domingo, 27 de noviembre de 2011

Cuento 26




















En la cripta



Nada más absurdo, a mi juicio, que esa tópica asociación entre lo hogareño y lo saludable que parece impregnar la psicología de la multitud. Mencione usted un bucólico paraje yanqui, un grueso y chapucero enterrador de pueblo y un descuidado contratiempo con una tumba, y ningún lector esperará otra cosa que un relato cómico, divertido pero grotesco. Dios sabe, sin embargo, que la prosaica historia que la muerte de George Birch me permite contar tiene, en sí misma, ciertos elementos que hacen que la más oscura de las comedias resulte luminosa. Birch quedó impedido y cambió de negocio en 1881, aunque nunca comentaba el asunto si es que podía evitarlo. Tampoco lo hacía su viejo médico, el doctor Davis, que murió hace años. Se acepta generalmente que su dolencia y daños fueron resultado de un desafortunado resbalón por el que Birch quedó encerrado durante nueve horas en el mortuorio cementerio de Peck Valley, logrando salir sólo mediante toscos y destructivos métodos. Pero mientras que esto es una verdad de la que nadie duda, había otros y más negros aspectos sobre los que el hombre solía murmurar en sus delirios de borracho, cerca de su final. Se confió a mí porque yo era médico, y porque probablemente sentía la necesidad de hablar con alguien después de la muerte de Davis. Era soltero y carecía completamente de parientes.



Birch, antes de 1881, era el enterrador municipal de Peck Valley, siendo un rústico y primitivo, incluso para como puede ser ese tipo de gente. Lo que he oído sobre sus métodos resulta increíble, al menos para una ciudad, e incluso Peck Valley se habría estremecido de haber conocido la dudosa ética de sus artes mortuorias en materias tan escabrosas como el apropiarse de los forros, invisibles bajo la tapa del ataúd, o el grado de dignidad que daba al disponer y adaptar los miembros no visibles de sus inquilinos sin vida a unos recipientes no siempre calculados con exactitud precisión. Más concretamente, Birch era dejado, insensible y profesionalmente indeseable, aunque no creo que fuera mala persona. Era, sencillamente, tosco de temperamento y profesión... bruto, descuidado y borracho, y así lo probaba su fácil tendencia a los accidentes, así como su carencia de esos mínimos de imaginación que mantiene el ciudadano medio dentro de ciertos límites fijados por el buen gusto.



No sabría decir cuándo comienza la historia de Birch, ya que no soy un relator avezado. Supongo que puede empezar en el frío diciembre de 1880, cuando el terreno se heló y los sepultureros descubrieron que no podían cavar más tumbas hasta la primavera. Afortunadamente, el pueblo era pequeño y las muertes bastante escasas, por lo que fue imposible dar a todas las cargas inanimadas de Birch un paraíso temporal en el simple y anticuado mortuorio. El enterrador se volvió doblemente perezoso con aquel tiempo amargo y pareció sobrepasarse a sí mismo en descuido. Nunca había colocado juntos tantos ataúdes flojos y contrahechos, o abandonado más flagrantemente el cuidado del oxidado cerrojo de la puerta del mortuorio, que abría y cerraba a portazos, con el más negligente abandono.



Al fin llegó el deshielo de la primavera y las tumbas fueron laboriosamente habilitadas para los nueve silenciosos frutos del espantoso cosechero que les aguardaba en la tumba. Birch, aun temiendo el fastidio de remover y enterrar, comenzó a trasladarlos una desagradable mañana de abril, pero se detuvo, tras depositar a un mortal inquilino en su eterno descanso, por culpa de una tremenda lluvia que pareció irritar a su caballo. El cadáver era el de Darius Park, el nonagenario, cuya tumba no estaba lejos del mortuorio. Birch decidió que, el día siguiente, empezaría con el viejo Matthew Fenner, cuya tumba también se encontraba cerca; pero la verdad es que pospuso el asunto por tres días, no volviendo al trabajo hasta el día 15, Viernes Santo. No siendo supersticioso, no se fijó en la fecha, aunque tras lo que pasó se negó siempre a hacer algo de importancia en ese fatídico sexto día de la semana. Desde luego, los sucesos de aquella noche cambiaron enormemente a George Birch.



La tarde del 15 de abril, viernes, Birch se dirigió a la tumba con caballo y carro, dispuesto a trasladar el cuerpo de Matthew Fenner. Él admite que en aquellos momentos no estaba del todo sobrio, aunque entonces no se daba tan plenamente a la bebida como haría más tarde, tratando de olvidar ciertas cosas. Se encontraba sólo lo bastante mareado y descuidado como para fastidiar a su sensible caballo, sofrenándolo junto al mortuorio, por lo que éste relinchó y piafó y se agitó, tal como lo hiciera la ocasión anterior, cuando le molestó la lluvia. El día era claro, pero se había levantado un fuerte viento, y Birch se alegró de contar con refugio mientras corría el cerrojo de hierro y entraba en el vestíbulo de la cripta. Otro no podría haber soportado la húmeda y olorosa estancia, con los ocho ataúdes descuidadamente colocados, pero Birch, en aquellos días, era insensible y sólo cuidaba de poner el ataúd correcto en la tumba correspondiente. No había olvidado las críticas suscitadas por los parientes de Hannah Bixby cuando, deseando transportar el cuerpo de ésta al cementerio de la ciudad a la que se habían mudado, encontraron en la caja al juez Capwell bajo su lápida.



La luz era tenue, pero la vista de Birch era buena y no cogió por error el ataúd de Asaph Sawyer, a pesar de que era muy similar. De hecho, había fabricado aquella caja para Matthew Fenner, pero la dejó a un lado, por ser demasiado tosca y endeble, en un rapto de curioso sentimentalismo provocado por el recuerdo de cuán amable y generoso fue con él el pequeño anciano durante su bancarrota, cinco años antes. Había dado al viejo Matt lo mejor que su habilidad podía crear, pero era lo bastante ahorrativo como para guardarse el ejemplar desechado y usarlo cuando Asaph Sawyer murió de fiebres malignas. Sawyer no era un hombre amable y se contaban muchas historias sobre su casi inhumano temperamento vengativo y su tenaz memoria para ofensas reales o fingidas. Con él, Birch no sintió remordimientos cuando le asignó el destartalado ataúd que ahora apartaba de su camino, buscando la caja de Fenner.



Fue justo al reconocer el ataúd del viejo Matt cuando la puerta se cerró de un portazo, empujada por el viento, dejándolo en una penumbra aún más profunda que la de antes. El angosto tragaluz admitía sólo el paso de los más débiles rayos, y el ventiladero sobre su cabeza virtualmente ninguna, así que se vio obligado a un profano palpar mientras hacía un trastabilleante camino entre las cajas, rumbo al pestillo. En esa penumbra fúnebre agitó el mohoso pomo, empujó las planchas de hierro y se preguntó por qué el enorme portón se había vuelto repentinamente tan recalcitrante. En ese crepúsculo, además, comenzó a comprender la verdad y gritó en voz alta, mientras su caballo, fuera, no pudo más que darle una réplica, aunque poco amistosa. Porque el pestillo tanto tiempo descuidado se había roto sin duda, dejando al descuidado enterrador atrapado en la cripta, víctima de su propia desidia.



Aquello debió suceder sobre las tres y media de la tarde. Birch, siendo de temperamento flemático y práctico, no gritó durante mucho tiempo, sino que procedió a buscar algunas herramientas que recordaba haber visto en una esquina de la sala. Es dudoso que sintiera todo el horror y lo horripilante de su posición, pero el solo hecho de verse atrapado tan lejos de los caminos transitados por los hombres era suficiente para exasperarlo por completo. Su trabajo diurno se había visto tristemente interrumpido, y a no ser que la suerte llevase en aquellos momentos a algún caminante hasta las cercanías, debería quedarse allí toda la noche o más tarde. Pronto apareció el montón de herramientas y, seleccionando martillo y cincel, Birch regresó, entre los ataúdes, a la puerta. El aire había comenzado a ser excesivamente malsano, pero no prestó atención a este detalle mientras se afanaba, medio a tientas, contra el pesado y corroído metal del pestillo. Hubiera dado lo que fuera por tener una linterna o un cabo de vela, pero, careciendo de ambos, chapuceaba como podía, medio a ciegas.



Cuando se cercioró de que el pestillo estaba bloqueado sin remisión, al menos para herramientas tan rudimentarias y bajo tales condiciones tenebrosas de luz, Birch buscó alrededor otra forma de escapar. La cripta había sido excavada en una ladera, por lo que el angosto túnel de ventilación del techo corría a través de algunos metros de tierra, haciendo que esta dirección fuera inútil de considerar. Sobre la puerta, no obstante, el tragaluz alto y en forma de hendidura, situado en la fachada de ladrillo, dejaba pensar en que podría ser ensanchado por un trabajador diligente, de ahí que sus ojos se demoraran largo rato sobre él mientras se estrujaba el cerebro buscando métodos de escapatoria. No había nada parecido a una escalera en aquella tumba, y los nichos para ataúdes situados a los lados y el fondo -que Birch apenas se molestaba en utilizar- no permitían trepar hasta encima de la puerta. Sólo los mismos ataúdes quedaban como potenciales peldaños, y, mientras consideraba aquello, especuló sobre la mejor forma de colocarlos. Tres ataúdes de altura, supuso, permitirían alcanzar el tragaluz, pero lo haría mejor con cuatro, lo más estable posible. Mientras lo planeaba, no pudo por menos que desear que las unidades de su planeada escalera hubieran sido hechas con firmeza. Que hubiera tenido la suficiente imaginación como para desear que estuvieran vacías, ya resultaba más dudosa.



Finalmente, decidió colocar una base de tres, paralelos al muro, para colocar sobre ellos dos pisos de dos y, encima de éstos, uno solo que serviría de plataforma. Tal estructura permitiría el ascenso con un mínimo de problemas y daría la deseada altura. Aún mejor, pensó, podría utilizar sólo dos cajas de base para soportar todo, dejando uno libre, que podría ser colocado en lo alto en caso de que tal forma de escape necesitase aún mayor altitud. Y, de esta forma, el prisionero se esforzó en aquel crepúsculo, desplazando los inertes restos de mortalidad sin la menor ceremonia, mientras su Torre de Babel en miniatura iba ascendiendo piso a piso. Algunos de los ataúdes comenzaron a rajarse bajo el esfuerzo del ascenso, y él decidió dejar el sólidamente construido ataúd del pequeño Matthew Fenner para la cúspide, de forma que sus pies tuvieran una superficie tan sólida como fuera posible. En la escasa luz había que confiar ante todo en el tacto para seleccionar la caja adecuada y, de hecho, la encontró por accidente, ya que llegó a sus manos como a través de alguna extraña volición, después de que la hubiera colocado inadvertidamente junto a otra en el tercer piso.



Al cabo, la torre estuvo acabada, y sus fatigados brazos descansaron un rato, durante el que se sentó en el último peldaño de su espantable artefacto; luego, Birch ascendió cautelosamente con sus herramientas y se detuvo frente al angosto tragaluz. Los bordes eran totalmente de ladrillo y había pocas dudas de que, con unos pocos golpes de cincel, se abriría lo bastante como para permitir el paso de su cuerpo. Mientras comenzaba a golpear con el martillo, el caballo, fuera, relinchaba en un tono que podría haber sido tanto de aliento como de burla. Cualquiera de los dos supuestos hubiera sido apropiado, ya que la inesperada tenacidad de la albañilería, fácil a simple vista, resultaba sin duda sardónicamente ilustrativa de la vanidad de los anhelos de los mortales, aparte de motivo de una tarea cuya ejecución necesitaba cada estímulo posible.



Llegó el anochecer y encontró a Birch aún pugnando. Trabajaba ahora sobre todo el tacto, ya que nuevas nubes cubrieron la luna y, aunque los progresos eran todavía lentos, se sentía envalentonado por sus avances en lo alto y lo bajo de la abertura. Estaba seguro de que podría tenerlo listo a medianoche... aunque era una característica suya el que esto no contuviera para él implicaciones temibles. Ajeno a opresivas reflexiones sobre la hora, el lugar y la compañía que tenía bajo sus pies, despedazaba filosóficamente el muro de piedra, maldiciendo cuando lo alcanzaba un fragmento en el rostro, y riéndose cuando alguno daba en el cada vez más excitado caballo que piafaba cerca del ciprés. Al final, el agujero fue lo bastante grande como para intentar pasar el cuerpo por él, agitándose hasta que los ataúdes se mecieron y crujieron bajo sus pies. Descubrió que no necesitaba apilar otro para conseguir la altura adecuada, ya que el agujero se encontraba exactamente en el nivel apropiado, siendo posible usarlo tan pronto como el tamaño así lo permitiera.



Debía ser ya la medianoche cuando Birch decidió que podía atravesar el tragaluz. Cansado y sudando, a pesar de los muchos descansos, bajó al suelo y se sentó un momento en la caja del fondo a tomar fuerzas para el esfuerzo final de arrastrarse y saltar al exterior. El hambriento caballo estaba relinchando repetidamente y de forma casi extraña, y él deseó vagamente que parara. Se sentía curiosamente desazonado por su inminente escapatoria y casi espantado de intentarlo, ya que su físico tenía la indolente corpulencia de la temprana media edad. Mientras ascendía por los astillados ataúdes sintió con intensidad su peso, especialmente cuando, tras llegar al de más arriba, escuchó ese agravado crujir que presagiaba la fractura total de la madera. Al parecer, había planificado en vano elegir el más sólido de los ataúdes para la plataforma, ya que, apenas apoyó todo su peso de nuevo sobre esa pútrida tapa, ésta cedió, hundiéndole medio metro sobre algo que no quería ni imaginar. Enloquecido por el sonido, o por el hedor que se expandió al aire libre, el caballo lanzó un alarido que era demasiado frenético para un relincho, y se lanzó enloquecido a través de la noche, con la carreta traqueteando enloquecidamente a su zaga.



Birch, en esa espantosa situación, se encontraba ahora demasiado abajo para un fácil ascenso hacia el agrandado tragaluz, pero acumuló energías para un intento concreto. Asiendo los bordes de la abertura, trataba de auparse cuando notó un extraño impedimento en forma de una especie de tirón en sus dos tobillos. Enseguida sintió miedo por primera vez en la noche, ya que, aunque pugnaba, no conseguía librarse del desconocido agarrón que hacía presa de sus tobillos en entorpecedora cautividad. Horribles dolores, como de salvajes heridas, le laceraron las pantorrillas, y en su mente se produjo un remolino de espanto mezclado con un inamovible materialismo que sugería astillas, clavos sueltos y similares, propios de una caja rota de madera. Quizás gritó. Y en todo momento pateaba y se debatía frenética y casi automáticamente mientras su conciencia casi se eclipsaba en un medio desmayo.



El instinto guió su deslizamiento a través del tragaluz, y, en el arrastrar que siguió, cayó con un golpetazo sobre el húmedo terreno. No podía caminar, al parecer, y la emergente luna debió presenciar una horrible visión mientras él arrastraba sus sangrantes tobillos hacia la portería del cementerio; los dedos hundiéndose en el negro mantillo, apresurándose sin pensar, y el cuerpo respondiendo con una enloquecedora lentitud que se sufre cuando uno es perseguido por los fantasmas de la pesadilla. No obstante, era evidente que no había perseguidor alguno, ya que se encontraba solo y vivo cuando Armington, el guarda, respondió a sus débiles arañazos en la puerta.



Armington ayudó a Birch a llegar a una cama disponible y envió a su hijo pequeño, Edwin, a buscar al doctor Davis. El herido estaba plenamente consciente, pero no pudo decir nada coherente, sino simplemente musitar: "¡Ah, mis tobillos!" "Déjame" o "Encerrado en la tumba". Luego llegó el doctor con su maletín, hizo algunas preguntas escuetas y quitó al paciente la ropa, los zapatos y los calcetines. Las heridas, ya que ambos tobillos estaban espantosamente lacerados en torno a los tendones de Aquiles, parecieron desconcertar sobremanera al viejo médico y, por último, casi espantarlo. Su interrogatorio se hizo más que médicamente tenso, y sus manos temblaban al curar los miembros lacerados, vendándolos como si desease perder de vista las heridas lo antes posible.



Siendo, como era Davis, un doctor frío e impersonal, el ominoso y espantoso interrogatorio resultó de lo más extraño, intentando arrancar al fatigado enterrador cada mínimo detalle de su horrible experiencia. Se encontraba tremendamente ansioso de saber si Birch estaba seguro -absolutamente seguro- de que era el ataúd de Fenner en la penumbra, y de cómo había distinguido éste del duplicado de inferior calidad del ruin de Asaph Sawyer. ¿Podría la sólida caja de Fenner ceder tan fácilmente? Davis, un profesional con larga experiencia en el pueblo, había estado en ambos funerales, aparte de haber atendido a Fenner como a Sawyer en su última enfermedad. Incluso se había preguntado, en el funeral de éste último, cómo el vengativo granjero podría caber en una caja tan acorde al diminuto Fenner.



Davis se fue al cabo de dos horas largas, urgiendo a Birch a insistir en todo momento que sus heridas eran producto enteramente de clavos sueltos y madera astillada. ¿Qué más, añadió, podría probarse o creerse en cualquier caso? Pero haría bien en decir tan poco como pudiera y en no dejar que otro médico tratase sus heridas. Birch tuvo en cuenta tal recomendación el resto de su vida, hasta que me contó la historia, y cuando vi las cicatrices -antiguas y desvaídas como eran- convine en que había obrado juiciosamente. Quedó cojo para siempre, porque los grandes tendones fueron dañados, pero creo que mayor fue la cojera de su espíritu. Su forma de pensar, otrora flemática y lógica, estaba indeleblemente afectada y resultaba penoso notar su respuesta a ciertas alusiones fortuitas como "viernes", "tumba", "ataúd", y palabras de menos obvia relación. Su espantado caballo había vuelto a casa, pero su ingenio nunca lo hizo. Cambió de negocio, pero siempre anduvo recomido por algo. Podía ser sólo miedo, o miedo mezclado con una extraña y tardía clase de remordimiento por antiguas atrocidades cometidas. La bebida, claro, sólo agravó lo que trataba de aliviar.



Cuando el doctor Davis dejó a Birch esa noche, tomó una linterna y fue al viejo mortuorio. La luna brillaba en los dispersos trozos de ladrillo y en la roída fachada, así como en el picaporte de la gran puerta, lista para abrirse con un toque desde el exterior. Fortificado por antiguas ordalías en salas de disección, el doctor entró y miró alrededor, conteniendo la náusea corporal y espiritual ante todo lo que tenía ante la vista y el olfato. Gritó una vez, y luego lanzó un boqueo que era más terrible que cualquier grito. Después huyó a la casa y rompió las reglas de su profesión alzando y sacudiendo a su paciente, lanzándole una serie de estremecedores susurros que punzaron en sus oídos como el siseo del vitriolo.



-¡Era el ataúd de Asaph, Birch, tal como pensaba! Conozco sus dientes, con esa falta de incisivos superiores... ¡Nunca, por dios, muestre esas heridas! El cuerpo estaba bastante corrompido, pero si alguna vez he visto un rostro vengativo... o lo que fue un rostro... ya sabe que era como un demonio vengativo... cómo arruinó al viejo Raymond treinta años después de su pleito de lindes, y cómo pateó al perrillo que quiso morderlo el agosto pasado... era el demonio encarnado, Birch, y creo que su afán de revancha puede vencer a la misma Madre Muerte. ¡Dios mío, qué rabia! ¡No quiero ni pensar en que se hubiera fijado en mí!



-¿Por qué lo hizo, Birch? Era un canalla, y no le reprocho que le diera un ataúd de segunda, ¡pero fue demasiado lejos! Bastante tenía con apretujarlo de alguna manera ahí, pero usted sabía cuán pequeño de cuerpo era el viejo Fenner.



-Nunca podré borrar esa imagen de mis ojos mientras viva. Usted debió de patalear fuerte, porque el ataúd de Asaph estaba en el suelo. Su cabeza se había roto y todo estaba desparramado. Mira que he visto cosas, pero eso era demasiado. ¡Ojo por ojo! Cielos, Birch, usted se lo buscó. La calavera me revolvió el estómago, pero lo otro era peor... ¡Esos tobillos aserrados para hacerle caber en el ataúd desechado de Matt Fenner!



H.P. Lovecraft




sábado, 26 de noviembre de 2011

Cita de la semana





















 Himnos de la noche (fragmento)



«¿Tiene que volver siempre la mañana? ¿No acabará jamás el poder de la tierra? Siniestra agitación devora las alas de la Noche que llega. ¿No va a arder jamás para siempre la víctima secreta del Amor? Los días de la Luz están contados; pero fuera del tiempo y del espacio está el imperio de la Noche. – El Sueño dura eternamente. Sagrado Sueño – no escatimes la felicidad a los que en esta jornada terrena se han consagrado a la Noche. Solamente los locos te desconocen y no saben del Sueño, de esta sombra que tú, compasiva, en aquel crepúsculo de la verdadera Noche, arrojas sobre nosotros. Ellos no te sienten en las doradas aguas de las uvas – en el maravilloso aceite del almendro y el pardo jugo de la adormidera. Ellos no saben que tú eres la que envuelve los pechos de la tierna muchacha y convierte su seno en un cielo – ellos ni barruntan siquiera que tú, viniendo de antiguas historias, sales a nuestro encuentro abriéndonos el Cielo y trayendo la llave de las moradas de los bienaventurados, de los silenciosos mensajeros de infinitos misterios»


Novalis


domingo, 20 de noviembre de 2011

Cuento 25





















Mi crimen favorito




Después de haber asesinado a mi padre en circunstancias singularmente atroces, fui arrestado y enjuiciado en un proceso que duró siete años. Al exhortar al jurado, el juez de la Corte de Absoluciones señaló que el mío era uno de los más espantosos crímenes que había tenido que juzgar.



A lo que mi abogado se levantó y dijo:



-Si Vuestra Señoría me permite, los crímenes son horribles o agradables sólo por comparación. Si conociera usted los detalles del asesinato previo de su tío que cometió mi cliente, advertiría en su último delito (si es que delito puede llamarse) una cierta indulgencia y una filial consideración por los sentimientos de la víctima. La aterradora ferocidad del anterior asesinato era verdaderamente incompatible con cualquier hipótesis que no fuera la de culpabilidad, y de no haber sido por el hecho de que el honorable juez que presidió el juicio era el presidente de la compañía de seguros en la que mi cliente tenía una póliza contra riesgos de ahorcamiento, es difícil estimar cómo podría haber sido decentemente absuelto. Si Su Señoría desea oírlo, para instrucción y guía de la mente de Su Señoría, este infeliz hombre, mi cliente, consentirá en tomarse el trabajo de relatarlo bajo juramento.



El Fiscal del Distrito dijo: -Me opongo, Su Señoría. Tal declaración podría ser considerada una prueba, y los testimonios del caso han sido cerrados. La declaración del prisionero debió presentarse hace tres años, en la primavera de 1881.



-En sentido estatutario -dijo el juez- tiene razón, y en la Corte de Objeciones y Tecnicismos obtendría un fallo a su favor. Pero no en una Corte de Absoluciones. Objeción denegada.



-Recuso -dijo el Fiscal de distrito.



-No puede hacerlo -contestó el Juez-. Debo recordarle que para hacer una recusación debe lograr primero transferir este caso, por un tiempo, a la Corte de Recusaciones, en una demanda formal, debidamente justificada con declaraciones escritas. Una demanda a ese efecto, hecha por su predecesor en el cargo, le fue denegada por mí durante el primer año de este juicio. Oficial, haga jurar al prisionero.



Habiendo sido administrado el juramento de costumbre, hice la siguiente declaración, que impresionó tanto al juez debido a la comparativa trivialidad del delito por el cual se me juzgaba, que no buscó ya circunstancias atenuantes, sino que, sencillamente, instruyó al jurado para que me absolviera. Así abandoné la corte sin mancha alguna sobre mi reputación.



"Nací en 1856 en Kalamakee, Michigan, de padres honestos y honrados, uno de los cuales el Cielo ha perdonado piadosamente, para consuelo de mis últimos años. En 1867 la familia llegó a California y se estableció cerca de Nigger Head, estableciendo una empresa de salteadores de caminos que prosperó más allá de cualquier sueño de lucro. Mi padre era entonces un hombre reticente y melancólico, y aunque su creciente edad ha relajado un poco su austera disposición, creo que nada, fuera del recuerdo del triste episodio por el que ahora se me juzga, le impide manifestar una genuina hilaridad. "Cuatro años después de haber puesto en servicio nuestra empresa de salteadores, llegó hasta allí un predicador ambulante, que no teniendo otra manera de pagar el alojamiento nocturno que le dimos, nos favoreció con una exhortación de tal fuerza que, alabado sea Dios, nos convertimos todos a la religión. Mi padre mandó llamar inmediatamente a su hermano, el honorable William Ridley, de Stockton, y apenas llegó le entregó el negocio, sin cobrarle nada por la licencia ni por la instalación... esta última consistente en un rifle Winchester, una escopeta de cañón recortado y un juego de máscaras fabricados con bolsas de harina. La familia se trasladó entonces a Ghost Rock y abrió una casa de baile. Se le llamó "La Gaita del Descanso de los Santos", y cada noche la cosa empezaba con una plegaria. Fue aquí donde mi ahora santa madre adquirió el apodo de "La Morsa Galopante".



"En el otoño del 75 tuve ocasión de visitar Coyote, en el camino a Mahala, y tomé la diligencia en Ghost Rock. Había otros cuatro pasajeros. A unas tres millas más allá de Nigger Head, unas personas que identifiqué como mi tío William y sus dos hijos, detuvieron la diligencia. No encontrando nada en la caja del expreso, registraron a los pasajeros. Actué honorablemente en el asunto, colocándome en fila con los otros, levantando las manos y permitiendo que me despojaran de cuarenta dólares y un reloj de oro. Por mi conducta nadie pudo haber sospechado que conocía a los caballeros que daban la función. Unos días después, cuando fui a Nigger Head y pedí la devolución de mi dinero y mi reloj, mi tío y mis primos juraron que no sabían nada del asunto y afectaron creer que mi padre y yo habíamos hecho el trabajo violando deshonestamente la buena fe comercial. El tío William llegó a amenazar con poner una casa de baile competidora en Ghost Rock. Como "El Descanso de los Santos" se había hecho muy impopular, me di cuenta de que esto sin duda alguna terminaría por arruinarla y se convertiría para ellos en una empresa de éxito, de modo que le dije a mi tío que estaba dispuesto a olvidar el pasado si consentía en incluirme en el proyecto y mantener el secreto de nuestra sociedad ante mi padre. Rechazó esta justa oferta, y entonces advertí que todo sería mejor y más satisfactorio si él estuviera muerto.



"Mis planes para ese fin se vieron pronto perfeccionados y, al comunicárselos a mis amados padres, tuve la satisfacción de recibir su aprobación. Mi padre dijo que estaba orgulloso de mí y mi madre prometió que, aunque su religión le prohibiera ayudar a quitar vidas humanas, tendría yo la ventaja de contar con sus plegarlas para mi éxito. Como medida preliminar con miras a mi seguridad en caso de descubrimiento, presenté una solicitud de socio en esa poderosa orden, los Caballeros del Crimen, y a su debido tiempo fui recibido como miembro de la comandancia de Ghost Rock. Cuando terminó mi noviciado, se me permitió por primera vez inspeccionar los registros de la Orden y saber quién pertenecía a ella, ya que todos los ritos de iniciación se habían llevado a cabo enmascarados. ¡Imaginen mi sorpresa cuando, mirando la nómina de asociados, encontré que el tercer nombre era el de mi tío, que en realidad era vicecanciller adjunto de la Orden! Era ésta una oportunidad que excedía mis sueños más desenfrenados: ¡al asesinato podía agregar la insubordinación y la traición! Era lo que mi buena madre hubiera llamado "un regalo de la Providencia".



"Por entonces ocurrió algo que hizo que mi copa de júbilo, ya llena, desbordara por todos lados en una cascada de bienaventuranzas. Tres hombres, extranjeros en esa localidad, fueron arrestados por el robo a la diligencia en el que yo había perdido mi dinero y mi reloj. Fueron enjuiciados y, a pesar de mis esfuerzos para absolverlos e imputar la culpa a tres de los más respetables y dignos ciudadanos de Ghost Rock, se los declaró culpables en base a las pruebas más evidentes. El asesinato de mi tío sería ahora tan injustificable e irrazonable como podía desearse.



"Una mañana me puse el Winchester al hombro y, yendo a casa de mi tío, cerca de Nigger Head, le pregunté a mi tía Mary, su esposa, si estaba él en casa, agregando que había venido a matarlo. Mi tía replicó, con su peculiar sonrisa, que tantos caballeros lo visitaban con esa intención y que después se iban sin haberlo logrado, que yo debía disculparla por dudar de mi buena fe en el asunto. Dijo que yo no daba la impresión de ir a matar a nadie, así que, como prueba de buena fe, levanté mi rifle y herí a un chino que pasaba frente a la casa. Ella dijo que conocía familias enteras que podían hacer cosas semejantes, pero que Bill Ridley era caballo de otro pelo. Dijo, sin embargo, que lo encontraría al otro lado del caleta, en el solar de las ovejas, y agregó que esperaba que ganara el mejor.



"Mi tía Mary era una de las mujeres más imparciales que he conocido.



"Encontré a mi tío arrodillado, esquilando una oveja. Viendo que no tenía a mano rifle ni pistola no tuve ánimo para disparar, así que me acerqué, lo saludé amablemente y le di un buen golpe en la cabeza con la culata del rifle. Tengo buena mano y el tío William cayó sobre un costado, se dio vuelta sobre la espalda, abrió los dedos y tembló. Antes de que pudiera recobrar el uso de sus miembros, cogí el cuchillo que él había estado usando y le corté los tendones. Ustedes saben, sin duda, que cuando se cortan los tendones de Aquiles el paciente pierde el uso de su pierna; es exactamente igual que si no tuviera pierna. Bien, le seccioné los dos y cuando revivió estaba a mi disposición. Tan pronto como comprendió la situación, dijo:



"-Samuel, has conseguido vencerme y puedes permitirte ser generoso. Sólo quiero pedirte una cosa, y es que me lleves a mi casa y me liquides en el seno de mi familia.



"Le dije que consideraba éste un pedido perfectamente razonable y que así lo haría si me permitía meterlo en una bolsa de trigo; sería más fácil llevarlo de esa manera y si los vecinos nos vieran en camino provocaría menos comentarios. Estuvo de acuerdo y yendo al granero traje una bolsa. Esta, sin embargo, no le iba bien; era muy corta y mucho más ancha que él, así que le doblé las piernas, le forcé las rodillas contra el pecho y así lo metí, atando la bolsa sobre su cabeza. Era un hombre pesado e hice todo lo posible por ponérmelo a la espalda, pero anduve a los tumbos un trecho hasta que llegué a una hamaca que algunos chicos habían colgado de la rama de un roble. Aquí lo deposité en el suelo y me senté sobre él a descansar; y la vista de la soga me proporcionó una feliz inspiración. A los veinte minutos, mi tío, siempre en la bolsa, se hamacaba libremente en alas del viento.



"Yo había descolgado la soga y atado un extremo en la boca de la bolsa, pasando el otro por la pierna, levantándolo a unos cinco pies del suelo. Atando el otro extremo de la soga también alrededor de la boca de la bolsa, tuve la satisfacción de ver a mi tío convertido en un hermoso y gran péndulo. Debo agregar que él no estaba totalmente al tanto de la naturaleza del cambio que había experimentado en relación con el mundo exterior, aunque en justicia al recuerdo del buen hombre, debo decir que no creo que en ningún caso hubiera dedicado demasiado tiempo a un vano agradecimiento.



"El tío William tenía un carnero que era famoso como luchador en toda la región. Vivía en estado de indignación constitucional crónica. Algún profundo desengaño de su vida anterior le había agriado el carácter y había declarado la guerra al mundo entero. Decir que embestía cualquier cosa accesible es expresar muy levemente la naturaleza y alcance de su actividad militar: el universo era su rival, sus métodos los de un proyectil. Luchaba como los ángeles con los demonios: en medio del aire, hendiendo la atmósfera como un pájaro, describiendo una curva parabólica y descendiendo sobre su víctima en el ángulo justo de incidencia que más rendía a su velocidad y su peso. Su impulso, calculado en toneladas cúbicas, era algo increíble. Se le había visto destrozar un toro de cuatro años con un solo golpe dado en la nudosa frente del animal. No se conocía cerco de piedra que resistiera la fuerza de su golpe descendente; no había árboles bastante pesados para aguantarlo: los convertía en astillas y profanaba en la oscuridad el honor de sus hojas. Este bruto irascible e implacable, este trueno encarnado, este monstruo de los abismos, había visto yo que descansaba a la sombra de un árbol adyacente, sumido en sueños de conquistas y de gloria. Con miras de atraerlo al campo del honor, suspendí a su amo de la manera descrita.



"Completados los preparativos, impartí al péndulo de mi tío una suave oscilación y, retirándome a cubierto de una piedra contigua, lancé un largo grito estridente cuya nota final decreciente se ahogaba en un ruido como el de un gato protestando, ruido que emanaba de la bolsa. Instantáneamente el formidable lanar se paró sobre sus patas y comprendió la situación militar de un vistazo. En pocos minutos más se había acercado piafando hasta unos cincuenta metros de distancia del oscilante enemigo, que, ora avanzando, ora retirándose, parecía invitarlo a la riña. De pronto vi la cabeza de la bestia inclinada hacia tierra como abatida por el peso de sus enormes cuernos; luego el carnero se prolongó en una franja confusa y blanca directamente dirigida desde ese lugar, horizontalmente en dirección a un punto situado a unos cuatro metros por debajo del enemigo. Allí golpeó vivamente hacia arriba y, antes de que se hubiera borrado de mi mirada el lugar de donde había arrancado, oí un terrible porrazo y un grito desgarrador, y mi pobre tío fue disparado hacia adelante con un cabo suelto más alto que el miembro al que estaba atado. Aquí la soga se puso tensa de un tirón, deteniendo su vuelo, y fue enviado atrás otra vez, describiendo, sin resuelto, una curva de arco. El carnero se había caído -un indescriptible montón de patas, lanas y cuernos-, pero rehaciéndose y esquivando el vaivén descendente de su antagonista, se retiró sin orden ni concierto, sacudiendo alternativamente la cabeza o pateando con sus patas traseras. Cuando había retrocedido a más o menos la misma distancia que la que había usado para asestar el golpe, se detuvo nuevamente, inclinó la cabeza como en una plegaria por la victoria y otra vez salió disparado hacia adelante, confusamente visible como antes, un prolongado rayo blanquecino, con monstruosas ondulaciones y terminado en un vivo ascenso. Esta vez el curso del ataque dio en el ángulo exacto, comparado con el primero, y la impaciencia del animal era tan grande que golpeó al enemigo antes de que éste llegara al punto más bajo del arco. En consecuencia, mi tío empezó a volar dando círculos horizontales de un radio igual a la mitad de la longitud de la soga, que he olvidado decirlo, era de unos seis metros de largo. Sus alaridos, creciendo al ir hacia adelante y diminuyendo al retroceder, hacían que la rapidez de sus revoluciones fuera más evidente para el oído que para la vista. Era obvio que aún no había recibido ningún golpe vital. La postura que tenía dentro de la bolsa y la distancia del suelo a que estaba colgado, obligaban al carnero a dedicarse a sus extremidades inferiores y al final de su espalda. Como una planta cuyas raíces han encontrado un mineral venenoso, mi pobre tío se iba muriendo lentamente hacia arriba.



"Después de asestar el segundo golpe, el carnero no había vuelto a retirarse. La fiebre de la batalla ardía fogosamente en el corazón del animal, su cerebro estaba ebrio del vino de la contienda. Como un púgil que en su ira olvida sus habilidades y pelea sin efectividad a distancia de medio brazo, la bestia enfurecida se empeñaba por alcanzar su volante enemigo cuando pasaba sobre ella, con torpes saltos verticales, consiguiendo a veces, en realidad, golpearlo débilmente, pero las más de las veces caía a causa de una ansiedad mal dirigida. Pero a medida que el ímpetu se fue agotando y los círculos del hombre fueron disminuyendo en tamaño y velocidad, acercándolo más al suelo, esta táctica produjo mejores resultados, produciendo una superior calidad de alaridos que disfruté plenamente.



"De pronto, como si las trompetas hubieran tocado tregua, el carnero suspendió las hostilidades y se marchó, frunciendo y desfrunciendo pensativamente su gran nariz aguileña, arrancando distraídamente un manojo de pasto y masticándolo con lentitud. Parecía cansado de las alarmas de la guerra y resuelto a convertir la espada en reja de arado para cultivar las artes de la paz. Siguió firmemente su camino, apartándose del campo de la fama, hasta que ganó una distancia de cerca de un cuarto de milla. Allí se detuvo, de espaldas al enemigo, rumiando su comida y en apariencia dormido. Observé, sin embargo, un giro ocasional, muy leve de la cabeza, como si su apatía fuera más afectada que real.



"Entretanto los alaridos del tío William habían menguado junto con sus movimientos, y sólo provenían de él lánguidos y largos quejidos, y a grandes intervalos mi nombre, pronunciado en tonos suplicantes, sumamente agradables a mi oído. Evidentemente el hombre no tenía la más leve idea de lo que le estaba ocurriendo y estaba inefablemente aterrorizado. Cuando la Muerte llega envuelta en su capa de misterio es realmente terrible. Poco a poco las oscilaciones de mi tío disminuyeron y finalmente colgó sin movimiento. Fui hacia él, y estaba a punto de darle el golpe de gracia, cuando oí y sentí una sucesión de vivos choques que sacudieron el suelo como una serie de leves terremotos, y, volviéndome en dirección del carnero, ¡vi acercárseme una gran nube de polvo con inconcebible rapidez y alarmante efecto! A una distancia de treinta metros se detuvo en seco y del extremo más cercano ascendió por el aire lo que primero tomé por un gran pájaro blanco. Su ascenso era tan suave, fácil y regular que no pude darme cuenta de su extraordinaria celeridad y me perdí en la admiración de su gracia. Hasta hoy me queda la impresión de que era un movimiento lento, deliberado, como si el carnero -porque tal era el animal- hubiera sido elevado por otros poderes que los de su propio ímpetu y sostenido en las sucesivas etapas de su vuelo con infinita ternura y cuidado. Mis ojos siguieron sus progresos por el aire con inefable placer, mayor aún por contraste, con el terror que me había causado su acercamiento por tierra. Hacia arriba y hacia adelante navegaba, la cabeza casi escondida entre las patas delanteras echadas hacia atrás, y las posteriores estiradas, como una garza que se remonta.



"A una altura de trece a quince metros, según pude calcular a ojo, llegó a su cenit y pareció quedar inmóvil por un instante; luego, inclinándose repentinamente hacia adelante, sin alterar la posición relativa de sus partes, se lanzó hacia abajo en pendiente con aumentada velocidad, pasó muy próximo a mí, por encima mío con el ruido de una bala de cañón y golpeó a mi pobre tío casi exactamente en la punta de la cabeza. ¡Tan espantoso fue el impacto que no sólo rompió el cuello del hombre sino que también la soga, y el cuerpo del difunto, lanzado contra el suelo, quedó aplastado como pulpa bajo la horrible frente del meteórico carnero! La sacudida detuvo todos los relojes desde Lone Hand a Dutch Dan, y el profesor Davidson, distinguida autoridad en asuntos sísmicos, que se encontraba en la vecindad, explicó de inmediato que las vibraciones fueron de norte a sudeste.



"Sin excepción, no puedo dejar de pensar que en punto a atrocidad artística, mi asesinato del tío William ha sido superado pocas veces."



Ambrose Bierce.

sábado, 19 de noviembre de 2011

Cita de la semana


























Diarios (fragmento)



"Soledad. Pretendo estar dividida, busco esta tensión y fluidez multilateral. Es mi auténtica expresión. Cuando camino a solas durante horas, acepto lo que soy. Dejo de censurarme y no permitiré que me censuren. Obediencia al misterio, que el diario sólo pretende describir, no explicar.


Henry duerme dentro de mí como mi sangre y mi carne, duerme y se agita. Artaud acosa mi imaginación y despierta mi fiebre, despierta la eflorescencia sobrenatural que se esfuerza en el espacio, que aspira a lo alto.

Henry ha observado que, cuando vivo unos días con él, me hago más pesada, inerte y oriental -más espesa-, mi cuerpo se expande y la exaltación desciende en círculos perfectos y acusados, en pleamares y resacas.

Aquí, sola, camino con el cuerpo pesado y la conciencia ligera".
 
 
Anais Nin



domingo, 13 de noviembre de 2011

Cuento 24



















Encender un fuego



Acababa de amanecer un día gris y frío, enormemente gris y frío, cuando el hombre abandonó la ruta principal del Yukón y trepó el alto terraplén por donde un sendero apenas visible y escasamente transitado se abría hacia el este entre bosques de gruesos abetos. La ladera era muy pronunciada, y al llegar a la cumbre el hombre se detuvo a cobrar aliento, disculpándose a sí mismo el descanso con el pretexto de mirar su reloj. Eran las nueve en punto. Aunque no había en el cielo una sola nube, no se veía el sol ni se vislumbraba siquiera su destello. Era un día despejado y, sin embargo, cubría la superficie de las cosas una especie de manto intangible, una melancolía sutil que oscurecía el ambiente, y se debía a la ausencia de sol. El hecho no le preocupaba. Estaba hecho a la ausencia de sol. Habían pasado ya muchos días desde que lo había visto por última vez, y sabía que habían de pasar muchos más antes de que su órbita alentadora asomara fugazmente por el horizonte para ocultarse prontamente a su vista en dirección al sur.



Echó una mirada atrás, al camino que había recorrido. El Yukón, de una milla de anchura, yacía oculto bajo una capa de tres pies de hielo, sobre la que se habían acumulado otros tantos pies de nieve. Era un manto de un blanco inmaculado, y que formaba suaves ondulaciones. Hasta donde alcanzaba su vista se extendía la blancura ininterrumpida, a excepción de una línea oscura que partiendo de una isla cubierta de abetos se curvaba y retorcía en dirección al sur y se curvaba y retorcía de nuevo en dirección al norte, donde desaparecía tras otra isla igualmente cubierta de abetos. Esa línea oscura era el camino, la ruta principal que se prolongaba a lo largo de quinientas millas, hasta llegar al Paso de Chilcoot, a Dyea y al agua salada en dirección al sur, y en dirección al norte setenta millas hasta Dawson, mil millas hasta Nulato y mil quinientas más después, para morir en St. Michael, a orillas del Mar de Bering.



Pero todo aquello (la línea fina, prolongada y misteriosa, la ausencia del sol en el cielo, el inmenso frío y la luz extraña y sombría que dominaba todo) no le produjo al hombre ninguna impresión. No es que estuviera muy acostumbrado a ello; era un recién llegado a esas tierras, un chechaquo, y aquel era su primer invierno. Lo que le pasaba es que carecía de imaginación. Era rápido y agudo para las cosas de la vida, pero sólo para las cosas, y no para calar en los significados de las cosas. Cincuenta grados bajo cero significaban unos ochenta grados bajo el punto de congelación. El hecho se traducía en un frío desagradable, y eso era todo. No lo inducía a meditar sobre la susceptibilidad de la criatura humana a las bajas temperaturas, ni sobre la fragilidad general del hombre, capaz sólo de vivir dentro de unos límites estrechos de frío y de calor, ni lo llevaba tampoco a perderse en conjeturas acerca de la inmortalidad o de la función que cumple el ser humano en el universo. Cincuenta grados bajo cero significaban para él la quemadura del hielo que provocaba dolor, y de la que había que protegerse por medio de manoplas, orejeras, mocasines y calcetines de lana. Cincuenta grados bajo cero se reducían para él a eso... a cincuenta grados bajo cero. Que pudieran significar algo más, era una idea que no hallaba cabida en su mente.



Al volverse para continuar su camino escupió meditabundo en el suelo. Un chasquido seco, semejante a un estallido, lo sobresaltó. Escupió de nuevo. Y de nuevo crujió la saliva en el aire, antes de que pudiera llegar al suelo. El hombre sabía que a cincuenta grados bajo cero la saliva cruje al tocar la nieve, pero en este caso había crujido en el aire. Indudablemente la temperatura era aún más baja. Cuánto más baja, lo ignoraba. Pero no importaba. Se dirigía al campamento del ramal izquierdo del Arroyo Henderson, donde lo esperaban sus compañeros. Ellos habían llegado allí desde la región del Arroyo Indio, atravesando la línea divisoria, mientras él iba dando un rodeo para estudiar la posibilidad de extraer madera de las islas del Yukón la próxima primavera. Llegaría al campamento a las seis en punto; para entonces ya habría oscurecido, era cierto, pero los muchachos, que ya se hallarían allí, habrían encendido una hoguera y la cena estaría preparada y aguardándolo. En cuanto al almuerzo... palpó con la mano el bulto que sobresalía bajo la chaqueta. Lo sintió bajo la camisa, envuelto en un pañuelo, en contacto con la piel desnuda. Aquel era el único modo de evitar que se congelara. Se sonrió ante el recuerdo de aquellas galletas empapadas en grasa de cerdo que encerraban sendas lonchas de tocino frito.



Se introdujo entre los gruesos abetos. El sendero era apenas visible. Había caído al menos un pie de nieve desde que pasara el último trineo. Se alegró de viajar a pie y ligero de equipaje. De hecho, no llevaba más que el almuerzo envuelto en el pañuelo. Le sorprendió, sin embargo, la intensidad del frío. Sí, realmente hacía frío, se dijo, mientras se frotaba la nariz y las mejillas insensibles con la mano enfundada en una manopla. Era un hombre velludo, pero el vello de la cara no lo protegía de las bajas temperaturas, ni los altos pómulos, ni la nariz ávida que se hundía agresiva en el aire helado.



Pegado a sus talones trotaba un perro esquimal, el clásico perro lobo de color gris y de temperamento muy semejante al de su hermano, el lobo salvaje. El animal avanzaba abrumado por el tremendo frío. Sabía que aquél no era día para viajar. Su instinto le decía más que el raciocinio al hombre a quien acompañaba. Lo cierto es que la temperatura no era de cincuenta grados, ni siquiera de poco menos de cincuenta; era de sesenta grados bajo cero, y más tarde, de setenta bajo cero. Era de setenta y cinco grados bajo cero. Teniendo en cuenta que el punto de congelación es treinta y dos sobre cero, eso significaba ciento siete grados bajo el punto de congelación. El perro no sabía nada de termómetros. Posiblemente su cerebro no tenía siquiera una conciencia clara del frío como puede tenerla el cerebro humano. Pero el animal tenía instinto. Experimentaba un temor vago y amenazador que lo subyugaba, que lo hacía arrastrarse pegado a los talones del hombre, y que lo inducía a cuestionarse todo movimiento inusitado de éste como esperando que llegara al campamento o que buscara refugio en algún lugar y encendiera una hoguera. El perro había aprendido lo que era el fuego y lo deseaba; y si no el fuego, al menos hundirse en la nieve y acurrucarse a su calor, huyendo del aire.



La humedad helada de su respiración cubría sus lanas de una fina escarcha, especialmente allí donde el morro y los bigotes blanqueaban bajo el aliento cristalizado. La barba rojiza y los bigotes del hombre estaban igualmente helados, pero de un modo más sólido; en él la escarcha se había convertido en hielo y aumentaba con cada exhalación. El hombre mascaba tabaco, y aquella mordaza helada mantenía sus labios tan rígidos que cuando escupía el jugo no podía limpiarse la barbilla. El resultado era una barba de cristal del color y la solidez del ámbar que crecía constantemente y que si cayera al suelo se rompería como el cristal en pequeños fragmentos. Pero al hombre no parecía importarle aquel apéndice a su persona. Era el castigo que los aficionados a mascar tabaco habían de sufrir en esas regiones, y él no lo ignoraba, pues había ya salido dos veces anteriormente en días de intenso frío. No tanto como en esta ocasión, eso lo sabía, pero el termómetro en Sesenta Millas había marcado en una ocasión cincuenta grados, y hasta cincuenta y cinco grados bajo cero.



Anduvo varias millas entre los abetos, cruzó una ancha llanura cubierta de matorrales achaparrados y descendió un terraplén hasta llegar al cauce helado de un riachuelo. Aquel era el Arroyo Henderson. Se hallaba a diez millas de la bifurcación. Miró la hora. Eran las diez. Recorría unas cuatro millas por hora y calculó que llegaría a ese punto a las doce y media. Decidió que celebraría el hecho almorzando allí mismo.



Cuando el hombre reanudó su camino con paso inseguro, siguiendo el cauce del río, el perro se pegó de nuevo a sus talones, mostrando su desilusión con el caer del rabo entre las patas. La vieja ruta era claramente visible, pero unas doce pulgadas de nieve cubrían las huellas del último trineo. Ni un solo ser humano había recorrido en más de un mes el cauce de aquel arroyo silencioso. El hombre siguió adelante a marcha regular. No era muy dado a la meditación, y en aquel momento no se le ocurría nada en qué pensar excepto que comería en la bifurcación y que a las seis de la tarde estaría en el campamento con los compañeros. No tenía a nadie con quien hablar, y aunque lo hubiera tenido le habría sido imposible hacerlo debido a la mordaza que le inmovilizaba los labios. Así que siguió adelante mascando tabaco monótonamente y alargando poco a poco su barba de ámbar.



De vez en cuando se reiteraba en su mente la idea de que hacía mucho frío y que nunca había experimentado temperaturas semejantes. Conforme avanzaba en su camino se frotaba las mejillas y la nariz con el dorso de una mano enfundada en una manopla. Lo hacía automáticamente, alternando la derecha con la izquierda. Pero en el instante en que dejaba de hacerlo, los carrillos se le entumecían, y al segundo siguiente la nariz se le quedaba insensible. Estaba seguro de que tenía heladas las mejillas; lo sabía y sentía no haberse ingeniado un antifaz como el que llevaba Bud en días de mucho frío y que le protegía casi toda la cara. Pero al fin y al cabo, tampoco era para tanto. ¿Qué importancia tenían unas mejillas entumecidas? Era un poco doloroso, es cierto, pero nada verdaderamente serio.



A pesar de su poca inclinación a pensar era buen observador y reparó en los cambios que había experimentado el arroyo, en las curvas y los meandros y en las acumulaciones de troncos y ramas provocadas por el deshielo de la primavera. Tenía especial cuidado en mirar dónde ponía los pies. En cierto momento, al doblar una curva, se detuvo sobresaltado como un caballo espantado; retrocedió unos pasos y dio un rodeo para evitar el lugar donde había pisado. El arroyo, el hombre lo sabía, estaba helado hasta el fondo (era imposible que corriera el agua en aquel frío ártico), pero sabía también que había manantiales que brotaban en las laderas y corrían bajo la nieve y sobre el hielo del río. Sabía que ni el frío más intenso helaba esos manantiales, y no ignoraba el peligro que representaban. Eran auténticas trampas. Ocultaban bajo la nieve verdaderas lagunas de una profundidad que oscilaba entre tres pulgadas y tres pies de agua. En ocasiones estaban cubiertas por una fina capa de hielo de un grosor de media pulgada oculta a su vez por un manto de nieve. Otras veces alternaban las capas de agua y de hielo, de modo que si el caminante rompía la primera, continuaba rompiendo sucesivas capas con peligro de hundirse en el agua, en ocasiones hasta la cintura. Por eso había retrocedido con pánico. Había notado cómo cedía el suelo bajo su pisada y había oído el crujido de una fina capa de hielo oculta bajo la nieve. Mojarse los pies en aquella temperatura era peligroso. En el mejor de los casos representaba un retraso, pues le obligaría a detenerse y a hacer una hoguera, al calor de la cual calentarse los pies y secar sus mocasines y calcetines de lana. Se detuvo a estudiar el cauce del río, y decidió que la corriente de agua venía de la derecha. Reflexionó unos instantes, sin dejar de frotarse las mejillas y la nariz, y luego dio un pequeño rodeo por la izquierda, pisando con cautela y asegurándose cuidadosamente de dónde ponía los pies. Una vez pasado el peligro se metió en la boca una nueva porción de tabaco y reemprendió su camino


En el curso de las dos horas siguientes tropezó con varias trampas semejantes. Generalmente la nieve acumulada sobre las lagunas ocultas tenía un aspecto glaseado que advertía del peligro. En una ocasión, sin embargo, estuvo a punto de sucumbir, pero se detuvo a tiempo y quiso obligar al perro a que caminara ante él. El perro no quiso adelantarse. Se resistió hasta que el hombre se vio obligado a empujarlo, y sólo entonces se adentró apresuradamente en la superficie blanca y lisa. De pronto el suelo se hundió bajo sus patas, el perro se ladeó y buscó terreno más seguro. Se había mojado las patas delanteras, y casi inmediatamente el agua adherida a ellas se había convertido en hielo. Sin perder un segundo se aplicó a lamerse las pezuñas, y luego se tendió en el suelo y comenzó a arrancar a mordiscos el hielo que se había formado entre los dedos. Así se lo dictaba su instinto. Permitir que el hielo continuara allí acumulado significaba dolor. Él no lo sabía, simplemente obedecía a un impulso misterioso que surgía de las criptas más profundas de su ser. Pero el hombre sí lo sabía, porque su juicio le había ayudado a comprenderlo, y por eso se quitó la manopla de la mano derecha y ayudó al perro a quitarse las partículas de hielo. Se asombró al darse cuenta de que no había dejado los dedos al descubierto más de un minuto y ya los tenía entumecidos. Sí, señor, hacía frío. Se volvió a enfundar la manopla a toda prisa y se golpeó la mano con fuerza contra el pecho.




A las doce, la claridad era mayor, pero el sol había descendido demasiado hacia el sur en su viaje invernal, como para poder asomarse sobre el horizonte. La tierra se interponía entre él y el Arroyo Henderson, donde el hombre caminaba bajo un cielo despejado, sin proyectar sombra alguna. A las doce y media en punto llegó a la bifurcación. Estaba contento de la marcha que llevaba. Si seguía así, a las seis estaría con sus compañeros. Se desabrochó la chaqueta y la camisa y sacó el almuerzo La acción no le llevó más de un cuarto de minuto y, sin embargo, notó que la sensibilidad huía de sus dedos. No volvió a ponerse la manopla; esta vez se limitó a sacudirse los dedos contra el muslo una docena de veces. Luego se sentó sobre un tronco helado a comerse su almuerzo. El dolor que le había provocado sacudirse los dedos contra las piernas se desvaneció tan pronto que se sorprendió. No había mordido siquiera la primera galleta. Volvió a sacudir los dedos repetidamente y esta vez los enfundó en la manopla, descubriendo, en cambio, la mano izquierda. Trató de hincar los dientes en la galleta, pero la mordaza de hielo le impidió abrir la boca. Se había olvidado de hacer una hoguera para derretirla. Se rió de su descuido, y mientras se reía notó que los dedos que había dejado a la intemperie se le habían quedado entumecidos. Sintió también que las punzadas que había sentido en los pies al sentarse se hacían cada vez más tenues. Se preguntó si sería porque los pies se habían calentado o porque habían perdido sensibilidad. Trató de mover los dedos de los pies dentro de los mocasines y comprobó que los tenía entumecidos.



Se puso la manopla apresuradamente y se levantó. Estaba un poco asustado. Dio una serie de patadas contra el suelo, hasta que volvió a sentir las punzadas de nuevo. Sí, señor, hacía frío, pensó. Aquel hombre del Arroyo del Sulfuro había tenido razón al decir que en aquella región el frío podía ser estremecedor. ¡Y pensar que cuando se lo dijo él se había reído! No había vuelta que darle, hacía un frío de mil demonios. Paseó de arriba a abajo dando fuertes patadas en el suelo y frotándose los brazos con las manos, hasta que volvió a calentarse. Sacó entonces los fósforos y comenzó a preparar una hoguera. En el nivel más bajo de un arbusto cercano encontró un depósito de ramas acumuladas por el deshielo la primavera anterior. Estaban completamente secas y se avenían perfectamente a sus propósitos. Añadiendo ramas poco a poco a las primeras llamas logró hacer una hoguera perfecta; a su calor se derritió la mordaza de hielo y pudo comerse las galletas. De momento había logrado vencer al frío del exterior. El perro se solazó al fuego y se tendió sobre la nieve a la distancia precisa para poder calentarse sin peligro de quemarse.



Cuando el hombre terminó de comer llenó su pipa y fumó sin apresurarse. Luego se puso las manoplas, se ajustó las orejeras y comenzó a caminar siguiendo la orilla izquierda del arroyo. El perro, desilusionado, se resistía a abandonar el fuego. Aquel hombre no sabía lo que hacía. Probablemente sus antepasados ignoraban lo que era el frío, el auténtico frío, el que llega a los ciento setenta grados bajo el punto de congelación. Pero el perro sí sabía; sus antepasados lo habían experimentado y él había heredado su sabiduría. Él sabía que no era bueno ni sensato echarse al camino con aquel frío salvaje. Con ese tiempo lo mejor era acurrucarse en un agujero en la nieve y esperar a que una cortina de nubes ocultara el rostro del espacio exterior de donde procedía el frío. Pero entre el hombre y el perro no había una auténtica compenetración. El uno era siervo del otro, y las únicas caricias que había recibido eran las del látigo y los sonidos sordos y amenazadores que las precedían. Por eso el perro no hizo el menor esfuerzo por comunicar al hombre sus temores. Su suerte no le preocupaba; si se resistía a abandonar la hoguera era exclusivamente por sí mismo. Pero el hombre silbó y le habló con el lenguaje del látigo, y el perro se pegó a sus talones y lo siguió.



El hombre se metió en la boca una nueva porción de tabaco y dio comienzo a otra barba de ámbar. Pronto su aliento húmedo le cubrió de un polvo blanco el bigote, las cejas y las pestañas. No había muchos manantiales en la orilla izquierda del Henderson, y durante media hora caminó sin hallar ninguna dificultad. Pero de pronto sucedió. En un lugar donde nada advertía del peligro, donde la blancura ininterrumpida de la nieve parecía ocultar una superficie sólida, el hombre se hundió. No fue mucho, pero antes de lograr ponerse de pie en terreno firme se había mojado hasta la rodilla.



Se enfureció y maldijo en voz alta su suerte. Quería llegar al campamento a las seis en punto y aquel percance representaba una hora de retraso. Ahora tendría que encender una hoguera y esperar a que se le secaran los pies, los calcetines y los mocasines. Con aquel frío no podía hacer otra cosa, eso sí lo sabía. Trepó a lo alto del terraplén que formaba la ribera del riachuelo. En la cima, entre las ramas más bajas de varios abetos enanos, encontró un depósito de leña seca hecho de troncos y ramas principalmente, pero también de algunas ramillas de menor tamaño y de briznas de hierba del año anterior. Arrojó sobre la nieve los troncos más grandes, con objeto de que sirvieran de base para la hoguera e impidieran que se derritiera la nieve y se hundiera en ella la llama que logró obtener arrimando una cerilla a un trozo de corteza de abedul que se había sacado del bolsillo La corteza de abedul ardía con más facilidad que el papel. Tras colocar la corteza sobre la base de troncos, comenzó a alimentar la llama con las briznas de hierba seca y las ramas de menor tamaño.



Trabajó lentamente y con cautela, sabedor del peligro que corría. Poco a poco, conforme la llama se fortalecía, fue aumentando el tamaño de las ramas que a ella añadía. Decidió ponerse en cuclillas sobre la nieve para poder sacar la madera de entre las ramas de los abetos y aplicarlas directamente al fuego. Sabía que no podía permitirse un solo fallo. A setenta y cinco grados bajo cero y con los pies mojados no se puede fracasar en el primer intento de hacer una hoguera. Con los pies secos siempre se puede correr media milla para restablecer la circulación de la sangre, pero a setenta y cinco bajo cero es totalmente imposible hacer circular la sangre por unos pies mojados. Cuanto más se corre, más se hielan los pies.



Esto el hombre lo sabía. El veterano del Arroyo del Sulfuro se lo había dicho el otoño anterior, y ahora se daba cuenta de que había tenido razón. Ya no sentía los pies. Para hacer la hoguera había tenido que quitarse las manoplas, y los dedos se le habían entumecido también. El andar a razón de cuatro millas por hora había mantenido bien regadas de sangre la superficie del tronco y las extremidades, pero en el instante en que se había detenido, su corazón había aminorado la marcha. El frío castigaba sin piedad en aquel extremo inerme de la tierra y el hombre, por hallarse en aquel lugar, era víctima del castigo en todo su rigor. La sangre de su cuerpo retrocedía ante aquella temperatura extrema. La sangre estaba viva como el perro, y como el perro quería ocultarse, ponerse al abrigo de aquel frío implacable. Mientras el hombre andaba a cuatro millas por hora obligaba a la sangre a circular hasta la superficie, pero ahora ésta, aprovechando su inacción, se retraía y se hundía en los recovecos más profundos de su cuerpo. Las extremidades fueron las primeras que notaron los efectos de su ausencia. Los pies mojados se helaron, mientras que los dedos expuestos a la intemperie perdieron sensibilidad, aunque aún no habían empezado a congelarse. La nariz y las mejillas estaban entumecidas, y la piel del cuerpo se enfriaba conforme la sangre se retiraba.



Pero el hombre estaba a salvo. El hielo sólo le afectaría los dedos de los pies y la nariz, porque el fuego comenzaba ya a cobrar fuerza. Lo alimentaba ahora con ramas del grueso de un dedo. Un minuto más y podría arrojar a él troncos del grosor de su muñeca. Entonces se quitaría los mocasines y los calcetines y mientras se secaban acercaría a las llamas los pies desnudos, no sin antes frotarlos, naturalmente, con un puñado de nieve. La hoguera era un completo éxito. Estaba salvado. Recordó el consejo del veterano del Arroyo del Sulfuro y sonrió. El anciano había enunciado con toda seriedad la ley según la cual por debajo de cincuenta grados bajo cero no se debe viajar solo por la región del Klondike. Pues bien, allí estaba él; había sufrido el accidente más temido, iba solo, y, sin embargo, se había salvado. Abuelos veteranos, pensó, eran bastante cobardes, al menos algunos de ellos. Mientras no se perdiera la cabeza no había nada que temer. Se podía viajar solo con tal de que se fuera hombre de veras. Aun así era asombrosa la velocidad a que se helaban la nariz y las mejillas. Nunca había sospechado que los dedos pudieran quedar sin vida en tan poco tiempo. Y sin vida se hallaban los suyos porque apenas podía unirlos para coger una rama y los sentía lejos, muy lejos de su cuerpo. Cuando trataba de coger una rama tenía que mirar para asegurarse con la vista de que había logrado su propósito. Entre su cerebro y las yemas de sus dedos quedaba escaso contacto.



Pero todo aquello no importaba gran cosa. Allí estaba la hoguera crujiendo y chisporroteando y prometiendo vida con cada llama retozona. Trató de quitarse los mocasines. Estaban cubiertos de hielo. Los gruesos calcetines alemanes se habían convertido en láminas de hierro que llegaban hasta media pantorrilla. Los cordones de los mocasines eran cables de acero anudados y enredados en extraña confabulación. Durante unos momentos trató de deshacer los nudos con los dedos; luego, dándose cuenta de la inutilidad del esfuerzo, sacó su cuchillo.



Pero antes de que pudiera cortar los cordones ocurrió la tragedia. Fue culpa suya o, mejor dicho, consecuencia de su error. No debió hacer la hoguera bajo las ramas del abeto. Debió hacerla en un claro. Pero le había resultado más sencillo recoger el material de entre las ramas y arrojarlo directamente al fuego. El árbol bajo el que se hallaba estaba cubierto de nieve. El viento no había soplado en varias semanas y las ramas estaban excesivamente cargadas. Cada brizna de hierba, cada rama que cogía, comunicaba al árbol una leve agitación, imperceptible a su entender, pero suficiente para provocar el desastre. En lo más alto del árbol una rama volcó su carga de nieve sobre las ramas inferiores, y el impacto multiplicó el proceso hasta acumularse toda la nieve del árbol sobre las ramas más bajas. La nieve creció como en una avalancha y cayó sin previo aviso sobre el hombre y sobre la hoguera. El fuego se apagó. Donde pocos momentos antes había crepitado, no quedaba más que un desordenado montón de nieve fresca.



El hombre quedó estupefacto. Fue como si hubiera oído su sentencia de muerte. Durante unos instantes se quedó sentado mirando hacia el lugar donde segundos antes ardiera un alegre fuego. Después se tranquilizó. Quizá el veterano del Arroyo del Sulfuro había tenido razón. Si tuviera un compañero de viaje, ahora no correría peligro. Su compañero podía haber encendido el fuego. Pero de este modo sólo él podía encender otra hoguera y esta segunda vez un fallo sería mortal. Aun si lo lograba, lo más seguro era que perdería para siempre parte de los dedos de los pies. Debía tenerlos congelados ya, y aún tardaría en encender un fuego.



Estos fueron sus pensamientos, pero no se sentó a meditar sobre ellos. Mientras merodeaban por su mente no dejó de afanarse en su tarea. Hizo una nueva base para la hoguera, esta vez en campo abierto, donde ningún árbol traidor pudiera sofocarla. Reunió luego un haz de ramillas e hierbas secas acumuladas por el deshielo. No podía cogerlas con los dedos, pero sí podía levantarlas con ambas manos, en montón. De esta forma cogía muchas ramas podridas y un musgo verde que podría perjudicar al fuego, pero no podía hacerlo mejor. Trabajó metódicamente; incluso dejó en reserva un montón de ramas más gruesas para utilizarlas como combustible una vez que el fuego hubiera cobrado fuerza. Y mientras trabajaba, el perro lo miraba con la ansiedad reflejándose en los ojos, porque lo consideraba el encargado de proporcionarle fuego, y el fuego tardaba en llegar.




Cuando todo estuvo listo, el hombre buscó en su bolsillo un segundo trozo de corteza de abedul. Sabía que estaba allí, y aunque no podía sentirla con los dedos la oía crujir, mientras revolvía en sus bolsillos. Por mucho que lo intentó no pudo hacerse con ella. Y, mientras tanto, no se apartaba de su mente la idea de que cada segundo que pasaba los pies se le helaban más y más. Comenzó a invadirlo el pánico, pero supo luchar contra él y conservar la calma. Se puso las manoplas con los dientes y blandió los brazos en el aire para sacudirlos después con fuerza contra los costados. Lo hizo primero sentado, luego de pie, mientras el perro lo contemplaba sentado sobre la nieve con su cola peluda de lobo enroscada en torno a las patas para calentarlas, y las agudas orejas lupinas proyectadas hacia el frente. Y el hombre, mientras sacudía y agitaba en el aire los brazos y las manos, sintió una enorme envidia por aquella criatura, caliente y segura bajo su cobertura natural.



Al poco tiempo sintió la primera señal lejana de un asomo de sensación en sus dedos helados. El suave cosquilleo inicial se fue haciendo cada vez más fuerte hasta convertirse en un dolor agudo, insoportable, pero que él recibió con indecible satisfacción. Se quitó la manopla de la mano derecha y se dispuso a buscar la astilla. Los dedos expuestos comenzaban de nuevo a perder sensibilidad. Luego sacó un manojo de fósforos de sulfuro. Pero el tremendo frío había entumecido ya totalmente sus dedos. Mientras se esforzaba por separar una cerilla de las otras, el paquete entero cayó al suelo Trató de recogerlo, pero no pudo. Los dedos muertos no podían ni tocar ni coger. Ejecutaba cada acción con una inmensa cautela. Apartó de su mente la idea de que los pies, la nariz y las mejillas se le helaban a enorme velocidad, y se entregó en cuerpo y alma a la tarea de recoger del suelo las cerillas. Decidió utilizar la vista en lugar del tacto, y en el momento en que vio dos de sus dedos debidamente colocados uno a cada lado del paquete, los cerró, o mejor dicho quiso cerrarlos, pero la comunicación estaba ya totalmente cortada y los dedos no obedecieron. Se puso la manopla derecha y se sacudió la mano salvajemente sobre la rodilla. Luego, utilizando ambas manos, recogió el paquete de fósforos entre un puñado de nieve y se lo colocó en el regazo. Pero con esto no había conseguido nada. Tras una larga manipulación logró aprisionar el paquete entre las dos manos enguantadas, y de esta manera lo levantó hasta su boca. El hielo que sellaba sus labios crujió cuando con un enorme esfuerzo consiguió separarlos. Contrajo la mandíbula, elevó el labio superior y trató de separar una cerilla con los dientes. Al fin lo logró, y la dejó caer sobre las rodillas. Seguía sin conseguir nada. No podía recogerla. Al fin se le ocurrió una idea. La levantó entre los dientes y la frotó contra el muslo. Veinte veces repitió la operación, hasta que logró encender el fósforo. Sosteniéndolo aún entre los dientes lo acercó a la corteza de abedul, pero el vapor de azufre le llegó a los pulmones y le causó una tos espasmódica. El fósforo cayó sobre la nieve y se apagó.



El veterano del Arroyo del Sulfuro tenía razón, pensó el hombre en el momento de resignada desesperación que siguió al incidente. A menos de cincuenta grados bajo cero se debe viajar siempre con un compañero. Dio unas cuantas palmadas, pero no notó en las manos la menor sensación. Se quitó las manoplas con los dientes y cogió el paquete entero de fósforos con la base de las manos. Como aún no tenía helados los músculos de los brazos pudo ejercer presión sobre el paquete. Luego frotó los fósforos contra la pierna. De pronto estalló la llama. ¡Sesenta fósforos de azufre ardiendo al mismo tiempo! No soplaba ni la brisa más ligera que pudiera apagarlos. Ladeó la cabeza para escapar a los vapores y aplicó la llama a la corteza de abedul. Mientras lo hacía notó una extraña sensación en la mano. La carne se le quemaba. A su olfato llegó el olor y allá dentro, bajo la superficie, lo sintió. La sensación se fue intensificando hasta convertirse en un dolor agudo. Y aún así lo soportó manteniendo torpemente la llama contra la corteza que no se encendía porque sus manos se interponían, absorbiendo la mayor parte del fuego.



Al fin, cuando no pudo aguantar más, abrió las manos de golpe. Los fósforos cayeron chisporroteando sobre la nieve, pero la corteza de abedul estaba encendida. Comenzó a acumular sobre la llama ramas y briznas de hierba. No podía seleccionar, porque la única forma de transportar el combustible era utilizando la base de las manos. A las ramas iban adheridos fragmentos de madera podrida y de un musgo verde que arrancó como pudo con los dientes. Cuidó la llama con mimo y con torpeza. Esa llama significaba la vida, y no podía perecer. La sangre se retiró de la superficie de su cuerpo, y el hombre comenzó a tiritar y a moverse desarticuladamente. Un montoncillo de musgo verde cayó sobre la llama. Trató de apartarlo, pero el temblor de los dedos desbarató el núcleo de la hoguera. Las ramillas se disgregaron. Quiso reunirlas de nuevo, pero a pesar del enorme esfuerzo que hizo por conseguirlo, el temblor de sus manos se impuso y las ramas se disgregaron sin remedio. Cada una de ellas elevó en el aire una pequeña columna de humo y se apagó. El hombre, el encargado de proporcionar el fuego, había fracasado. Mientras miraba apáticamente en torno suyo, su mirada recayó en el perro, que sentado frente a él, al otro lado de los restos de la hoguera, se movía con impaciencia, levantando primero una pata, luego la otra, y pasando de una a otra el peso de su cuerpo.



Al ver al animal se le ocurrió una idea descabellada. Recordó haber oído la historia de un hombre que, sorprendido por una tormenta de nieve, había matado a un novillo, lo había abierto en canal y había logrado sobrevivir introduciéndose en su cuerpo. Mataría al perro e introduciría sus manos en el cuerpo caliente, hasta que la insensibilidad desapareciera. Después encendería otra hoguera. Llamó al perro, pero el tono atemorizado de su voz asustó al animal, que nunca lo había oído hablar de forma semejante. Algo extraño ocurría, y su naturaleza desconfiada olfateaba el peligro. No sabía de qué se trataba, pero en algún lugar de su cerebro el temor se despertó. Agachó las orejas y redobló sus movimientos inquietos, pero no acudió a la llamada. El hombre se puso de rodillas y se acercó a él. Su postura inusitada despertó aún mayores sospechas en el perro, que se hizo a un lado atemorizado.



El hombre se sentó en la nieve unos momentos y luchó por conservar la calma. Luego se puso las manoplas con los dientes y se levantó. Tuvo que mirar al suelo primero para asegurarse de que se había levantado, porque la ausencia de sensibilidad en los pies le había hecho perder contacto con la tierra. Al verle en posición erecta, el perro dejó de dudar, y cuando el hombre volvió a hablarle en tono autoritario con el sonido del látigo en la voz, volvió a su servilismo acostumbrado y lo obedeció. En el momento en que llegaba a su lado, el hombre perdió el control. Extendió los brazos hacia él y comprobó con auténtica sorpresa que las manos no se cerraban, que no podía doblar los dedos ni notaba la menor sensación. Había olvidado que estaban ya helados y que el proceso se agravaba por momentos. Aun así, todo sucedió con tal rapidez que antes de que el perro pudiera escapar lo había aferrado entre los brazos. Se sentó en la nieve y lo mantuvo aferrado contra su cuerpo, mientras el perro se debatía por desasirse.



Aquello era lo único que podía hacer. Apretarlo contra sí y esperar. Se dio cuenta de que ni siquiera podía matarlo. Le era completamente imposible. Con las manos heladas no podía ni empuñar el cuchillo ni asfixiar al animal. Al fin lo soltó y el perro escapó con el rabo entre las patas, sin dejar de gruñir. Se detuvo a unos cuarenta pies de distancia, y desde allí estudió al hombre con curiosidad, con las orejas enhiestas y proyectadas hacia el frente.



El hombre se buscó las manos con la mirada y las halló colgando de los extremos de sus brazos. Le pareció extraño tener que utilizar la vista para encontrarlas. Volvió a blandir los brazos en el aire golpeándose las manos enguantadas contra los costados. Los agitó durante cinco minutos con violencia inusitada, y de este modo logró que el corazón lanzara a la superficie de su cuerpo la sangre suficiente para que dejara de tiritar. Pero seguía sin sentir las manos. Tenía la impresión de que le colgaban como peso muerto al final de los brazos, pero cuando quería localizar esa impresión, no la encontraba.



Comenzó a invadirle el miedo a la muerte, un miedo sordo y tenebroso. El temor se agudizó cuando cayó en la cuenta de que ya no se trataba de perder unos cuantos dedos de las manos o los pies, que ahora constituía un asunto de vida o muerte en el que llevaba todas las de perder. La idea le produjo pánico; se volvió y echó a correr sobre el cauce helado del arroyo, siguiendo la vieja ruta ya casi invisible. El perro trotaba a su lado, a la misma altura que él. Corrió ciegamente sin propósito ni fin, con un miedo que no había sentido anteriormente en su vida. Mientras corría desesperado entre la nieve comenzó a ver las cosas de nuevo: las riberas del arroyo, los depósitos de ramas, los álamos desnudos, el cielo... Correr le hizo sentirse mejor. Ya no tiritaba. Era posible que si seguía corriendo los pies se le descongelaran y hasta, quizá, si corría lo suficiente, podría llegar al campamento. Indudablemente perdería varios dedos de las manos y los pies y parte de la cara, pero sus compañeros se encargarían de cuidarlo y salvarían el resto. Mientras acariciaba este pensamiento le asaltó una nueva idea. Pensó de pronto que nunca llegaría al campamento, que se hallaba demasiado lejos, que el hielo se había adueñado de él y pronto sería un cuerpo rígido, muerto. Se negó a dar paso franco a este nuevo pensamiento, y lo confinó a los lugares más recónditos de su mente, desde donde siguió pugnando por hacerse oír, mientras el hombre se esforzaba en pensar en otras cosas.



Le extrañó poder correr con aquellos pies tan helados que ni los sentía cuando los ponía en el suelo y cargaba sobre ellos el peso de su cuerpo. Le parecía deslizarse sobre la superficie sin tocar siquiera la tierra. En alguna parte había visto un Mercurio alado, y en aquel momento se preguntó qué sentiría Mercurio al volar sobre la tierra.



Su teoría acerca de correr hasta llegar al campamento tenía un solo fallo: su cuerpo carecía de la resistencia necesaria. Varias veces tropezó y se tambaleó, y al fin, en una ocasión, cayó al suelo. Trató de incorporarse, pero le fue imposible. Decidió sentarse y descansar; cuando lograra poder levantarse andaría en vez de correr, y de este modo llegaría a su destino. Mientras esperaba a recuperar el aliento notó que lo invadía una sensación de calor y bienestar. Ya no tiritaba, y hasta le pareció sentir en el pecho una especie de calorcillo agradable. Y, sin embargo, cuando se tocaba la nariz y las mejillas no experimentaba ninguna sensación. A pesar de haber corrido del modo en que lo había hecho, no había logrado que se deshelaran, como tampoco las manos ni los pies. De pronto se le ocurrió que el hielo debía ir ganando terreno en su cuerpo. Trató de olvidarse de ello, de pensar en otra cosa. La idea despertaba en él auténtico pánico, y tenía miedo al pánico. Pero el pensamiento iba cobrando terreno, afirmándose y persistiendo hasta que el hombre conjuró la visión de un cuerpo totalmente helado. No pudo soportarlo y comenzó a correr de nuevo.



Y siempre que corría, el perro lo seguía, pegado a sus talones. Cuando el hombre se cayó por segunda vez, el animal se detuvo, reposó el rabo sobre las patas delanteras y se sentó a mirarlo con fijeza extraña. El calor y la seguridad de que disfrutaba enojaron al hombre de tal modo que lo insultó hasta que el animal agachó las orejas con gesto contemporizador. Esta vez el temblor invadió al hombre con mayor rapidez. Perdía la batalla contra el hielo, que atacaba por todos los flancos a la vez. El temor lo hizo correr de nuevo, pero no pudo sostenerse en pie más de un centenar de pies. Tropezó y cayó de bruces sobre la nieve. Aquella fue la última vez que sintió el pánico. Cuando recuperó el aliento y se dominó, comenzó a pensar en recibir la muerte con dignidad. La idea, sin embargo, no se le presentó de entrada en estos términos. Pensó primero que había perdido el tiempo al correr como corre la gallina con la cabeza cortada (aquel fue el símil que primero se le ocurrió). Si tenía que morir de frío, al menos lo haría con cierta decencia. Y con esa paz recién estrenada llegaron los primeros síntomas de sopor. ¡Qué buena idea, pensó, morir durante el sueño! Como si le hubieran dado anestesia. El frío no era tan terrible como la gente creía. Había peores formas de morir.



Se imaginó el momento en que los compañeros lo encontrarían al día siguiente. Se vio avanzando junto a ellos en busca de su propio cuerpo. Surgía con sus compañeros de una revuelta del camino y hallaba su cadáver sobre la nieve. Ya no era parte de sí mismo... Había escapado de su envoltura carnal y junto con sus amigos se miraba a sí mismo muerto sobre el hielo. Sí, la verdad es que hacía frío, pensó. Cuando volviera a su país le contaría a su familia y a sus conocidos lo que era aquello. Recordó luego al anciano del Arroyo del Sulfuro. Lo veía claramente con los ojos de la imaginación, cómodamente sentado al calor del fuego, mientras fumaba su pipa.



-Tenías razón, viejo zorro, tenías razón -susurró quedamente el hombre al veterano del Arroyo del Sulfuro.



Y después se hundió en lo que le pareció el sueño más tranquilo y reparador que había disfrutado jamás. Sentado frente a él esperaba el perro. El breve día llegó a su fin con un crepúsculo lento y prolongado. Nada indicaba que se preparara una hoguera. Nunca había visto el perro sentarse un hombre así sobre la nieve sin aplicarse antes a la tarea de encender un fuego. Conforme el crepúsculo se fue apagando, fue dominándolo el ansia de calor, y mientras alzaba las patas una tras otra, comenzó a gruñir suavemente al tiempo que agachaba las orejas en espera del castigo del hombre. Pero el hombre no se movió. Más tarde el perro gruñó más fuerte, y aún más tarde se acercó al hombre, hasta que olfateó la muerte. Se irguió de un salto y retrocedió. Durante unos segundos permaneció inmóvil, aullando bajo las estrellas que brillaban, brincaban y bailaban en el cielo gélido. Luego se volvió y avanzó por la ruta a un trote ligero, hacia un campamento que él conocía, donde estaban los otros proveedores-de-alimento y proveedores-de-fuego.


Jack London.














sábado, 12 de noviembre de 2011

Cita de la semana





















Humano demasiado humano (fragmento)

" Quien ha alcanzado la libertad de la razón, aunque sólo sea en cierta medida, no puede menos que sentirse en la tierra como un caminante, pero un caminante que no se dirige hacia un punto de destino pues no lo hay. Mirará, sin embargo, con ojos bien abiertos todo lo que pase realmente en el mundo; asimismo, no deberá atar a nada en particular el corazón con demasiada fuerza: es preciso que tenga también algo del vagabundo al que agrada cambiar de paisaje. Sin duda ese hombre pasará malas noches, en las que, cansado como estará, hallará cerrada la puerta de la ciudad que había de darle cobijo; tal vez incluso como en oriente, el desierto llegue hasta esa puerta, los animales de presa dejen oír sus aullidos tan pronto lejos como cerca, se levante un fuerte viento, y unos ladrones le roben sus acémilas. Quizá entonces la terrible noche será para él otro desierto cayendo en el desierto y su corazón se sentirá cansado de viajar. Y cuando se eleve el sol de la mañana, ardiente como un airado dios, y se abra la ciudad, puede que vea en los ojos de sus habitantes más desierto, más suciedad, mas bellaquería y más inseguridad aún que ante su puerta, por lo que el día será para él casi peor que la noche. Es posible que a veces sea así la suerte de este caminante. Pero pronto llegan, en compensación, las deliciosas mañanas de otras comarcas y de otras jornadas, en las que desde los primeros resplandores del alba, ve pasar entre la niebla de la montaña a los coros de las musas que le rozan al danzar; más tarde sereno, en el equilibrio del alma de la mañana antes del mediodía y mientras se pasee bajo los árboles, verá caer a sus pies desde sus copas y desde los verdes escondrijos de sus ramas una lluvia de cosas buenas y claras, como regalo de todos los espíritus libres que frecuentan el monte, el bosque y la soledad, y que son como él, con su forma de ser unas veces gozosa y otra meditabunda, caminantes y filósofos. Nacidos de los misterios de la mañana temprana, piensan qué es lo que puede dar al día, entre la décima y la duodécima campanadas del reloj, una faz tan pura, tan llena de luz y de claridad serena y transfiguradora: buscan la filosofía de la mañana. "


Friedrich Nietzsche




domingo, 6 de noviembre de 2011

Cuento 23



















La historia de un hombre supersticioso



“Hubo algo muy extraño acerca de la muerte de William, ¡muy extraño de veras!” suspiró con melancolía un hombre. Era el padre del granjero, quien hasta ahora había guardado silencio.




“¿Y que pudo haber sido?” preguntó Mr. Lackland.



William, como muchos saben, era curioso, un hombre callado; se le podía sentir cuando estaba cerca; y si estaba en la casa o en cualquier otro lugar, cerca de uno, había algo húmedo en el aire, como si la puerta del sótano se hubiera abierto al lado de uno. Bien, fue un domingo, una vez que William estaba en aparente buen estado de salud, la campana llamaba a la gente a la iglesia de buenas a primeras; el sacristán dijo que no había sentido la campana tan pesada en su mano por años, era un día domingo, como dije.



Durante la semana anterior, ocurrió que la señora de William había estado hasta tarde una noche para terminar de planchar, ella había lavado para el Sr. y la Sra. Hardcome. Su marido había terminado la cena, y marchado a la cama como era usual hacía ya una o dos horas. Mientras ella estaba planchando, lo escuchó bajando las escaleras; se detuvo para ponerse las botas, que estaban al pie de la escalera, donde siempre las dejaba, y luego pasó por la sala de estar donde ella seguía planchando, pasando a través del mismo hacia la puerta. Esta era la única manera de ir desde la escalera hacia el exterior de la casa. Ninguno de los dos dijo palabra alguna, William no era un hombre de mucho hablar, en tanto su esposa se hallaba ocupada en sus labores. El hombre salió y cerró la puerta tras de sí. Ella no prestó mayor atención, pensando que su marido habría salido para fumar su pipa o para caminar un rato por la noche, y siguió planchando. Al rato terminó con su labor y, dado que su marido no había vuelto aún, lo esperó un rato, mientras guardaba la plancha y demás cosas, y dejaba lista la mesa para el desayuno matinal. Su marido seguía sin volver, pero suponiendo que lo haría pronto, ella decidió irse a la cama, cansada como estaba y dejando la puerta sin llave, comenzando a subir las escaleras, luego de escribir con tiza en la puerta: "Recuerda cerrar la puerta” (ya que era un hombre olvidadizo).



Para su gran sorpresa, y digamos alarma, al llegar al pie de la escalera se dio cuenta de que las botas de su marido seguían ahí, donde las había dejado cuando subió para descansar. Habiendo subido y llegado al dormitorio lo encontró en la cama, durmiendo como una roca. Como pudo haber vuelto sin que ella lo viera ni escuchara, eso estaba más allá de su comprensión. Habrá sido únicamente pasando en silencio detrás de ella mientras estaba guardando la plancha que pudo conseguirlo. Pero esto no la dejó satisfecha: era imposible en extremo que no lo hubiera notado entrar en una sala de estar tan pequeña. Ella no pudo desentrañar el misterio, y se sintió muy rara e incómoda sobre ello. Sin embargo, decidió no molestar a su marido para preguntarle, y se acostó de una vez.



Él se levantó y salió para su trabajo muy temprano a la mañana siguiente, mucho antes de que ella se levantara, así que la mujer aguardó el regreso del marido para el almuerzo con gran ansiedad para oír la explicación, ya que habiendo pensado el asunto durante el día solo le había dejado más sobresaltada. Cuando llegó a comer, dijo, antes que ella pudiera preguntar cualquier cosa, "¿cuál es el significado de estas palabras escritas con tiza en la puerta?” Ella le contó todo y le preguntó acerca de la noche anterior. William declaró que jamás había salido de su cama luego de acostarse, habiéndose de hecho desvestido, acostado y dormido casi instantáneamente, no levantándose hasta que el reloj dio las cinco, y él partió para su trabajo.



Betty Privett estaba tan segura de que él había salido, como de su propia existencia, y estaba casi segura que él no había regresado. Se sentía muy disgustada de discutir con él, así que dejó el asunto como si ella hubiera estado equivocada.



Cuando se fue caminando por Longpuddle Street, más tarde, se encontró con la hija de Jim Weedle, Nancy, y dijo:



“¡Bien, Nancy, te ves con sueño hoy!”



“Sí, Mrs. Privett,”dijo Nancy. "No le vaya a contar a nadie, pero no se si usted sabrá el motivo de esto. Anoche, como era la Víspera del Verano, algunos de nosotros fuimos al pórtico de la Iglesia, y no regresamos a casa hasta cerca de la una.”



“¿Cómo?”, dijo Mrs. Privett. “¿Qué fue ayer? Dios, no recordaba que lo fuera; tuve mucho trabajo. No puedo recordar cuando es la Víspera del Verano y cuando es la Fiesta de San Miguel; siempre tengo mucho que hacer.”



“Sí, y nos asustamos bastante, con lo que vimos.”



“¿Y qué vieron?”



“Ustedes quizás no lo recordarán, habiéndose marchado a otros lugares siendo tan jóvenes, pero por aquí se cree que en la Víspera del Verano las formas pálidas de todas las personas de la parroquia que están cerca de la muerte dentro del plazo de un año pueden ser vistas entrando en la iglesia. Aquellos que logran vencer su enfermedad o dolencia salen luego de un rato; aquellos que están condenados a morir no vuelven a salir”.



“¿Qué fue lo que viste?” Volvió a preguntar la esposa de William.



“"Bien”, comenzó Nancy retrocediendo, “no necesito decirle que vimos o a quien vimos.”



“Tu viste a mi marido” dijo Betty Privett, de manera serena.



“Bien, ya que lo dice,”dijo Nancy, lentamente, "creímos verlo; pero estaba muy oscuro y estábamos asustados, y por supuesto pudo no haber sido él.”



“Nancy, no necesitas continuar; él nunca salió de la iglesia: lo se tan bien como tu.”



Nancy no respondió ni sí ni no a aquella aseveración, y nada más fue dicho. Pero tres días después, William Privett estaba segando con John Chiles en el prado de Mr. Hardcome, y en el calor del día se sentaron para comer algo bajo un árbol, y se vaciaron una botella de vino. Luego se quedaron dormidos sentados. John Chiles fue el primero en despertar, y, cuando miró a alrededor a su compañero de trabajo, vio una de esas grandes y blancas ánimas que nosotros llamamos —por así decirlo— polillas del molino, que salió de la boca abierta de William mientras dormía y se alejaba volando. John pensó que esto era bastante extraño, ya que William había estado trabajando en un molino durante varios años. Luego miró hacia el cielo, y se dio cuenta por el paso del sol, que habían estado dormidos por un largo rato, y, como William no despertaba, John lo llamó y le dijo que ya era hora de volver al trabajo. Su amigo seguía inmóvil, y cuando John lo movió se dio cuenta que estaba muerto.



Ahora bien, ese mismo día, el viejo Philip Hookhorn bajó al Longpuddle, para buscar un cántaro de agua; y, cuando regresó ¿a qué persona dijo haber visto bajando al arroyo por la otra orilla sino a William, que se veía muy pálido y envejecido? Esto sorprendió mucho a Philip Hookhorn, ya que hacía varios años el pequeño hijo de William —su único hijo— se había ahogado mientras jugaba en ese mismo lugar, y esto había atacado el buen juicio de William ya que nunca más se le vio cerca del Longpuddle después de este hecho, y se ha sabido que tomaba un camino que le insumía media milla de más para evitar este lugar. Más tarde se dijo que William no pudo haber estado en el arroyo, ya que estaba en ese mismo momento a dos millas de distancia; esto sin contar el hecho de que falleció en el mismo momento en que fue visto.



“Una historia melancólica,”observó el hombre, luego de un minuto de silencio.



“Sí, sí. Bien, tenemos que tomar así todos los vaivenes de la vida,”dijo el padre del granjero.



Thomas Hardy.