historia de esa sensible y anciana dama soltera que murió a los noventa y nueve años de edad manteniendo sus facultades hasta el último momento y vio realmente al chico huérfano. Es una historia que a menudo se ha contado incorrectamente, pero de la que la verdad auténtica es ésta, lo sé porque en realidad es una historia de nuestra familia, y ella era amiga de la casa. Cuando tenía unos cuarenta años de edad, y seguía poseyendo una hermosura poco común (su amado murió joven, razón por la cual ella nunca se casó, a pesar de tener numerosas ofertas), fijó su residencia en un lugar de Kent, que su hermano, un comerciante con India, había comprado recientemente.



Se contaba la historia de que en otro tiempo aquel lugar estuvo a cargo del tutor de un joven, que ese tutor sería el segundo heredero y que mató al muchacho con su tratamiento duro y cruel. Ella nada sabía de tales cosas. Se ha dicho que en el dormitorio de ella había una jaula en la que el tutor solía encerrar al muchacho. Es falso. Sólo había un gabinete. Ella se acostó, no hizo llamada alguna durante la noche, pero por la mañana le dijo con toda tranquilidad a la doncella cuando ésta entró:



-¿Quién es ese guapo mocito de aspecto abandonado que estuvo mirando hacia fuera desde el gabinete toda la noche?



La doncella contestó lanzando un fuerte grito y echando a correr al instante. La dama se sorprendió de aquello, pero era una mujer de notable fuerza mental, por lo que se vistió ella sola, bajó las escaleras y acudió a reunirse con su hermano:



-Walter, toda la noche me ha estado inquietando un guapo mocito de aspecto abandonado que constantemente miraba hacia fuera desde el gabinete que hay en mi habitación, y que no puedo abrir. Ahí debe haber algún truco.



-Me temo que no, Charlotte -contestó el hermano-, pues es la leyenda de la casa. Es el huérfano. ¿Qué es lo que hizo?



-Abrió la puerta con suavidad y miró hacia fuera. A veces penetraba uno o dos pasos en la habitación. Entonces yo le llamaba, para animarle, y él se encogía, se estremecía y volvía a meterse de nuevo, cerrando la puerta.



-Charlotte, el gabinete no tiene comunicación con ninguna otra parte de la casa, y está cerrado con clavos.



Aquello era indudablemente cierto y dos carpinteros necesitaron una mañana entera para abrir la puerta y poder examinar el gabinete. Sólo entonces Charlotte quedó convencida de que había visto al huérfano.



Pero lo terrible de la historia es que fue visto sucesivamente por tres de los hijos de su hermano, todos los cuales murieron jóvenes. En cada ocasión, el niño enfermaba, regresaba a casa con fiebre, doce horas antes de la muerte, y le decía a su madre que había estado jugando bajo un cierto roble que había en un prado con un chico extraño, un chico de buen aspecto, pero que parecía abandonado, que era muy tímido y le hacía señas. A partir de esa experiencia fatal los padres llegaron a saber que se trataba del huérfano, y que el destino del niño al que había elegido como compañero de juegos estaba seguramente fijado.

Charles Dickens


sábado, 24 de diciembre de 2011

Cita de la semana






















Constancia de mujer




Un día entero me has amado.

Mañana, al marchar, ¿qué me dirás?

¿Adelantarás la fecha de algún voto recién hecho?

¿O dirás que ya

no somos los mismos que antes éramos?

¿O que de promesas hechas por temor reverente

del amor y su ira, cualquiera puede abjurar?

¿O que, como por la muerte se disuelven matrimonios verdaderos,

así los contratos de amantes, a imagen de los primeros,

atan sólo hasta que el sueño, imagen de la muerte, los desata?

¿O es que para justificar tus propios fines

por haber procurado falsedad y mudanza, tú

no conoces sino falsedad para llegar a la verdad?

Lunática vana, contra estos subterfugios podría yo

argumentar, ganando, si lo hiciera.

Pero me abstengo,

porque mañana puede que yo así también piense.


John Donne



Versión de Purificación Ribes







domingo, 18 de diciembre de 2011

Cuento 30




















El príncipe feliz


La estatua del Príncipe Feliz se alzaba sobre una alta columna, desde donde se dominaba toda la ciudad. Era dorada y estaba recubierta por finas láminas de oro; sus ojos eran dos brillantes zafiros y en el puño de la espada centelleaba un enorme rubí púrpura. El resplandor del oro y las piedras preciosas hacían que los habitantes de la ciudad admirasen al Príncipe Feliz más que a cualquier otra cosa. "Es tan bonito como una veleta", comentaba uno de los regidores de la ciudad a quien le interesaba ganar reputación de hombre de gustos artísticos; "claro que en realidad no es tan práctico" agregaba, porque al mismo tiempo temía que lo consideraran demasiado idealista, lo que por supuesto no era.




"¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz " le decía una madre afligida a su pequeño hijo que lloraba porque quería tener la luna. "El Príncipe Feliz no llora por nada".



"Mucho me consuela el ver que alguien en el mundo sea completamente feliz" murmuraba un hombre infortunado al contemplar la bella estatua.



"De verdad parece que fuese un ángel " comentaban entre ellos los niños del orfelinato al salir de la catedral, vestidos con brillantes capas rojas y albos delantalcitos.



"¿Y cómo saben qué aspecto tiene un ángel?" les refutaba el profesor de matemáticas, "¿Cuándo han visto un ángel?"



"Los hemos visto, señor. ¡Claro que los hemos visto, en sueños! " le respondían los niños, y el profesor de matemáticas fruncía el ceño y adoptaba su aire más severo. Le parecía muy reprobable que los niños soñaran.



Una noche llegó volando a la ciudad una pequeña golondrina. Sus compañeras habían partido para Egipto seis semanas antes, pero ella se había quedado atrás, porque estaba enamorada de un junco, el más hermoso de todos los juncos de la orilla del río. Lo encontró a comienzos de la primavera, cuando revoloteaba sobre el río detrás de una gran mariposa amarilla, y el talle esbelto del junco la cautivó de tal manera, que se detuvo para darle conversación.



"¿Puedo amarte?" le preguntó la golondrina, a quien no le gustaba andarse con rodeos. El junco le hizo una amplia reverencia.La golondrina entonces revoloteó alrededor, rozando el agua con las alas y trazando surcos de plata en la superficie. Era su manera de demostrar su amor. Y así pasó todo el verano.



"Es un ridículo enamoramiento" comentaban las demás golondrinas; "ese junco es desoladoramente hueco, no tiene un centavo y su familia es terriblemente numerosa". Efectivamente toda la ribera del río estaba cubierta de juncos. A la llegada del otoño, las demás golondrinas emprendieron el vuelo, y entonces la enamorada del junco se sintió muy sola y comenzó a cansarse de su amante. "No dice nunca nada" se dijo, "y debe ser bastante infiel, porque siempre coquetea con la brisa". Y realmente, cada vez que corría un poco de viento, el junco realizaba sus más graciosas reverencias. "Además es demasiado sedentario" pensó también la golondrina; "y a mí me gusta viajar. Por eso el que me quiera debería también amar los viajes".



"¿Vas a venirte conmigo?" le preguntó al fin un día. Pero el junco negó con la cabeza, le tenía mucho apego a su hogar.

"¡Eso quiere decir que sólo has estado jugando con mis sentimientos!" se quejó la golondrina. "Yo me voy a las pirámides de Egipto. ¡Adiós!" Y diciendo esto, se echó a volar.

Voló durante todo el día y, cuando ya caía la noche, llegó hasta la ciudad.

"¿Dónde podré dormir?" se preguntó. "Espero que en esta ciudad haya algún albergue donde pueda pernocta".






En ese mismo instante descubrió la estatua del Príncipe Feliz sobre su columna. "Voy a refugiarme ahí" se dijo. "El lugar es bonito y bien ventilado". Y así diciendo, se posó entre los pies del Príncipe Feliz.



"Tengo una alcoba de oro" se dijo suavemente la golondrina mirando alrededor. En seguida se preparó para dormir. Mas cuando todavía no había puesto la cabecita debajo de su ala, le cayó encima un grueso goterón. " ¡Qué cosa más curiosa!" exclamó. "No hay ni una nube en el cielo, las estrellas relucen claras y brillantes, y sin embargo llueve. En realidad este clima del norte de Europa es espantoso. Al junco le encantaba la lluvia, pero era de puro egoísta".



En ese mismo momento cayó otra gota.



"¿Pero para qué sirve este monumento si ni siquiera puede protegerme de la lluvia?" dijo. "Mejor voy a buscar una buena chimenea". Y se preparó a levantar nuevamente el vuelo.



Sin embargo, antes de que alcanzara a abrir las alas, una tercera gota le cayó encima, y al mirar hacia arriba la golondrina vio... ¡Ah, lo que vio!



Los ojos del Príncipe Feliz estaban llenos de lágrimas, y las lágrimas le corrían por las áureas mejillas. Y tan bello se veía el rostro del Príncipe a la luz de la luna, que la golondrina se llenó de compasión.



"¿Quién eres?" preguntó.



"Soy el Príncipe Feliz".



"Pero si eres el Príncipe Feliz, ¿por qué lloras? Casi me has empapado".



"Cuando yo vivía, tenía un corazón humano" contestó la estatua, "pero no sabía lo que eran las lágrimas porque vivía en la Mansión de la Despreocupación, donde no está permitida la entrada del dolor. Así, todos los días jugaba en el jardín con mis compañeros, y por las noches bailábamos en el gran salón. Alrededor del jardín del Palacio se elevaba un muro muy alto, pero nunca me dio curiosidad alguna por conocer lo que había más allá... ¡Era tan hermoso todo lo que me rodeaba! Mis cortesanos me decían el Príncipe Feliz, y de verdad era feliz, si es que el placer es lo mismo que la dicha. Viví así, y así morí. Y ahora que estoy muerto, me han puesto aquí arriba, tan alto que puedo ver toda la fealdad y toda la miseria de mi ciudad, y, aunque ahora mi corazón es de plomo, lo único que hago es llorar".



"¿Cómo?" se preguntó para sí la golondrina, "¿no es oro de ley?" Era un avecita muy bien educada y jamás hacia comentarios en voz alta sobre la gente.



"Allá abajo" siguió hablando la estatua con voz baja y musical "... allá abajo, en una callejuela, hay una casa miserable, pero una de sus ventanas está abierta y dentro de la habitación hay una mujer sentada detrás de la mesa. Tiene el rostro demacrado y lleno de arrugas, y sus manos, ásperas y rojas, están acribilladas de pinchazos, porque es costurera. En este momento está bordando flores de la pasión en un traje de seda que vestirá la más hermosa de las damas de la reina en el próximo baile del Palacio. En un rincón de la habitación, acostado en la cama, está su hijito enfermo. El niño tiene fiebre y pide naranjas. Pero la mujer sólo puede darle agua del río, y el niño llora. Golondrina, golondrina, pequeña golondrina... ¡hazme un favor! Llévale a la mujer el rubí del puño de mi espada, ¿quieres? Yo no puedo moverme, ¿lo ves?... tengo los pies clavados en este pedestal".



"Los míos están esperándome en Egipto" contestó la golondrina. "Mis amigas ya deben estar revoloteando sobre el Nilo, y estarán charlando con los grandes lotos nubios. Y pronto irán a dormir a la tumba del gran Rey, donde se encuentra el propio faraón, en su ataúd pintado, envuelto en vendas amarillas, y embalsamado con especias olorosas. Alrededor del cuello lleva una cadena de jade verde, y sus manos son como hojas secas".



"Golondrina, golondrina, pequeña golondrina" dijo el Príncipe, "¿por qué no te quedas una noche conmigo y eres mi mensajera? ¡El niño tiene tanta sed, y su madre, la costurera, está tan triste!"



"Es que no me gustan mucho los niños" contestó la golondrina. "El verano pasado, cuando estábamos viviendo a orillas del río, había dos muchachos, hijos del molinero, y eran tan mal educados que no se cansaban de tirarme piedras. ¡Claro que no acertaban nunca! Las golondrinas volamos demasiado bien, y además yo pertenezco a una familia célebre por su rapidez; pero, de todas maneras, era una impertinencia y una grosería".



Pero la mirada del Príncipe Feliz era tan triste, que finalmente la golondrina se enterneció. "Ya está haciendo mucho frío" dijo, "pero me quedaré una noche contigo y seré tu mensajera".



"Gracias, golondrinita" dijo el Príncipe.



La golondrina arrancó entonces el gran rubí de la espada del Príncipe y, teniéndolo en el pico, voló sobre los tejados. Pasó junto a la torre de la catedral, que tenía ángeles de mármol blanco.



Pasó junto al Palacio, donde se oía música de baile y una hermosa muchacha salió al balcón con su pretendiente. " ¡Qué lindas son las estrellas" dijo el novio, "y qué maravilloso es el poder del amor!"



"Ojalá que mi traje esté listo para el baile de gala" contestó ella. "Mandé bordar en la tela unas flores de la pasión. ¡Pero las costureras son tan flojas!"



La golondrina voló sobre el río y vio las lámparas colgadas en los mástiles de los barcos. Pasó sobre el barrio de los judíos, donde vio a los viejos mercaderes hacer sus negocios y pesar monedas de oro en balanzas de cobre. Al fin llegó a la pobre casa, y se asomó por la ventana. El niño, en su cama, se agitaba de fiebre, y la madre se había dormido de cansancio. Entonces, la golondrina entró a la habitación y dejó el enorme rubí encima de la mesa, junto al dedal de la costurera.



Después revoloteó dulcemente alrededor del niño enfermo, abanicándole la frente con las alas. " ¡Qué brisa tan deliciosa!" murmuró el niño. "Debo estar mejor" y se quedó dormido deslizándose en un sueño maravilloso.



Entonces la golondrina volvió hasta donde el Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho. " ¡Qué raro!" agregó, pero ahora casi tengo calor y sin embargo la verdad es que hace muchísimo frío.



"Es porque has hecho una obra de amor" le explicó el Príncipe. La golondrina se puso a pensar en esas palabras y pronto se quedó dormida. Siempre que pensaba mucho se quedaba dormida.

Al amanecer voló hacia el río para bañarse. "¡Qué fenómeno extraordinario!" exclamó un profesor de ornitología que pasaba por el puente. " ¡Una golondrina en pleno invierno!" Y escribió sobre el asunto una larga carta al periódico de la ciudad. Todo el mundo habló del comentario, tal vez porque contenía muchas palabras que no se entendían.




"Esta noche partiré para Egipto" se decía la golondrina y la idea la hacía sentirse muy contenta. Luego visitó todos los monumentos públicos de la ciudad y descansó largo rato en el campanario de la iglesia. Los gorriones que la veían pasar comentaban entre ellos: "¡Qué extranjera tan distinguida!". Cosa que a la golondrina la hacía feliz.



Cuando salió la luna volvió donde estaba a la estatua del Príncipe. "¿Tienes algunos encargos que darme para Egipto?" le gritó. "Voy a partir ahora".



"Golondrina, golondrina, pequeña golondrina" dijo el Príncipe, "¿no te quedarías conmigo una noche más?"



"Los míos me están esperando en Egipto" contestó la golondrina. "Mañana, mis amigas van a volar seguramente hasta la segunda catarata del Nilo. Allí, entre las cañas, duerme el hipopótamo, y sobre una gran roca de granito se levanta el Dios Memnón. Cada noche, él mira las estrellas y cuando brilla el lucero de la mañana, lanza un grito de alegría. Después se queda en silencio. Al mediodía, los leones bajan a beber a la orilla del río. Tienen los ojos verdes, y sus rugidos son más fuertes que el ruido de la catarata".



"Golondrina, golondrina, pequeña golondrina" dijo el Príncipe, "allá abajo justo al otro lado de la ciudad, hay un muchacho en una buhardilla. Está inclinado sobre una mesa llena de papeles, y a su derecha, en un vaso, unas violetas están marchitándose. Tiene el pelo largo, castaño y rizado, y sus labios son rojos como granos de granada, y tiene los ojos anchos y soñadores. Está empeñado en terminar de escribir una obra para el director del teatro, pero tiene demasiado frío. No hay fuego en la chimenea y el hambre lo tiene extenuado".



"Bueno, me quedaré otra noche aquí contigo" dijo la golondrina que de verdad tenía buen corazón. "¿Hay que llevarle otro rubí?"



"¡Ay, no tengo más rubíes!" se lamentó el Príncipe. "Sin embargo aún me quedan mis ojos. Son dos rarísimos zafiros, traídos de la India hace mil años. Sácame uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un joyero, comprará pan y leña y podrá terminar de escribir su obra".



"Pero mi Príncipe querido" dijo la golondrina, "eso yo no lo puedo hacer". Y se puso a llorar.



"Golondrina, golondrina, pequeña golondrina" le rogó el Príncipe, "por favor, haz lo que te pido".










Entonces la golondrina arrancó uno de los ojos del Príncipe y voló hasta la buhardilla del escritor. No era difícil entrar allí, porque había un agujero en el techo y por ahí entró la golondrina como una flecha. El joven tenía la cabeza hundida entre las manos, así que no sintió el rumor de las alas, y cuando al fin levantó los ojos, vio el hermoso zafiro encima de las violetas marchitas.











"¿Será que el público comienza a reconocerme?" se dijo "Porque esta piedra preciosa ha de habérmela enviado algún rico admirador. ¡Ahora podré acabar mi obra!" Y se le notaba muy contento.




Al día siguiente la golondrina voló hacia el puerto, se posó sobre el mástil de una gran nave y se entretuvo mirando los marineros que izaban con maromas unas enormes cajas del barco. " ¡Me voy a Egipto!" les gritó la golondrina. Pero nadie le hizo caso. Al salir la luna, la golondrina volvió hacia el Príncipe Feliz.



"Vengo a decirte adiós" le dijo.



"Golondrina, golondrina, pequeña golondrina" le dijo el Príncipe. "¿No te quedarás conmigo otra noche?"



"Ya es pleno invierno" respondió la golondrina, "y muy pronto caerá la nieve helada. En Egipto, en cambio, el sol calienta las palmeras verdes y los cocodrilos, medio hundidos en el fango, miran indolentes alrededor. Por estos días mis compañeras están construyendo sus nidos en el templo de Baalbeck, y las palomas rosadas y blancas las miran mientras se arrullan entre sí. Querido Príncipe, tengo que dejarte, pero nunca te olvidaré. La próxima primavera te traeré de Egipto dos piedras bellísimas para reemplazar las que regalaste. El rubí será más rojo que una rosa roja, y el zafiro será azul como el mar profundo".



"Allá abajo en la plaza" dijo el Príncipe Feliz, "hay una niñita que vende fósforos y cerillas. Y se le han caído los fósforos en el barro y se han echado a perder. Su padre le va a pegar si no lleva dinero a su casa y por eso ahora está llorando. No tiene zapatos ni medias, y su cabecita va sin sombrero. Arranca mi otro ojo y llévaselo, así su padre no le pegará".



"Pasaré otra noche contigo" dijo la golondrina, "pero no puedo arrancarte el otro ojo. Te vas a quedar ciego".



"Golondrina, golondrina, pequeña golondrina" le rogó el Príncipe, "haz lo que te pido, te lo suplico".



La golondrina entonces extrajo el otro ojo del Príncipe y se echó a volar. Se posó sobre el hombro de la niña y deslizó la joya en sus manos. " ¡Qué bonito pedazo de vidrio!" exclamó la niña, y corrió riendo hacia su casa.



Después la golondrina regresó hasta donde estaba el Príncipe. "Ahora que estás ciego" le dijo, "voy a quedarme a tu lado para siempre".



"No, golondrinita" dijo el pobre Príncipe. "Ahora tienes que irte a Egipto".



"Me quedaré a tu lado para siempre" repitió la golondrina, durmiéndose entre los pies de la estatua.



Al otro día ella se posó en el hombro del Príncipe para contarle las cosas que había visto en los extraños países que visitaba durante sus migraciones. Le describió los ibis rojos, que se posan en largas filas a orillas del Nilo y pescan peces dorados con sus picos; le habló de la esfinge, que es tan vieja como el mundo, y vive en el desierto, y lo sabe todo; le contó de los mercaderes que caminan lentamente al lado de sus camellos y llevan en sus manos rosarios de ámbar; le contó del Rey de las Montañas de la Luna, que es negro como el ébano y adora un gran cristal; le refirió acerca de la gran serpiente verde que duerme en una palmera y veinte sacerdotes la alimentan con pasteles de miel; y le contó también de los pigmeos que navegan sobre un gran lago en anchas hojas lisas y que siempre están en guerra con las mariposas.



"Querida golondrina" dijo el Príncipe, "me cuentas cosas maravillosas, pero es más maravilloso todavía lo que pueden sufrir los hombres. No hay misterio más grande que la miseria. Vuela sobre mi ciudad, y vuelve a contarme todo lo que veas".



Entonces la golondrina voló sobre la gran ciudad, y vio a los ricos que se regocijaban en sus soberbios palacios, mientras los mendigos se sentaban a sus puertas. Voló por las callejuelas sombrías, y vio los rostros pálidos de los niños que mueren de hambre, mientras miran con indiferencia las calles oscuras. Bajo los arcos de un puente había dos muchachos acurrucados, uno en los brazos del otro para darse calor. " ¡Qué hambre tenemos!" decían. " ¡Fuera de ahí!" les gritó un guardia, y los muchachos tuvieron que levantarse, y alejarse caminando bajo la lluvia.



Entonces la golondrina volvió donde el Príncipe, y le contó lo que había visto.



"Mi estatua esta recubierta de oro fino" le indicó el Príncipe; "sácalo lámina por lámina, y llévaselo a los pobres. Los hombres siempre creen que el oro podrá darles la felicidad".




Así, lámina a lámina, la golondrina fue sacando el oro, hasta que el Príncipe quedó oscuro. Y lámina a lámina fue distribuyendo el oro fino entre los pobres, y los rostros de algunos niños se pusieron sonrosados, y riendo jugaron por las calles de la ciudad. "¡Ya, ahora tenemos pan!" gritaban.



Llegó la nieve, y después de la nieve llegó el hielo. Las calles brillaban de escarcha y parecían ríos de plata. Los carámbanos, como puñales, colgaban de las casas. Todo el mundo se cubría con pieles y los niños llevaban gorros rojos y patinaban sobre el río.



La pequeña golondrina tenía cada vez más frío pero no quería abandonar al Príncipe, lo quería demasiado. Vivía de las migajas del panadero, y trataba de abrigarse batiendo sus alitas sin cesar.



Una tarde comprendió que iba a morir, pero aún encontró fuerzas para volar hasta el hombro del Príncipe. " ¡Adiós, mi querido Príncipe!" le murmuró al oído. "¿Me dejas que te bese la mano?"



"Me alegro que por fin te vayas a Egipto, golondrinita" le dijo el Príncipe. "Has pasado aquí demasiado tiempo. Pero no me beses en la mano, bésame en los labios porque te quiero mucho".



"No es a Egipto donde voy" repuso la golondrina. "Voy a la casa de la muerte. La muerte es hermana del sueño, ¿verdad?"



El avecita besó al Príncipe Feliz en los labios y cayó muerta a sus pies.



En ese mismo instante se escuchó un crujido ronco en el interior de la estatua, fue un ruido singular como si algo se hubiese hecho trizas. El caso es que el corazón de plomo se había partido en dos. Ciertamente hacía un frío terrible. A la mañana siguiente, el alcalde se paseaba por la plaza con algunos de los regidores de la ciudad. Al pasar junto a la columna levantó los ojos para admirar la estatua. " ¡Pero qué es esto!" dijo "¡El Príncipe Feliz parece ahora un desharrapado!"



"¡Completamente desharrapado!" reiteraron los regidores; y subieron todos a examinarlo.



"El rubí de la espada se le ha caído, los ojos desaparecieron y ya no es dorado" dijo el alcalde. "En una palabra se ha transformado en un verdadero mendigo".



"¡Un verdadero mendigo!" repitieron los regidores.



"Y hay un pájaro muerto entre sus pies" siguió el alcalde. "Será necesario promulgar un decreto municipal que prohíba a los pájaros venirse a morir aquí". El secretario municipal tomó nota dejando constancia de la idea.



Entonces mandaron derribar la estatua del Príncipe Feliz. "Como ya no es hermoso, no sirve para nada" explicó el profesor de Estética de la Universidad.



Entonces fundieron la estatua, y el Alcalde reunió al Municipio para decidir que harían con el metal. "Podemos" propuso, "hacer otra estatua. La mía, por ejemplo".



"Claro, la mía" dijeron los regidores cada uno a su vez. Y se pusieron a discutir. La última vez que supe de ellos seguían discutiendo.



"¡Qué cosa más rara!" dijo el encargado de la fundición. "Este corazón de plomo no quiere fundirse; habrá que tirarlo a la basura". Y lo tiraron al basurero donde también yacía el cuerpo de la golondrina muerta.



"Tráeme las dos cosas más hermosas que encuentres en esa ciudad" dijo Dios a uno de sus ángeles. Y el ángel le llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto.



"Has elegido bien" sonrió Dios, "porque en mi jardín del Paraíso esta avecilla cantará eternamente, y el Príncipe Feliz me alabará para siempre en mi Áurea Ciudad".


Oscar Wilde







Cita de la semana





















Diario del año de la peste (referido a la epidemia de 1722).


“Al estar paralizados todos los ramos de actividad, los empleos cesaron, desapareciendo el trabajo y, con él, el pan de los pobres; y los lamentos de los pobres eran, ciertamente, muy desgarradores al principio, si bien el reparto de limosnas alivió su miseria en ese sentido. Cierto es que muchos escaparon al campo, mas hubo miles de ellos que permanecieron en Londres hasta que la pura desesperación les impulsó a salir de la ciudad, al solo fin de morir en los caminos y servir de mensajeros de la muerte, pues hubo quienes llevaron consigo la infección y la diseminaron hasta los confines más remotos del reino.


Muchos de ellos eran los miserables seres de objeto de la desesperación a que he aludido antes; y fueron aniquilados por la desgracia que sobrevino después, pudiendo decirse que perecieron, no por la peste misma, sino por sus consecuencias; señaladamente, de hambre y de escasez de todas las cosas elementales, sin alojamiento, sin dinero, sin amigos, sin medios para conseguir su pan de cada día ni nadie que se lo proporcionase, ya que muchos de ellos carecían de lo que llamamos residencia legal y por ello no podían pedir nada a las parroquias. (...).

Todo ello, si bien no deja de ser muy triste, representó una liberación, ya que la peste, que arreció de una manera horrorosa desde mediados de agosto hasta mediados de octubre, se llevó durante ese tiempo a unas treinta o cuarenta mil personas de estas, las cuales, de haber sobrevivido, hubieran sido una carga demasiado pesada debido a su pobreza.”



Daniel Defoe.


domingo, 11 de diciembre de 2011

Cuento 29


















La máscara de la muerte roja



Hacía tiempo que la Muerte Roja devastaba el país. Nunca hubo peste tan mortífera ni tan horrible. La sangre era su emblema y su sello, el rojo horror de la sangre. Se sentían dolores agudos y un vértigo repentino, y luego los poros exudaban abundante sangre, hasta acabar en la muerte. Las manchas escarlatas en el cuerpo, y sobre todo en el rostro de la víctima, eran el estigma de la peste que le apartaban de toda ayuda y compasión de sus congéneres. En media hora se cumplía todo el proceso: síntomas, evolución y término de la enfermedad.



Pero el príncipe Próspero era intrépido, feliz y sagaz. Con sus dominios ya medio despoblados, llamó un día a su presencia a un millar de amigos sanos y joviales de entre las damas y caballeros de su corte, y con ellos se recluyó en el apartado retiro de una de sus abadías amuralladas. Era un conjunto de edificios amplio y magnífico, concebido por el gusto excéntrico, aunque majestuoso, del propio príncipe. Lo rodeaba una alta y sólida muralla. La muralla tenía portones de hierro. Una vez dentro los cortesanos, se trajeron fraguas y enormes martillos y se soldaron los cerrojos. Decidieron que no hubiese modo alguno de entrar o salir, si alguien de pronto se dajaba llevar por la desesperación o la locura. Había abundancia de provisiones. Con tales precauciones los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo de fuera se ocupase de sí mismo. Había bufones, había trovadores, había bailarinas, había músicos, había Belleza, había vino. Dentro había todo eso, y también seguridad. Fuera estaba la Muerte Roja.



Fue hacia el final del quinto o sexto mes de su encierro, y mientras la peste se cebaba con furia en el exterior, cuando el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de rara vistosidad.



















Aquel baile fue un espectáculo voluptuoso. Pero permítaseme hablar primero de los salones en que se celebró. Eran siete: todo un ámbito imperial. Hay muchos palacios, sin embargo, en los que salones así ofrecen una perspectiva larga y lineal, con puertas corredizas que se desplazan casi hasta las mismas paredes de uno y otro lado, de modo que apenas nada interrumpe la vista en toda su longitud. El caso era aquí muy distinto, como cabría esperar de la afición del duque por lo extravagante. La distribución de las salas era tan irregular que apenas se contemplaban más de una al mismo tiempo. Cada veinte o treinta metros se producía un giro brusco, y con cada giro un efecto novedoso. A derecha e izquierda, en medio de la pared, una ventana gótica alta y estrecha se asomaba a un corredor cerrado que enmarcaba las sinuosidades del conjunto, con vidrieras cuyos colores variaban de acuerdo con los tonos dominantes en la decoración del salón al que se abrían. El del extremo oriental, por ejemplo, estaba decorado en azul, y las vidrieras en azul vivo. La ornamentación y los tapices del segundo eran de color púrpura, y purpúreos eran allí los cristales. El tercero era todo él verde, lo mismo que las ventanas. Los muebles y la iluminación del cuarto eran anaranjados; el quinto, blanco; el sexto, violeta. La séptima estancia era un denso sudario de tapices de terciopelo negro que cubrían el techo y las paredes, y caían en pesados pliegues sobre una alfombra del mismo tinte y textura. Pero sólo en esta habitación el color de las ventanas difería del decorado. Las vidrieras eran aquí de un tono escarlata, un rojo oscuro de sangre. Ahora bien, en ninguna de las siete cámaras había lámpara o candelabro alguno, entre la abundancia de adornos dorados que había por todas partes o que colgaban de los techos. No había luz alguna que procediera de una lámpara o vela en todo el conjunto de habitaciones. Pero en el corredor que envolvía los salones había, frente a cada ventana, un pesado trípode con un brasero de fuego que, al proyectar su resplandor a través de las vidrieras, inundaba de luz la estancia. Se producía así una profusión llamativa de formas fantásticas. Pero en la habitación negra, o de poniente, el efecto del fuego a través de los cristales de sangre sobre los tapices negros resultaba de lo más siniestro, y daba un aire tan irreal a los rostros de los que allí entraban que muy pocos se atrevían a dar siquiera un paso en aquella estancia.



También era aquí donde se encontraba, contra el muro oeste, un gigantesco reloj de ébano. El péndulo oscilaba con un sonido grave, monótono y apagado, y cuando el minutero había recorrido toda la esfera y llegaba el momento de marcar la hora, de sus pulmones metálicos surgía un sonido límpido, potente, profundo y muy musical, pero de nota y énfasis tan peculiares que, a cada hora, los músicos se veían obligados a detenerse un momento para escucharlo, lo que obligaba a su vez a quienes bailaban a interrumpir el vals; y se producía un breve desconcierto en la alegría de todos; y, mientras sonaba el carillón, se veía cómo los más frívolos palidecían y los más sosegados por los años se pasaban la mano por la frente como perdidos en ensueños o en meditación. Aunque cuando cesaban los últimos ecos, una risa leve se apoderaba a la vez de toda la concurrencia; los músicos se miraban y sonreían como burlándose de sus propios nervios y desconcierto, y se susurraban mutuas promesas de que las siguientes campanadas no les causarían ya la misma impresión; pero luego, al cabo de sesenta minutos (que son tres mil seiscientos segundos de Tiempo que vuela), de nuevo sonaba el carillón, y volvía a repetirse la misma meditación, y el mismo desconcierto y nerviosismo de antes.



Pero a pesar de todo, era una fiesta alegre y magnífica. Los gustos del duque eran peculiares. Tenía un buen ojo para los colores y los efectos. Desdeñaba las convenciones de la moda. Sus planes eran atrevidos y apasionados, y un viso de barbarie iluminaba sus proyectos. Algunos le habrían tenido por loco. Sus seguidores no lo creían así. Pero era necesario oírle, y verle, y tocarle, para estar seguro.



Con ocasión de esta magna fiesta, había supervisado personalmente casi toda la decoración de los siete salones; y había sido su propio gusto el que había inspirado los disfraces. No os quepa duda de que eran extravagantes. Abundaba la ostentación y el brillo, lo ilusorio y lo picante..., mucho de lo que después se ha visto en Hernani. Había figuras arabescas, con miembros y atuendos grotescos. Había fantasías delirantes como sólo los locos imaginan. Había mucha belleza, mucha voluptuosidad, mucho de estrafalario, algo de terrible, y no poco de lo que podría haber ofendido. De hecho, por las siete estancias se paseaba majestuosamente una muchedumbre de sueños. Y estos -los sueños- se revolvían por las habitaciones, tiñéndose del color de cada una, y haciendo que la música desenfrenada de la orquesta pareciera el eco de sus pasos. Y entonces suena el reloj de ébano en el salón de terciopelo. Y por un momento todo se aquieta, todo se acalla salvo la voz del reloj. Los sueños quedan congelados y estáticos. Pero el eco de las campanadas se apaga -no han durado sino un instante- y una risa leve, a medias reprimida, queda flotando tras él. Y surge de nuevo la música, y viven los sueños, y se revuelven de un lado a otro más alegres que nunca, teñidos por las ventanas multicolores por las que penetra el resplandor de los trípodes. Pero en el salón de poniente, ninguno de los enmascarados se atreve ahora a entrar, porque la noche ya se desvanece y una luz más rojiza se filtra por los cristales de color sangre; y la negrura de los tapices espanta; y quien aventura sus pasos sobre la negra alfombra escucha un sordo tictac, más solemne y enfático que el que llega a oídos de quienes se entregan a la alegría en las salas más distantes.



Pero las otras habitaciones estaban abarrotadas, y en ellas latía febrilmente el ansia de la vida. Prosiguió así el torbellino festivo, hasta que al cabo el reloj inició las campanadas de la medianoche. Y cesó entonces la música, como ya he dicho; y los que bailaban interrumpieron el vals; y, como en otras ocasiones, todo quedó desasosegadamente detenido. Pero ahora eran doce las campanadas que tenían que sonar; y ocurrió así, quizá, que al disponer de más tiempo, más grave se tornó la reflexión de quienes en la concurrencia ya estaban pensativos. Y también ocurrió así, quizá, que antes de que el último eco de la última campanada hubiera desaparecido en el silencio, muchos ya habían reparado en la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y de boca en boca se extendió el rumor de esta nueva presencia, y al poco se alzó en toda la compañía un susurro, un murmullo de desaprobación y sorpresa, luego, por último, de terror, de horror y de asco. En una congregación fantasmagórica como la que he pintado, bien se puede suponer que ningún atuendo ordinario habría causado tal sensación. De hecho, esa noche la libertad en los disfraces era prácticamente ilimitada; pero la figura en cuestión había rizado el rizo, superando incluso los límites del gusto permisivo del príncipe. Hay fibras aún en el corazón de los más osados que no pueden tocarse sin que se emocionen. Hasta los casos perdidos, para quienes la vida y la muerte son una misma broma, creen que hay ciertos asuntos con los que no se puede bromear. En todos los asistentes, desde luego, se apreciaba ahora la sensación intensa de que el disfraz y el porte del extraño carecían de todo ingenio y decoro. Era una figura alta y lúgubre, amortajada de la cabeza a los pies con el atuendo de la tumba. La máscara que ocultaba representaba tan fielmente el semblante rígido de un cadáver que al observador más atento le resultaría difícil descubrir el engaño. Aun así, todo esto lo habría soportado, si no aprobado, aquella alocada concurrencia. Pero el enmascarado había llegado incluso a asumir el aspecto de la Muerte Roja. La sangre le salpicaba la vestimenta..., y su ancha frente, y todas sus facciones, aparecían moteadas por el horror escarlata.





Cuando la mirada del príncipe Próspero se detuvo en este espectro (que se paseaba lento y solemne, como para dar mayor empaque a su figura), se le notó una convulsión en un primer momento con un fuerte estremecimiento de horror o repugnancia; pero enseguida, el rostro se le encendió de ira.



-¿Quién se ha atrevido...? preguntó con voz ronca a los cortesanos que le acompañaban—: ¿Quién se ha atrevido a insultarnos con esta burla blasfema? ¡Cogedle y quitadle la máscara, y así sabremos a quien hay que colgar de una almena al amanecer!





Cuando pronunció estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el salón azul, que daba al oriente. Y su eco recorrió alto y claro las siete estancias, porque el príncipe era un hombre robusto y osado, y un gesto suyo había acallado ya la música.



Era en el salón azul donde se hallaba el príncipe, en compañía de un grupo de pálidos cortesanos. Al principio, cuando habló, dieron éstos un primer paso hacia el intruso, que entonces estaba próximo a ellos, y que ahora se acercaba mas aún, con porte deliberado y majestuoso. Pero cierto miedo indecible que la insensata arrogancia de la máscara había inspirado a todo el grupo impidió que nadie le pusiera la mano encima; así que, sin estorbo alguno, pasó apenas a un metro del príncipe; y, mientras en los salones la numerosa concurrencia, como movida por un mismo resorte, se hacía a un lado buscando el refugio de las paredes, el enmascarado siguió andando con el mismo paso solemne y mesurado que desde el comienzo le había distinguido, pasando de la sala azul a la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la de color naranja, de ésta a la blanca, e incluso de aquí a la morada, sin que nadie hiciera el menor intento de detenerle. Fue entonces, sin embargo, cuando el príncipe Próspero, fuera de sí y avergonzado por su cobardía pasajera, cruzó veloz los seis salones, sin que nadie le siguiera por el terror mortal que de todos se había apoderado. Blandía una daga desenvainada, y se acercó impetuoso y rápido a muy poca distancia de la figura que seguía su camino, cuando ésta, que ya había llegado al salón de terciopelo, giró de pronto y le hizo frente. Hubo un grito agudo, y la daga reluciente cayó en la alfombra negra sobre la que, al instante, caía postrado por la muerte el príncipe Próspero. Después, llevados por el valor enloquecido de la desesperación, un amplio grupo entró en avalancha en el salón negro, en el que la alta figura seguía inmóvil y erguida bajo la sombra del reloj de ébano; pero al ponerle la mano encima al enmascarado, un horror innombrable les cortó el aliento y descubrieron que la mortaja y la máscara cadavérica que habían tratado con violenta rudeza no estaban habitadas por ninguna forma tangible.



Y reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno a uno fueron cayendo los presentes en los salones antes festivos, ahora bañados en sangre, y cada uno hallaba la muerte en la desesperada postura en que caía. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último cortesano. Y las llamas de los trípodes se extinguieron. Y de todo se adueñó la Tiniebla, la Corrupción y la Muerte Roja.


Edgar Allan Poe


sábado, 10 de diciembre de 2011

Cita de la semana
























El asesinato considerado como una de las bellas artes (fragmento)



" El asesinato, en casos comunes, donde la simpatía está enteramente dirigidas al caso de la persona asesinada, es un incidente de horror tosco y vulgar; y por esta razón, que arroja el interés exclusivamente sobre el natural pero innoble instinto por el cual nos aferramos a la vida; un instinto, el cual, al ser indispensable a la primera ley de auto-preservación, es el mismo en tipo (aunque diferente en grado), entre todas las criaturas vivientes; este instinto, por tanto, a causa de que aniquila todas las distinciones, y degrada la grandeza de los hombres al nivel del “pobre escarabajo que pisamos”, exhibe la naturaleza humana en su más abyecta y humillante actitud. Tal actitud sería poco conveniente a los propósitos del poeta. ¿Qué debe entonces hacer? Debe dirigir el interés sobre el asesino. Nuestra simpatía debe estar con él (por supuesto quiero decir una simpatía de comprensión, una simpatía por la cual penetramos dentro de sus sentimientos, y los entendemos, no una simpatía de piedad o aprobación). En la persona asesinada, toda pelea del pensamiento, todo flujo y reflujo de la pasión y de intención, están sometidos por un pánico irresistible; el miedo al instante de la muerte lo aplasta con su mazo petrificado. Pero en el asesino, un asesino que un poeta admitiría, debe estar latente una gran tormenta de pasión -celos, ambición, venganza, odio--que creará un infierno en él; y dentro de este infierno nosotros miraremos. "

Thomas de Quincey

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Arte Textil

Mariana Mai- Artista Textil- Argentina























Nacíó en Morón , Pcia. de Buenos Aires, Argentina. Periodista y artista textil autodidacta.Cursando el Posgrado Internacional en Patrimonio y Turismo Sostenible de la UNESCO. Miembro de la SAAP y de AMAP-posee más de 80 exposiciones realizadas en argentina y el exterior, como ser: Palacio de las Artes de Belgrano, Universidad Católica de Salta, Universidad de Buenos Aires, Centro de Idiomas de la Universidad de Buenos Aires, Biblioteca del Congreso de la Nación, Honorable Senado de la Nación, Honorable Cámara de Diputados de la Nación, Fundación Bollini y Art Ireland en Dublín, Irlanda .

Las obras de Mariana Mai están en países como: EEUU, España, México y Argentina e Italia (Museo Epicentro, Sicilia, Italia: 2 obras textiles pequeñas)















                                       (Soy la feliz propietaria de este Laberinto chico Nº 1).





 Sponsors:
 http://www.zweigart.de/

 http://www.hiladoslho.com.ar/

 web:
 http://www.marianamai.com.ar/

FACEBOOK: Mariana Mai Arte Textil

domingo, 4 de diciembre de 2011

Banksy































Banksy es el pseudónimo de un prolífico artista del graffiti británico.


Se cree que nació en Yate, localidad cercana a Bristol, en 1974, pero los datos acerca de su identidad son inciertos y se desconocen detalles de su biografía.  Su trabajo, en su gran mayoría piezas satíricas sobre política, cultura pop, moralidad y etnias, combina escritura con graffiti con el uso de stencils. Su arte urbano combina escritura con una técnica de estarcido muy distintiva, similar a Blek le Rat, quien empezó a trabajar con estarcidos en 1981 en París; y miembros de la banda de anarco-punk Crass, que mantuvieron una campaña en las instalaciones del metro de Londres a finales de la década de los setenta del siglo XX e inicios de los ochenta. Banksy reconoció la influencia de Blek diciendo "cada vez que creo que he pintado algo ligeramente original, me doy cuenta de que Blek le Rat lo hizo mejor, sólo que veinte años antes." Sus obras se han hecho populares al ser visibles en varias ciudades del mundo, especialmente en Londres.


Comenzó su obra en las calles de Bristol, su ciudad natal, entre 1992 y 1994. En el año 2000 organizó una exposición en Londres y después de esto ha plasmado sus pintadas en ciudades de todo el mundo.

Banksy utiliza su arte urbano callejero para promover visiones distintas a las de los grandes medios de comunicación. Esta intención política detrás de su llamado "daño criminal" puede estar influida por los Ad Jammers (movimiento que deformaba imágenes de anuncios publicitarios para cambiar el mensaje).
Banksy también trabaja cobrando para organizaciones benéficas como Greenpeace y para empresas como Puma y MTV, y vende cuadros hasta por 25.000 libras en circuitos comerciales o en la galería de su agente, Steve Lazarides. Un juego de obras de Banksy se vendió en la casa de subastas Sotheby's por 50.400 libras. Esto le ha llevado a ser acusado de vendido por otros artistas y activistas. Al ser anónima su identidad todas estas acusaciones quedarían sin efecto.
Hay varios temas que se repiten en la obra de Banksy: ratas, oportunidades de foto (lugares típicos donde los turistas desearían hacer una foto sin pintadas), soldados orinando, policías, etc.

En agosto de 2005, Banksy ha realizado murales sobre el Muro de Cisjordania , construido por Israel en los territorios ocupados de Cisjordania , combinando varias técnicas.






 

Banksy official website

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Francesca Woodman nació el 3 de Abril de 1958 en Denver (Colorado). Nacida en el seno de una familia de artistas,(Sus padres George Woodman y Betty Woodman artistas plásticos que ahora gestionan un archivo de más de 800 imágenes, 120 de las cuales han sido expuestas o publicadas), obtuvo de ellos sus primeras influencias hacia el arte, de tal forma que, desde pequeña, lo conceptualizó no sólo como un modo de vivir, sino más bien como un modo de pensar.
La infancia de Francesca transcurrió entre Boulder, un pueblo de Colorado, y Antella, una aldea de la campiña toscana frecuentada por artistas y exponentes de la alta sociedad de Florencia. Su interés por la fotografía surgió a una edad muy temprana, con solo 13 años, empezó con sus primeros trabajos, ya adoptando un estilo característico, casi siempre fotografiando en blanco y negro, con formato cuadrado, y dando prioridad a la iluminación para, a través de ella, conseguir centrar la atención sobre un sujeto principal (y normalmente único) en la escena.
Entre los años 1975 y 1979 fue estudiante de la Rhode Island School of Design en Providence, y fue aceptada en el Programa de Honores que le permitía vivir durante un año en las instalaciones de la escuela en Palazzo Cenci en Roma. Allí se identificó con el surrealismo y el futurismo, que desde entonces ganaron presencia en sus fotografías, así como la decadencia, representada en las paredes desnudas y los objetos antiguos que también comenzaron a poblar sus trabajos.
Se trasladó a Nueva York en 1979, donde quiso hacer carrera fotográfica. Envió portafolios a algunos fotógrafos de moda, pero sus esfuerzos no se vieron recompensados. Debido a su fracaso y a una rotura sentimental, Woodman entra en una depresión. El 19 de Enero de 1981 Francesca Woodman se suicidó saltando por una ventana del Lower East Side de Manhattan. Antes de suicidarse, en una carta a un amigo de la escuela, Sloan Rankin, escribía las siguientes palabras. “Mi vida en este punto es como un sedimento muy viejo en una taza de café y preferiría morir joven dejando varias realizaciones… en vez de ir borrando atropelladamente todas estas cosas delicadas…”.
Su obra consiste, mayoritariamente, en retratos de mujeres en blanco y negro, siendo ella misma la modelo en muchas ocasiones. El cuerpo es uno de los temas centrales de su fotografía; las figuras humanas aparecen borrosas, perdidas en la sombra, parecen formar parte de las salas invadidas por el deterioro.
Para Francesca Woodman el medio preferido para sus imágenes era el libro: sus fotos pasaban desapercibidas en galerías, sobre todo si tenían que competir con las imágenes de moda, aumentadas a tamaños descomunales. Diseñó libros para recoger sus fotografías, pero sólo se publicó uno de ellos: Algunas geometrías interiores desordenadas, en 1981. Ese mismo año se suicidó.