domingo, 30 de octubre de 2011

Cuento 22





















Semejante a la noche



Y caminaba semejante a la noche

Ilíada; Canto I



I



El mar empezaba a verdecer entre los promontorios todavía en sombras, cuando la caracola del vigía anunció las cincuenta naves negras que nos enviaba el Rey Agamemnón.



Al oír la señal, los que esperaban desde hacía tantos días sobre las boñigas de las eras, empezaron a bajar el trigo hacia la playa donde ya preparábamos los rodillos que servirían para subir las embarcaciones hasta las murallas de la fortaleza.



Cuando las quillas tocaron la arena, hubo algunas riñas con los timoneles, pues tanto se había dicho a los micenianos que carecíamos de toda inteligencia para las faenas marítimas, que trataron de alejarnos con sus pértigas.



Además, la playa se había llenado de niños que se metían entre las piernas de los soldados, entorpecían las maniobras, y se trepaban a las bordas para robar nueces de bajo los banquillos de los remeros. Las olas claras del alba se rompían entre gritos, insultos y agarradas a puñetazos, sin que los notables pudieran pronunciar sus palabras de bienvenida, en medio de la baraúnda.



Como yo había esperado algo más solemne, más festivo, de nuestro encuentro con los que venían a buscarnos para la guerra, me retiré, algo decepcionado, hacia la higuera en cuya rama gruesa gustaba de montarme, apretando un poco las rodillas sobre la madera, porque tenía un no sé qué de flancos de mujer.



A medida que las naves eran sacadas del agua, al pie de las montañas que ya veían el sol, se iba atenuando en mí la mala impresión primera, debida sin duda al desvelo de la noche de espera, y también al haber bebido demasiado, el día anterior, con los jóvenes de tierras adentro, recién llegados a esta costa, que habrían de embarcar con nosotros, un poco después del próximo amanecer.



Al observar las filas de cargadores de jarras, de odres negros, de cestas, que ya se movían hacia las naves, crecía en mí, con un calor de orgullo, la conciencia de la superioridad del guerrero.



Aquel aceite, aquel vino resinado, aquel trigo sobre todo, con el cual se cocerían, bajo ceniza, las galletas de las noches en que dormiríamos al amparo de las proas mojadas, en el misterio de alguna ensenada desconocida, camino de la Magna Cita de Naves, aquellos granos que habían sido echados con ayuda de mi pala, eran cargados ahora para mí, sin que yo tuviese que fatigar estos largos músculos que tengo, estos brazos hechos al manejo de la pica de fresno, en tareas buenas para los que sólo sabían de oler la tierra; hombres, porque la miraban por sobre el sudor de sus bestias, aunque vivieran encorvados encima de ella, en el hábito de deshierbar y arrancar y rascar, como los que sobre la tierra pacían.



Ellos nunca pasarían bajo aquellas nubes que siempre ensombrecían, en esta hora, los verdes de las lejanas islas de donde traían el silfión de acre perfume. Ellos nunca conocerían la ciudad de anchas calles de los troyanos, que ahora íbamos a cercar, atacar y asolar.



Durante días y días nos habían hablado, los mensajeros del Rey de Micenas, de la insolencia de Príamo, de la miseria que amenazaba a nuestro pueblo por la arrogancia de sus súbditos, que hacían mofa de nuestras viriles costumbres; trémulos de ira, supimos de los retos lanzados por los de Ilios a nosotros, acaienos de largas cabelleras, cuya valentía no es igualada por la de pueblo alguno. Y fueron clamores de furia, puños alzados, juramentos hechos con las palmas en alto, escudos arrojados a las paredes, cuando supimos del rapto de Elena de Esparta.



A gritos nos contaban los emisarios de su maravillosa belleza, de su porte y de su adorable andar, detallando las crueldades a que era sometida en su abyecto cautiverio, mientras los odres derramaban el vino en los cascos.



Aquella misma tarde, cuando la indignación bullía en el pueblo, se nos anunció el despacho de las cincuenta naves.



El fuego se encendió entonces en las fundiciones de los bronceros, mientras las viejas traían leña del monte.

Y ahora, transcurridos los días, yo contemplaba las embarcaciones alineadas a mis pies, con sus quillas potentes, sus mástiles al descanso entre las bordas como la virilidad entre los muslos del varón, y me sentía un poco dueño de esas maderas que un portentoso ensamblaje, cuyas artes ignoraban los de acá, transformaba en corceles de corrientes, capaces de llevarnos a donde desplegábase en acta de grandezas el máximo acontecimiento de todos los tiempos.





Y me tocaría a mí, hijo de talabartero, nieto de un castrador de toros, la suerte de ir al lugar en que nacían las gestas cuyo relumbre nos alcanzaba por los relatos de los marinos; me tocaría a mí, la honra de contemplar las murallas de Troya, de obedecer a los jefes insignes, y de dar mi ímpetu y mi fuerza a la obra del rescate de Elena de Esparta —másculo empeño, suprema victoria de una guerra que nos daría, por siempre, prosperidad, dicha y orgullo.



Aspiré hondamente la brisa que bajaba por la ladera de los olivares, y pensé que sería hermosos morir en tan justiciera lucha, por la causa misma de la Razón. La idea de ser traspasado por una lanza enemiga me hizo pensar, sin embargo, en el dolor de mi madre, y en el dolor, más hondo tal vez, de quien tuviera que recibir la noticia con los ojos secos— por ser el jefe de la casa.



Bajé lentamente hacia el pueblo, siguiendo la senda de los pastores. Tres cabritos retozaban en el olor del tomillo. En la playa, seguía embarcándose el trigo.



II



Con bordoneos de vihuela y repiques de tejoletas, festejábase, en todas partes, la próxima partida de las naves. Los marinos de La Gallarda andaban ya en zarambeques de negras horras, alternando el baile con coplas de sobado, como aquella de la Moza del Retoño, en que las manos tentaban el objeto de la rima dejado en puntos por las voces. Seguía el trasiego del vino, el aceite y el trigo, con ayuda de los criados indios del Veedor, impacientes por regresar a sus lejanas tierras.





Camino del puerto, el que iba a ser nuestro capellán arreaba dos bestias que cargaban con los fuelles y flautas de un órgano de palo. Cuando me tropezaba con gente de la armada, eran abrazos ruidosos, de muchos aspavientos, con risas y alardes para sacar las mujeres a sus ventanas.



Éramos como hombres de distinta raza, forjados para culminar empresas que nunca conocerían el panadero ni el cardador de ovejas, y tampoco el mercader que andaba pregonando camisas de Holanda, ornadas de caireles de monjas, en patios de comadres.





En medio de la plaza, con los cobres al sol, los seis trompetas del Adelantado se habían concertado en folías, en tanto que los atambores borgoñones atronaban los parches, y bramaba, como queriendo morder, un sacabuche con fauces de tarasca.



Mi padre estaba, en su tienda oliente a pellejos y cordobanes, hincando la lezna en un ación con el desgano de quien tiene puesta la mente en espera.

Al verme, me tomó en brazos con serena tristeza, recordando tal vez la horrible muerte de Cristobalillo, compañero de mis travesuras juveniles, que había sido traspasado por las flechas de los indios de la Boca del Drago.

Pero él sabia que era locura de todos, en aquellos días, embarcar para las Indias, aunque ya dijeran muchos hombres cuerdos que aquello era engaño común de muchos y remedio particular de pocos.



Algo alabó de los bienes de la artesanía, del honor—tan honor como el que se logra en riesgosas empresas—de llevar el estandarte de los talabarteros en la procesión del Corpus; ponderó la olla segura, el arca repleta, la vejez apacible.



Pero, habiendo advertido tal vez que la fiesta crecía en la ciudad y que mi ánimo no estaba para cuerdas razones, me llevó suavemente hacia la puerta de la habitación de mi madre.



Aquél era el momento que más temía, y tuve que contener mis lágrimas ante el llanto de la que sólo habíamos advertido de mi partida cuando todos me sabían ya asentado en los libros de la Casa de la Contratación.



Agradecí las promesas hechas a la Virgen de los Mareantes por mi pronto regreso, prometiendo cuanto quiso que prometiera, en cuanto a no tener comercio deshonesto con las mujeres de aquellas tierras, que el Diablo tenía en desnudez mentidamente edénica para mayor confusión y extravío de cristianos incautos, cuando no maleados por la vista de tanta carne al desgaire.



Luego, sabiendo que era inútil rogar a quien sueña ya con lo que hay detrás de los horizontes, mi madre empezó a preguntarme, con voz dolorida, por la seguridad de las naves y la pericia de los pilotos. Yo exageré la solidez y marinería de La Gallarda, afirmando que su práctico era veterano de Indias, compañero de Nuño García. Y, para distraerla de sus dudas, le hablé de los portentos de aquel mundo nuevo, donde la Uña de la Gran Bestia y la Piedra Bezar curaban todos los males, y existía, en tierra de Omeguas, una ciudad toda hecha de oro, que un buen caminador tardaba una noche y dos días en atravesar, a la que llegaríamos, sin duda, a menos de que halláramos nuestra fortuna en comarcas aún ignoradas, cunas de ricos pueblos por sojuzgar.



Moviendo suavemente la cabeza, mi madre habló entonces de las mentiras y jactancias de los indianos, de amazonas y antropófagos, de las tormentas de las Bermudas, y de las lanzas enherboladas que dejaban como estatua al que hincaban.



Viendo que a discursos de buen augurio ella oponía verdades de mala sombra, le hablé de altos propósitos, haciéndole ver la miseria de tantos pobres idólatras, desconocedores del signo de la cruz.



Eran millones de almas, las que ganaríamos a nuestra santa religión, cumpliendo con el mandato de Cristo a los Apóstoles.



Éramos soldados de Dios, a la vez que soldados del Rey, y por aquellos indios bautizados y encomendados, librados de sus bárbaras supersticiones por nuestra obra, conocería nuestra nación el premio de una grandeza inquebrantable, que nos daría felicidad, riquezas, y poderío sobre todos los reinos de la Europa.



Aplacada por mis palabras, mi madre me colgó un escapulario del cuello y me dio varios ungüentos contra las mordeduras de alimañas ponzoñosas, haciéndome prometer, además, que siempre me pondría, para dormir, unos escarpines de lana que ella misma hubiera tejido. Y como entonces repicaron las campanas de la catedral, fue a buscar el chal bordado que sólo usaba en las grandes oportunidades.



Camino del templo, observé que a pesar de todo, mis padres estaban como acrecidos de orgullo por tener un hijo alistado en la armada del Adelantado.

Saludaban mucho y con más demostraciones que de costumbre. Y es que siempre es grato tener un mozo de pelo en pecho, que sale a combatir por una causa grande y justa.

Miré hacia el puerto. El trigo seguía entrando en las naves.



III



Yo la llamaba mi prometida, aunque nadie supiera aún de nuestros amores.



Cuando vi a su padre cerca de las naves, pensé que estaría sola, y seguí aquel muelle triste, batido por el viento, salpicado de agua verde, abarandado de cadenas y argollas verdecidas por el salitre, que conducía a la última casa de ventanas verdes, siempre cerradas.



Apenas hice sonar la aldaba vestida de verdín, se abrió la puerta y, con una ráfaga de viento que traía garúa de olas, entré en la estancia donde ya ardían las lámparas, a causa de la bruma.



Mi prometida se sentó a mi lado, en un hondo butacón de brocado antiguo, y recostó la cabeza sobre mi hombro con tan resignada tristeza que no me atreví a interrogar sus ojos que yo amaba, porque siempre parecían contemplar cosas invisibles con aire asombrado. Ahora, los extraños objetos que llenaban la sala cobraban un significado nuevo para mí. Algo parecía ligarme al astrolabio, la brújula y la Rosa de los Vientos; algo, también, al pez-sierra que colgaba de las vigas del techo, y a las cartas de Mercator y Ortellius que se abrían a los lados de la chimenea, revueltos con mapas celestiales habitados por Osas, Canes y Sagitarios.



La voz de mi prometida se alzó sobre el silbido del viento que se colaba por debajo de las puertas, preguntando por el estado de los preparativos.



Aliviado por la posibilidad de hablar de algo ajeno a nosotros mismos, le conté de los sulpicianos y recoletos que embarcarían con nosotros, alabando la piedad de los gentileshombres y cultivadores escogidos por quien hubiera tomado posesión de las tierras lejanas en nombre del Rey de Francia.



Le dije cuanto sabía del gigantesco río Colbert, todo orlado de árboles centenarios de los que colgaban como musgos plateados, cuyas aguas rojas corrían majestuosamente bajo un cielo blanco de garzas. Llevábamos viveres para seis meses.



El trigo llenaba los sollados de La Bella y La Amable. Íbamos a cumplir una gran tarea civilizadora en aquellos inmensos territorios selváticos, que se extendían desde el ardiente Golfo de México hasta las regiones de Chicagúa, enseñando nuevas artes a las naciones que en ellos residían.



Cuando yo creía a mi prometida más atenta a lo que le narraba, la vi erguirse ante mí con sorprendente energía, afirmando que nada glorioso había en la empresa que estaba haciendo repicar, desde el alba, todas las campanas de la ciudad.



La noche anterior, con los ojos ardidos por el llanto, había querido saber algo de ese mundo de allende el mar, hacia el cual marcharía yo ahora, y, tomando los ensayos de Montaigne, en el capítulo que trata de los carruajes, había leído cuanto a América se refería.



Así se había enterado de la perfidia de los españoles, de cómo, con el caballo y las lombardas, se habían hecho pasar por dioses.



Encendida de virginal indignación, mi prometida me señalaba el párrafo en que el bordelés escéptico afirmaba que "nos habíamos valido de la ignorancia e inexperiencia de los indios, para atraerlos a la traición, lujuria, avaricia y crueldades, propias de nuestras costumbres".



Cegada por tan pérfida lectura, la joven que piadosamente lucía una cruz de oro en el escote, aprobaba a quien impíamente afirmara que los salvajes del Nuevo Mundo no tenían por qué trocar su religión por la nuestra, puesto que se habían servido muy útilmente de la suya durante largo tiempo.



Yo comprendía que, en esos errores, no debía ver más que el despecho de la doncella enamorada, dotada de muy ciertos encantos, ante el hombre que le impone una larga espera, sin otro motivo que la azarosa pretensión de hacer rápida fortuna en una empresa muy pregonada.



Pero, aun comprendiendo esa verdad, me sentía profundamente herido por el desdén a mi valentía, la falta de consideración por una aventura que daría relumbre a mi apellido, lográndose, tal vez, que la noticia de alguna hazaña mía, la pacificación de alguna comarca, me valiera algún título otorgado por el Rey aunque para ello hubieran de perecer, por mi mano, algunos indios más o menos.



Nada grande se hacía sin lucha, y en cuanto a nuestra santa fe, la letra con sangre entraba.

Pero ahora eran celos los que se traslucían en el feo cuadro que ella me trazaba de la isla de Santo Domingo, en la que haríamos escala, y que mi prometida, con expresiones adorablemente impropias, calificaba de "paraíso de mujeres malditas".



Era evidente que, a pesar de su pureza, sabía de qué clase eran las mujeres que solían embarcar para el Cabo Francés, en muelle cercano, bajo la vigilancia de los corchetes, entre risotadas y palabrotas de los marineros; alguien—una criada tal vez—podía haberle dicho que la salud del hombre no se aviene con ciertas abstinencias y vilumbraba, en un misterioso mundo de desnudeces edénicas, de calores enervantes, peligros mayores que los ofrecidos por inundaciones, tormentas, y mordeduras de los dragones de agua que pululan en los ríos de América.



Al fin empecé a irritarme ante una terca discusión que venía a sustituirse, en tales momentos, a la tierna despedida que yo hubiera apetecido.



Comencé a renegar de la pusilanimidad de las mujeres, de su incapacidad de heroísmo, de sus filosofías de pañales y costureros, cuando sonaron fuertes aldabonazos, anunciando el intempestivo regreso del padre.



Salté por una ventana trasera sin que nadie, en el mercado, se percatara de mi escapada, pues los transeúntes, los pescaderos, los borrachos—ya numerosos en esta hora de la tarde— se habían aglomerado en torno a una mesa sobre la que a gritos hablaba alguien que en el instante tomé por un pregonero del Elixir de Orvieto, pero que resultó ser un ermitaño que clamaba por la liberación de los Santos Lugares.



Me encogí de hombros y seguí mi camino. Tiempo atrás había estado a punto de alistarme en la cruzada predicada por Fulco de Neuilly. En buena hora una fiebre maligna—curada, gracias a Dios y a los ungüentos de mi santa madre— me tuvo en cama, tiritando, el día de la partida: aquella empresa había terminado, como todos saben, en guerra de cristianos contra cristianos. Las cruzadas estaban desacreditadas. Además, yo tenía otras cosas en qué pensar.



El viento se había aplacado. Todavía enojado por la tonta disputa con mi prometida, me fui hacia el puerto, para ver los navíos. Estaban todos arrimados a los muelles, lado a lado, con las escotillas abiertas, recibiendo millares de sacos de harina de trigo entre sus bordas pintadas de arlequín.



Los regimientos de infantería subían lentamente por las pasarelas, en medio de los gritos de los estibadores, los silbatos de los contramaestres, las señales que rasgaban la bruma, promoviendo rotaciones de grúas.



Sobre las cubiertas se amontonaban trastos informes, mecánicas amenazadoras, envueltas en telas impermeables.



Un ala de aluminio giraba lentamente, a veces, por encima de una borda, antes de hundirse en la obscuridad de un sollado.



Los caballos de los generales, colgados de cinchas, viajaban por sobre los techos de los almacenes, como corceles wagnerianos.



Yo contemplaba los últimos preparativos desde lo alto de una pasarela de hierro, cuando, de pronto, tuve la angustiosa sensación de que faltaban pocas horas—apenas trece— para que yo también tuviese que acercarme a aquellos buques, cargando con mis armas.



Entonces pensé en la mujer; en los días de abstinencia que me esperaban; en la tristeza de morir sin haber dado mi placer, una vez más, al calor de otro cuerpo.



Impaciente por llegar, enojado aún por no haber recibido un beso, siquiera, de mi prometida, me encaminé a grandes pasos hacia el hotel de las bailarinas.



Christopher, muy borracho, se había encerrado ya con la suya. Mi amiga se me abrazó, riendo y llorando, afirmando que estaba orgullosa de mí, que lucía más guapo con el uniforme, y que una cartomántica le había asegurado que nada me ocurriría en el Gran Desembarco.



Varias veces me llamó héroe, como si tuviese una conciencia del duro contraste que este halago establecía con las frases injustas de mi prometida. Salí a la azotea. Las luces se encendían ya en la ciudad, precisando en puntos luminosos la gigantesca geometría de los edificios. Abajo, en las calles, era un confuso hormigueo de cabezas y sombreros.



No era posible, desde este alto piso, distinguir a las mujeres de los hombres en la neblina del atardecer.



Y era, sin embargo, por la permanencia de ese pulular de seres desconocidos, que me encaminaría hacia las naves, poco después del alba.



Yo surcaría el Océano tempestuoso de estos meses, arribaría a una orilla lejana bajo el acero y el fuego, para defender los Principios de los de mi raza. Por última vez, una espada había sido arrojada sobre los mapas de Occidente.

Pero ahora acabaríamos para siempre con la nueva Orden Teutónica, y entraríamos, victoriosos, en el tan esperado futuro del hombre reconciliado con el hombre.



Mi amiga puso una mano trémula en mi cabeza, adivinando, tal vez, la magnanimidad de mi pensamiento. Estaba desnuda bajo los vuelos de su peinador entreabierto.



IV



Cuando regresé a mi casa, con los pasos inseguros de quien ha pretendido burlar con el vino la fatiga del cuerpo ahíto de holgarse sobre otro cuerpo, faltaban pocas horas para el alba.



Tenía hambre y sueño, y estaba desasosegado, al propio tiempo, por las angustias de la partida próxima.



Dispuse mis armas y correajes sobre un escabel y me dejé caer en el lecho.

Noté entonces, con sobresalto, que alguien estaba acostado bajo la gruesa manta de lana, y ya iba a echar mano al cuchillo cuando me vi preso entre brazos encendidos de fiebre, que buscaban mi cuello como brazos de náufrago, mientras unas piernas indeciblemente suaves se trepaban a las mías.



Mudo de asombro quedé al ver que la que de tal manera se había deslizado en el lecho era mi prometida.

Entre sollozos me contó su fuga nocturna, la carrera temerosa de ladridos, el paso furtivo por la huerta de mi padre, hasta alcanzar la ventana, y las impaciencias y los miedos de la espera.



Después de la tonta disputa de la tarde, había pensado en los peligros y sufrimientos que me aguardaban, sintiendo esa impotencia de enderezar el destino azaroso del guerrero que se traduce, en tantas mujeres, por la entrega de sí mismas, como si ese sacrificio de la virginidad, tan guardada y custodiada, en el momento mismo de la partida, sin esperanzas de placer, dando el desgarre propio para el goce ajeno, tuviese un propiciatorio poder de ablación ritual.



El contacto de un cuerpo puro, jamás palpado por manos de amante, tiene un frescor único y peculiar dentro de sus crispaciones, una torpeza que sin embargo acierta, un candor que intuye, se amolda y encuentra, por obscuro mandato, las actitudes que más estrechamente machiembran los miembros.



Bajo el abrazo de mi prometida, cuyo tímido vellón parecía endurecerse sobre uno de mis muslos, crecía mi enojo por haber extenuado mi carne en trabazones de harto tiempo conocidas, con la absurda pretensión de hallar la quietud de días futuros en los excesos presentes.



Y ahora que se me ofrecía el más codiciable consentimiento, me hallaba casi insensible bajo el cuerpo estremecido que se impacientaba.



No diré que mi juventud no fuera capaz de enardecerse una vez más aquella noche, ante la incitación de tan deleitosa novedad.



Pero la idea de que era una virgen la que así se me entregaba, y que la carne intacta y cerrada exigiría un lento y sostenido empeño por mi parte, se me impuso con el temor al acto fallido.



Eché a mi prometida a un lado, besándola dulcemente en los hombros, y empecé a hablarle, con sinceridad en falsete, de lo inhábil que sería malograr júbilos nupciales en la premura de una partida; de su vergüenza al resultar empreñada; de la tristeza de los niños que crecen sin un padre que les enseñe a sacar la miel verde de los troncos huecos, y a buscar pulpos debajo de las piedras.



Ella me escuchaba, con sus grandes ojos claros encendidos en la noche, y yo advertía que, irritada por un despecho sacado de los trasmundos del instinto, despreciaba al varón que, en semejante oportunidad, invocara la razón y la cordura, en vez de roturarla, y dejarla sobre el lecho, sangrante como un trofeo de caza, de pechos mordidos, sucia de zumos; pero hecha mujer en la derrota.



En aquel momento bramaron las reses que iban a ser sacrificadas en la playa y sonaron las caracolas de los vigías.



Mi prometida, con el desprecio pintado en el rostro, se levantó bruscamente, sin dejarse tocar, ocultando ahora, menos con gesto de pudor que con ademán de quien recupera algo que estuviera a punto de malbaratar, lo que de súbito estaba encendiendo mi codicia. Antes de que pudiera alcanzarla, saltó por la ventana.



La vi alejarse a todo correr por entre los olivos, y comprendí en aquel instante que más fácil me sería entrar sin un rasguño en la ciudad de Troya, que recuperar a la Persona perdida.



Cuando bajé hacia las naves, acompañado de mis padres, mi orgullo de guerrero había sido desplazado en mi ánimo por una intolerable sensación de hastío, de vacío interior, de descontento de mí mismo.



Y cuando los timoneles hubieron alejado las naves de la playa con sus fuertes pértigas, y se enderezaron los mástiles entre las filas de remeros, supe que habían terminado las horas de alardes, de excesos, de regalos, que preceden las partidas de soldados hacia los campos de batalla.



Había pasado el tiempo de las guirnaldas, las coronas de laurel, el vino en cada casa, la envidia de los canijos, y el favor de las mujeres. Ahora, serían las dianas, el lodo, el pan llovido, la arrogancia de los jefes, la sangre derramada por error, la gangrena que huele a almíbares infectos.



No estaba tan seguro ya de que mi valor acrecería la grandeza y la dicha de los acaienos de largas cabelleras.

Un soldado viejo que iba a la guerra por oficio, sin más entusiasmo que el trasquilador de ovejas que camina hacia el establo, andaba contando ya, a quien quisiera escucharlo, que Elena de Esparta vivía muy gustosa en Troya, y que cuando se refocilaba en el lecho de Paris sus estertores de gozo encendían las mejillas de las vírgenes que moraban en el palacio de Príamo.



Se decía que toda la historia del doloroso cautiverio de la hija de Leda, ofendida y humillada por los troyanos, era mera propaganda de guerra, alentada por Agamemnón, con el asentimiento de Menelao.



En realidad, detrás de la empresa que se escudaba con tan elevados propósitos, había muchos negocios que en nada beneficiarían a los combatientes de poco más o menos.



Se trataba sobre todo —afirmaba el viejo soldado—de vender más alfarería, más telas, más vasos con escenas de carreras de carros, y de abrirse nuevos caminos hacia las gentes asiáticas, amantes de trueques, acabándose de una vez con la competencia troyana.



La nave, demasiado cargada de harina y de hombres, bogaba despacio.





Contemplé largamente las casas de mi pueblo, a las que el sol daba de frente. Tenía ganas de llorar.



Me quité el casco y oculté mis ojos tras de las crines enhiestas de la cimera que tanto trabajo me hubiera costado redondear—a semejanza de las cimeras magníficas de quienes podían encargar sus equipos de guerra a los artesanos de gran estilo, y que, por cierto, viajaban en la nave más velera y de mayor eslora.


 Alejo Carpentier

sábado, 29 de octubre de 2011

Cita de la semana



























El paciente inglés (fragmento)


"Amor mío te sigo esperando. Cuánto dura un día en la oscuridad...¿Una semana? El fuego se ha apagado y empiezo a sentir un frío espantoso. Debería arrastrarme al exterior pero entonces me abrasaría el sol. Temo malgastar la luz mirando las pinturas y escribiendo estas palabras. Morimos, morimos, morimos ricos en amantes y tribus y sabores que degustamos en cuerpos en que nos sumergimos como si nadáramos en un río. Miedos en los que nos escondimos como esta triste gruta. Quiero todas esas marcas en mi cuerpo. Nosotros somos los países auténticos, no las fronteras marcadas en los mapas con los nombres de hombres poderosos. Sé que vendrás y me llevarás al palacio de los vientos. Solo eso he deseado, recorrer un lugar como ese contigo. Con nuestros amigos, una tierra sin mapas. La lámpara se ha apagado y estoy escribiendo a oscuras". "


Michael Ondaatje

domingo, 23 de octubre de 2011

Cuento 21


















Tobermory




Era una tarde lluviosa y desapacible de fines de agosto durante esa estación indefinida en que las perdices están todavía a resguardo o en algún frigorífico y no hay nada que cazar, a no ser que uno se encuentre en algún lugar que limite al norte con el canal de Bristol. En tal caso se pueden perseguir legalmente robustos venados rojos. Los huéspedes de lady Blemley no estaban limitados al norte por el canal de Bristol, de modo que esa tarde estaban todos reunidos en torno a la mesa del té. Y, a pesar de la monotonía de la estación y de la trivialidad del momento, no había indicio en la reunión de esa inquietud que nace del tedio y que significa temor por la pianola y deseo reprimido de sentarse a jugar bridge. La ansiosa atención de todos se concentraba en la personalidad negativamente hogareña del señor Cornelius Appin. De todos los huéspedes de lady Blemley era el que había llegado con una reputación más vaga. Alguien había dicho que era "inteligente", y había recibido su invitación con la moderada expectativa, de parte de su anfitriona, de que por lo menos alguna porción de su inteligencia contribuyera al entretenimiento general. No había podido descubrir hasta la hora del té en qué dirección, si la había, apuntaba su inteligencia. No se destacaba por su ingenio ni por saber jugar al croquet; tampoco poseía un poder hipnótico ni sabía organizar representaciones de aficionados. Tampoco sugería su aspecto exterior esa clase de hombres a los que las mujeres están dispuestas a perdonar un grado considerable de deficiencia mental. Había quedado reducido a un simple señor Appin y el nombre de Cornelius parecía no ser sino un transparente fraude bautismal. Y ahora pretendía haber lanzado al mundo un descubrimiento frente al cual la invención de la pólvora, la imprenta y la locomotora resultaban meras bagatelas. La ciencia había dado pasos asombrosos en diversas direcciones durante las ultimas décadas, pero esto parecía pertenecer al dominio del milagro más que al del descubrimiento científico.

-¿Y usted nos pide realmente que creamos -decía sir Wilfred- que ha descubierto un método para instruir a los animales en el arte del habla humana, y que nuestro querido y viejo Tobermory fue el primer discípulo con el que obtuvo un resultado feliz?



-Es un problema en el que he trabajado mucho los últimos diecisiete años -dijo el señor Appin-, pero sólo durante los últimos ocho o nueve meses he sido premiado con el mayor de los éxitos. Experimenté por supuesto con miles de animales, pero últimamente sólo con gatos, esas criaturas admirables que han asimilado tan maravillosamente nuestra civilización sin perder por eso todos sus altamente desarrollados instintos salvajes. De tanto en tanto se encuentra entre los gatos un intelecto superior, como sucede también entre la masa de los seres humanos, y cuando conocí hace una semana a Tobermory, me di cuenta inmediatamente de que estaba ante un "supergato" de extraordinaria inteligencia. Había llegado muy lejos por el camino del éxito en experimentos recientes; con Tobermory, como ustedes lo llaman, he llegado a la meta.



El señor Appin concluyó su notable afirmación en un tono en que se esforzaba por eliminar una inflexión de triunfo. Nadie dijo "ratas"1 aunque los labios de Clovis esbozaron una contorsión bisilábica que invocaba probablemente a esos roedores representantes del descrédito.



-¿Quiere decir -preguntó la señorita Resker, después de una breve pausa- que usted ha enseñado a Tobermory a decir y a entender oraciones simples de una sola sílaba?



-Mi querida señorita Resker -dijo pacientemente el taumaturgo-, de esa manera gradual y fragmentaria se enseña a los niños, a los salvajes y a los adultos atrasados; cuando se ha resuelto el problema de cómo empezar con un animal de inteligencia altamente desarrollada no se necesitan para nada esos métodos vacilantes. Tobermory puede hablar nuestra lengua con absoluta correción.



Esta vez Clovis dijo claramente "requeterratas". Sir Wilfrid fue más amable, aunque igualmente escéptico.



-¿No sería mejor traer al gato y juzgar por nuestra cuenta? -sugirió lady Blemley.



Sir Wilfrid fue en busca del animal, y todos se entregaron a la lánguida expectativa de asistir a un acto de ventriloquismo más o menos hábil.



Sir Wilfrid volvió al instante, pálido su rostro bronceado y los ojos dilatados por el asombro.



-¡Caramba, es verdad!



Su agitación era inequívocamente genuina y sus oyentes se sobresaltaron en un estremecimiento de renovado interés.



Dejándose caer en un sillón, prosiguió con voz entrecortada:



-Lo encontré dormitando en el salón de fumar, y lo llamé para que viniera a tomar el té. Parpadeó como suele hacer, y le dije: "Vamos, Toby; no nos hagas esperar". Entonces ¡Dios mío!, articuló con lentitud, del modo más espantosamente natural, que vendría cuando le diera la real gana. Casi me caigo de espaldas.



Appin se había dirigido a un auditorio completamente incrédulo; las palabras de sir Wilfrid lograron un convencimiento instantáneo. Se elevó un coro de exclamaciones de asombro dignas de la Torre de Babel, entre las cuales el científico permanecía sentado y en silencio gozando del primer fruto de su estupendo descubrimiento.



En medio del clamor entró en el cuarto Tobermory y se abrió paso con delicadeza y estudiada indiferencia hasta donde estaba el grupo reunido en torno a la mesa del té.



Un silencio tenso e incómodo dominó a los comensales. Por algún motivo resultaba incómodo dirigirse en términos de igualdad a un gato doméstico de reconocida habilidad mental.



-¿Quieres tomar leche, Tobermory? -preguntó lady Blemley con la voz un poco tensa.



-Me da lo mismo -fue la respuesta, expresada en un tono de absoluta indiferencia. Un estremecimiento de reprimida excitación recorrió a todos, y lady Blemley merece ser disculpada por haber servido la leche con un pulso más bien inestable.



-Me temo que derramé bastante -dijo.



-Después de todo, no es mía la alfombra -replicó Tobermory.



Otra vez el silencio dominó al grupo, y entonces la señorita Resker, con sus mejores modales de asistente parroquial, le preguntó si le había resultado difícil aprender el lenguaje humano. Tobermory la miró fijo un instante y luego bajó serenamente la mirada. Era evidente que las preguntas aburridas estaban excluidas de su sistema de vida.



-¿Qué opinas de la inteligencia humana? -preguntó Mavis Pellington, en tono vacilante.



-¿De la inteligencia de quién en particular? -preguntó fríamente Tobermory.



-¡Oh, bueno!, de la mía, por ejemplo -dijo Mavis tratando de reír.



-Me pone usted en una situación difícil -dijo Tobermory, cuyo tono y actitud no sugerían por cierto el menor embarazo-. Cuando se propuso incluirla entre los huéspedes, sir Wilfrid protestó alegando que era usted la mujer más tonta que conocía, y que había una gran diferencia entre la hospitalidad y el cuidado de los débiles mentales. Lady Bremley replicó que su falta de capacidad mental era precisamente la cualidad que le había ganado la invitación, puesto que no conocía ninguna persona tan estúpida como para que le comprara su viejo automóvil. Ya sabe cuál, el que llaman "la envidia de Sísifo", porque si lo empujan va cuesta arriba con suma facilidad.



Las protestas de lady Blemley habrían tenido mayor efecto si aquella misma mañana no hubiera sugerido casualmente a Mavis que ese auto era justo lo que ella necesitaba para su casa de Devonshire.



El mayor Barfield se precipitó a cambiar de tema.



-¿Y qué hay de tus andanzas con la gatita de color carey, allá en los establos?



No bien lo dijo, todos advirtieron que la pregunta era una burrada.



-Por lo general no se habla de esas cosas en público -respondió fríamente Tobermory-. Por lo que pude observar de su conducta desde que llegó a esta casa, imagino que le parecería inconveniente que yo desviara la conversación hacia sus pequeños asuntos.



No sólo al mayor dominó el pánico que siguió a estas palabras.



-¿Quieres ir a ver si la cocinera ya tiene lista tu comida? -sugirió apresuradamente lady Blemley, fingiendo ignorar que faltaban por lo menos dos horas para la comida de Tobermory.



-Gracias -dijo Tobermory-, acabo de tomar el té. No quiero morir de indigestión.



-Los gatos tienen siete vidas, sabes -dijo sir Wilfrid con ánimo cordial.



-Posiblemente -replicó Tobermory-, pero un solo hígado.



-¡Adelaida! -exclamó la señora Cornett-, ¿vas a permitir que este gato salga a hablar de nosotros con los sirvientes?



El pánico en verdad se había vuelto general. Se recordó con espanto que una balaustrada ornamental recorría la mayor de las ventanas de los dormitorios de las torres, y que era el paseo favorito de Tobermory a todas horas. Desde allí podía vigilar a las palomas y... sabe Dios qué más. Si su intención era extenderse en reminiscencias, con su actual tendencia a la franqueza el efecto sería más que desconcertante. La señora Cornett, que pasaba mucho tiempo frente a su mesa de tocador y cuyo cutis tenía fama de poseer una naturaleza nómada aunque puntual, se mostraba tan incómoda como el mayor. La señorita Scrawen, que escribía poemas de una sensualidad feroz y llevaba una vida intachable, solo manifestó irritación; si uno es metódico y virtuoso en su vida privada, no quiere necesariamente que todos se enteren. Bertie van Tahn, tan depravado a los diecisiete años que hacía ya mucho que había abandonado su intento de ser todavía peor, se puso de un color blanco apagado como de gardenia, pero no cometió el error de precipitarse fuera de la habitación como Odo Finsberry, un joven que parecía seguir la carrera eclesiástica y a quien posiblemente perturbaba la idea de enterarse de los escándalos de otras personas. Clovis tuvo la presencia de ánimo de guardar una apariencia de serenidad. Interiormente se preguntaba cuánto tiempo tardaría en procurarse una caja de ratones selectos por medio de Exchanges and Mart, y utilizarlos como soborno.



Aun en una situación delicada como aquella, Agnes Resker no podía resignarse a quedar relegada por mucho tiempo.



-¿Por qué habré venido aquí? -preguntó en un tono dramático.



Tobermory aceptó inmediatamente la apertura.



-A juzgar por lo que dijo ayer la señora Cornett mientras jugaban al croquet, fue por la comida. Describió a los Blemleys como las personas más aburridas que conocía, pero admitió que eran lo bastante inteligentes como para tener un cocinero de primer orden; de otro modo les resultaría difícil encontrar a quien quisiera volver por segunda vez a su casa.



-¡Ni una palabra de lo que dice es verdad! ¡Pregunten a la señora Cornett! -exclamó Agnes, confusa.



-La señora Cornett repitió después su observación a Bertie van Tahn -prosiguió Tobermory- y dijo: "Esa mujer está entre los desocupados que integran la Marcha del Hambre; iría a cualquier parte con tal de obtener cuatro comidas por día", y Bertie van Tahn dijo...



En ese instante, misericordiosamente, la crónica se interrumpió. Tobermory había divisado a Tom, el gran gato amarillo de la rectoría, que avanzaba a través de los arbustos en dirección del establo. Tobermory salió disparado por la ventana abierta.



Con la desaparición de su por demás alumno brillante, Cornelius Appin se encontró envuelto en un huracán de amargos reproches, preguntas ansiosas y temerosos ruegos. En él recaía la responsabilidad de la situación, y era él quien debía impedir que las cosas empeoraran aun más. ¿Podía Tobermory impartir su peligroso don a otros gatos? Era la primera pregunta que tuvo que contestar. Era posible, dijo, que hubiera iniciado a su amiga íntima, la gatita de los establos, en sus nuevos conocimientos, pero era poco probable que sus enseñanzas abarcaran por el momento un margen más amplio.



-Siendo así -dijo la señora Cornett- acepto que Tobermory sea un gato valioso y una mascota adorable; pero seguramente convendrá conmigo, Adelaida, que tanto él como la gata de los establos deben desaparecer sin demora.



-No supondrá que este último cuarto de hora me haya sido placentero -dijo amargamente lady Blemley-. Mi marido y yo queremos mucho a Tobermory... por lo menos, lo queríamos hasta que le fueron impartidos esos horribles conocimientos; pero ahora, por supuesto, lo que hay que hacer es eliminarlo tan pronto como sea posible.



-Podemos poner estricnina en los restos que recibe a la hora de la comida -dijo sir Wilfrid-, y a la gata del establo la ahogaré yo mismo. El cochero lamentará mucho perder a su mascota, pero diremos que los dos gatos padecían un tipo de sarna muy contagiosa y que temíamos que se extendiera a los perros.



-Pero, ¡mi gran descubrimiento! -protestó el señor Appin-; después de tantos años de investigaciones y experimentos...



Un arcángel que proclamara en éxtasis el milenio y descubriera que coincide imperdonablemente con las regatas de Henley y tuviera que ser postergado por tiempo indefinido, no se hubiera sentido tan deprimido como Cornelius Appin ante la acogida que se dispensó a su magnífica hazaña. Tenía en contra, sin embargo, la opinión pública, que si hubiera sido consultada al respecto es probable que una cuantiosa minoría hubiera votado por incluirlo en la dieta de estricnina.



Horarios defectuosos de trenes y un nervioso deseo de ver las cosa consumadas impidieron una dispersión inmediata de los huéspedes, pero la comida de aquella noche no fue por cierto un éxito social. Sir Wilfrid pasó momentos difíciles con la gata del establo y después con el cochero. Agnes Resker se limitó ostentosamente a comer un trozo de tostada reseca, que mordía como si se tratara de un enemigo personal, mientras que Mavis Pellington guardó un silencio vengativo durante toda la comida. Lady Blemley hablaba incesantemente haciéndose la ilusión de que estaba conversando, pero su atención se concentraba en el umbral. Un plato lleno de trozos de pescado cuidadosamente dosificados estaba listo en el aparador, pero pasaron los dulces y los postres sin que Tobermory apareciera en el comedor o en la cocina.



La sepulcral comida resultó alegre comparada con la siguiente vigilia en el salón de fumar. El hecho de comer y beber había procurado al menos una distracción al malestar general. El bridge quedó eliminado, debido a la tensión nerviosa y a la irritación de los ánimos, y después que Odo Finsberry ofreció una lúgubre versión de Melisande en el bosque ante un auditorio glacial, la música fue por tácito acuerdo evitada. A las once los sirvientes se fueron a dormir, después de anunciar que la ventanita de la despensa había quedado abierta como de costumbre para el uso privado de Tobermory. Los huéspedes se dedicaron a leer las revistas más recientes, hasta que paulatinamente tuvieron que echar mano de la Biblioteca Badminton y de los volúmenes encuadernados de Punch. Lady Blemley hacía visitas periódicas a la despensa y volvía cada vez con una expresión de abatimiento que hacía superfluas las preguntas acumuladas.



A las dos Clovis quebró el silencio imperante.



-No aparecerá esta noche. Probablemente está en las oficinas del diario local dictando la primera parte de sus memorias, que excluirán a las de lady Cómo se Llama. Será el acontecimiento del día.



Habiendo contribuido de esta manera a la animación general, Clovis se fue a acostar. Tras prolongados intervalos, los diversos integrantes de la reunión siguieron su ejemplo.



Los sirvientes, al llevar el té de la mañana, formularon una declaración unánime en respuesta a una pregunta unánime: Tobermory no había regresado.



El desayuno resultó, si cabe, una función más desagradable que la comida, pero antes que llegara a su término la situación se despejó. De entre los arbustos, donde un jardinero acababa de encontrarlo, trajeron el cadáver de Tobermory. Por las mordeduras que tenía en el cuello y la piel amarilla que le había quedado entre las uñas, era evidente que había resultado vencido en un combate desigual con el gato grande de la rectoría.



Hacia mediodía la mayoría de los huéspedes habían abandonado las torres, y después del almuerzo lady Blemley se había recuperado lo suficiente como para escribir una carta sumamente antipática a la rectoría acerca de la pérdida de su preciada mascota.



Tobermory había sido el único alumno aventajado de Appin, y estaba destinado a no tener sucesor. Algunas semanas más tarde, en el jardín zoológico de Dresde, un elefante que no había mostrado hasta entonces signos de irritabilidad, se escapó de la jaula y mató a un inglés que, aparentemente, había estado molestándolo. En las crónicas de los periódicos el apellido de la víctima aparecía indistintamente como Oppin y Eppelin, pero su nombre de pila fue invariablemente Cornelius.



-Si le estaba enseñando los verbos irregulares al pobre animal -dijo Clovis-, se lo tenía merecido.


SAKI


sábado, 22 de octubre de 2011

Cita de la semana






















SI, MI AMIGA...




Sí, mi amiga, estamos bien, pero tiemblo

a pesar de esas llamas dulces contra junio…



Estamos bien… sí…

Miro una danzarina en su martirio, es cierto,

con los locos brazos, ay, negando la ceniza

y el crepúsculo íntimo…



Estamos bien… Cummings que se va, muy pálido,

al país que nunca ha recorrido,

mientras Debussy enciende el suyo, submarino…

Estamos bien… Pero tiemblo, mi amiga, de la lluvia

que trae más agudamente aún la noche

para las preguntas que se han tendido como ramas

a lo largo de la pesadilla de la luz,

con la vara que sabes y la arpillera que sabes,

en las puertas mismas, quizás, de la poesía y de la música…

Estamos bien, sí mi amiga, pero tiemblo de un crimen…

Cuándo, cuándo, mi amiga, junto a las mismas bailarinas del fuego,

cuándo, cuándo, el amor no tendrá frío?


Juan Laurentino Ortiz

Cita de la semana






















El regalo de los Reyes Magos (fragmento)

"Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la cabellera de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el departamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose su barba de envidia."



O Henry

domingo, 16 de octubre de 2011

Cuento 20























Los donguis



I



Suspendida verticalmente del gris como esas cortinas de cadenitas que impiden la entrada de las moscas en las lecherías sin cerrar el paso al aire que las sustenta ni a las personas, la lluvia se elevaba entre la Cordillera y yo cuando llegué a Mendoza, impidiéndome ver la montaña aunque presentía su presencia en las acequias que parecían bajar todas de la misma pirámide.



Al día siguiente por la mañana subí a la terraza del hotel y comprobé que efectivamente las cumbres eran blancas bajo las aberturas del cielo entre las nubes nómades. No me asombraron en parte por culpa de una tarjeta postal con una vista banal de Puente del Inca comprada al azar en un bazar que luego resultó ser distinta de la realidad; como a muchos viajeros de lejos me parecieron las montañas de Suiza.



El día del traslado me levanté antes de la aurora y me pertreché en la humedad con luz de eclipse. Partimos a las siete en automóvil; me acompañaban dos ingenieros, Balsa y Balsocci, realmente incapaces de distinguir un anagrama de un saludo. En los arrabales el alba empezaba a alumbrar cactos deformes sobre montículos informes: crucé el río Mendoza, que en esta época del año se destaca más que nada por su estruendo bajo el rayo azul que enfocan hacia el fondo del valle las luces nítidas de verano, sin mirarlo, y luego penetramos en la montaña.



Balsocci hablaba con Balsa como un combinado y dijo en cierto momento:



-Barnaza come más que un dongui.



Balsa me miró de costado y después de otra selección de noticias del exterior pretendió sonsacarme:



-¿A usted le han explicado, ingeniero, por qué motivo construimos el hotel monumental de Punta de Vacas?



Yo sabía pero no me lo habían explicado: contesté:



-No.



Y les ofrecí esta miseria adicional:



-Supongo que lo construyen para fomentar el turismo.



-Sí, fomentar el turismo, ja, ja. Cola de paja, ja, ja, diga mejor (Balsocci).



No dije mejor, pero entendiendo les dije:



-No entiendo.



-Después le comunicaremos ciertos detalles secretos -me explicó Balsa- que se relacionan con la construcción y que por lo tanto le serán comunicados cuando lo pongamos en posesión de los planos, pliegos de condiciones y demás detalles de construcción. Por ahora permita que abusemos un poco de su paciencia.



Supongo que entre los dos no habrían conseguido ni en catorce años formar un misterio. Su única honradez -involuntaria- consistía en mostrar todo lo que pensaban, por ejemplo en vez de disimular poner cara de disimulo, etcétera.



Miré mi valiente nuevo mundo. Ciertos instantes se proyectan sobre las horas y los días subsiguientes, de modo que cuando uno vuelve por ejemplo por segunda vez a la plaza cóncava de Siena y entra por el otro lado cree que la entrada que utilizó primero ya es famosa. Móvil entre dos rocas altas como el obelisco, una negra y una colorada, capté una visión memorable y me dediqué a la toma de posesión de otro gran paisaje: junto al estrépito fluvial recapacité que el momento era un túnel y que emergería cambiado.



Proseguimos como un insecto veloz entre planos verdes, amarillos y violetas de basalto y granito por un camino peligroso. Balsa me preguntó:



-¿Tiene la familia en Buenos Aires, ingeniero?



-No tengo familia.



-Ah, comprendo -contestó, porque para ellos siempre existía la posibilidad de no comprender, ni siquiera eso.



-¿Y piensa quedarse mucho tiempo por aquí? (Balsocci).



-No sé; el contrato mencionaba la construcción de indefinidos hoteles monumentales, lo que naturalmente puede prolongarse un tiempo indefinido.



-Mientras la altura no le caiga mal... (Balsocci, esperanzado).



-2.400 metros ni se sienten, menos un muchacho (Balsa, con la misma esperanza).



Los cielos de gran lujo se transformaban en mercados de nubes congestionadas entre los cerros: al rato llovía entre arcos iris, al otro rato la lluvia era nieve. Bajamos para tomar café con leche en casa de un eslavo amigo de ellos de 50 años casado con una argentina de 20 años y encargado de mantener el ferrocarril y de cambiar las vías de lugar, esos trabajos fútiles de los pobres. La mujer apenas visible parecía sufrir meramente de vivir pero me dio semejante deseo que tuve que salir afuera para no mirarla como un mono. Hundí los pies en esa materia nueva; me quité los guantes y apreté un ovillo, lo probé con los labios, lo mordí con los dientes, arranqué de las ramas pedazos de escarcha, oriné, me resbalé y me caí sobre una acequia congelada.



Cuando nos fuimos la nieve emplumaba los vidrios del coche y la humedad me penetró en las botas. A veces pasábamos al lado del río y a veces lo veíamos en el fondo de un precipicio.



-Los que se caen al agua los arrastra lejísimo y cuando los encuentran están desnudos y pelados (Balsa).



-¿Por qué? (Yo).



-Porque el agua los golpea contra las piedras (Balsa).



-Siete metros por segundo, dispara el agua. Hace unos días se cayó un capataz de la pasarela, Antonio, la mujer está en Mendoza esperando el cuerpo y no podemos encontrarlo (Balsocci).



-Cierto, tendríamos que mirar de vez en cuando a ver si se lo ve (Balsa).



En el fondo del valle se abrió un cuadro sencillo al sol. De un lado Uspallata con álamos y sauces sin hojas, del otro el camino que seguía subiendo por una garganta colorada, entre ríos solitarios.



Esos ríos de la Cordillera, rápidos, más claros que el aire, con sus piedras redondas, verdes, violetas, amarillas y veteadas, siempre lavados, sin bichos y sin ninfas entre bloques sin edad que algo raro trajo y dejó, ríos modernos porque no tienen historia. A veces los escucho parado sobre una roca, bajo el cielo invisible sin nubes ni pájaros; entre manantiales, oyendo torrentes, pensando en la misma nada.



Tienen nombres de colores, Blanco, Colorado y Negro; algunos aparecen de frente, otros de un salto (dicen que hay guanacos, pero hasta ahora no vi ninguno); todos vienen al valle y en verano engordan, cambian de lugar y de color, transportan cantidades increíbles de barro.



Pasamos una elevación aluvional amarilla geológicamente interesante denominada Paramillo de Juan Pobre y llegamos a la obra a la hora de almorzar. No queda exactamente en Punta de Vacas sino unos dos kilómetros antes; esto me enfureció porque pensé que en invierno la nieve podía dejarme sin mujeres, suponiendo que me gustara alguna. Después me tranquilicé porque comprendí que de todos modos siempre podía llegar a pie, aunque se cayeran los rodados -son unos conos de detritos minerales que periódicamente se escurren cubriendo los caminos y las vías.



La construcción ocupa una especie de plataforma a buena distancia de los derrumbes. El terreno es inclinado y a un lado está limitado por un arroyo que después de formar una noble cascada de 7 metros cae al valle miserablemente como un chorro de canilla. En este lugar todo lo que no vino sobre ruedas es basalto, pizarra o jarilla y yuyos parecidos. Un cerro como un serrucho colorado o el techo de una iglesia o más bien la estación de Saint Pancrase en Londres cierra la quebrada del otro lado; el cielo es tan angosto aquí que el sol se asoma a las nueve y media y se pone a las cuatro y media, rápido, como avergonzado por el frío y el viento que van a hacer.



¡El viento! ¿Cómo harán para vivir aquí las mujeres ricas de Buenos Aires, siempre tan atentas con sus peinados, entre estos vientos que hacen rodar las piedras como nada? Ya las oigo decir el dolor de cabeza que les da y eso en cierto modo me alienta a terminar pronto el primer hotel y a perfeccionar un tipo de ventana sencilla que una vez abierta no se puede cerrar. Dentro de unos días inauguraremos la sección provisoria, si no aparece Enrique el fastidioso.



Después de almorzar los dos ingenieros me mostraron los planos y la obra. Estaban muy satisfechos de que no interviniera en ella ningún arquitecto y habían encomendado la decoración del edificio a una marmolería de Mendoza con la que actualmente existe un conflicto por una partida de ciento veintiocho cruces destinadas a los dormitorios cuyo tamaño no está estipulado en ningún pliego de condiciones. Las cruces enviadas son de "granitit" negro y un metro de alto; yo que las concebí insisto en colocarlas pero Balsocci les teme. En realidad me excedí, pero hasta ahora se han dejado, pobres, notoriamente manejar y, exceptuando la menor del correo y esta crónica, me cuesta entretenerme: en una de las columnas principales de hormigón del anexo para la servidumbre conseguí intercalar cuando la llenaban una cámara de pelota inflada pero al sacar el encofrado se veía la cámara donde había apoyado contra la madera; hubo que rellenar el hueco con una inyección de cemento y el incidente es ahora una leyenda confusa que periódicamente provoca despidos de personal. La pelota pertenecía a Balsocci.



Volvimos a la oficina y los colegas abordaron la parte secreta de mi iniciación. No tuve que simular curiosidad porque me interesaba oírselo contar a ellos.



II



Balsocci. -¿Usted no advirtió nada raro últimamente en Buenos Aires?



Yo. -No, nada.



Balsa. -Vamos al grano (como si decidiera rápidamente chupar un grano en un cráneo frondoso). ¿No oyó nunca hablar de los donguis?



Yo.-No. ¿Qué son?



Balsa. -Usted habrá visto en el subterráneo de Constitución a Boedo que el tren no llega hasta la estación de Boedo porque no está terminada, se para en una estación provisoria con piso de tablas. El túnel sigue y donde interrumpieron la excavación el hueco está cerrado con tablas.



Balsocci. -Por ese hueco aparecieron los donguis.



Yo. -¿Qué son?



Balsa. -Ahora le explico...



Balsocci. -Dicen que es el animal destinado a reemplazar al hombre en la Tierra.



Balsa. -Espere que le explico. Hay unos folletos de circulación restringida y prohibida que le condensan la opinión de los sabios extranjeros y de los sabios argentinos. Yo los leí. Dicen que en distintas épocas predominaron distintos animales en el mundo, por H o por B. Ahora predomina el hombre porque tenemos muy desarrollado el sistema nervioso que le permite imponerse a los demás. Pero este nuevo animal que le llama dongui...



Balsocci. -Lo llaman dongui porque el que los estudió primero fue un biólogo francés Donneguy (lo escribe en un papel y me lo muestra) y en Inglaterra le pusieron Donneguy Pig pero todos dicen dongui.



Yo.-¿Es un chancho?



Balsa. -Parece un lechón medio transparente.



Yo. -¿Y qué hace el dongui?



Balsa. -Tiene tan adelantado el sistema digestivo que estos bichos pueden digerir cualquier cosa, hasta la tierra, el fierro, el cemento, aguas vivas, qué sé yo, tragan lo que ven. ¡Qué porquería de animal!



Balsocci. -Son ciegos, sordos, viven en la oscuridad, una especie de gusano como un lechón transparente.



Yo. -¿Se reproducen?



Balsa. -Como la peste. Por brotes, imagínese.



Yo. -¿Y son de Boedo?



Balsocci. -Cállese, allí empezaron, pero después empezaron también en otras estaciones, sobre todo si hay túneles de vía muerta o depósitos subterráneos, Constitución está plagado, en Palermo, en el túnel empezado de la prolongación a Belgrano hay montones. Pero después empezaron en las otras líneas, habrán hecho un túnel, la de Chacarita, la de Primera Junta. Hay que ver lo que es el túnel del Once.



Balsa.-¡Y el extranjero! Donde había un túnel se llenaba de donguis. En Londres hasta se reían parece porque tienen tantos kilómetros de túnel; en París, en Nueva York, en Madrid. Como si repartieran semillas.



Balsocci. -No permitían que los barcos que llegaban de un puerto infectado atracara en esos puertos, temían que trajera donguis en la bodega. Pero no por eso se salvaron, están mejor que nosotros.



Balsa. -En nuestro país tratan de no asustar a la población, por eso no le dicen nunca nada, es un secreto que le confían solamente a los profesionales, y también a algunos no profesionales.



Balsocci. -Hay que matarlos pero quién los mata. Si les dan veneno se lo comen o no se lo comen, como usted prefiera, pero no les hace nada, lo comen perfectamente como cualquier otro mineral. Si les echan gases los degenerados tapan los túneles y salen por otra parte. Cavan túneles en todos lados, no puede atacárselos directamente. No se puede inundarlos o echar abajo las galerías porque se puede hundir el subsuelo de la ciudad. Ni qué decir que andan por los sótanos y las cloacas como Juan por su casa.



Balsa. -Habrá visto estos derrumbes de estos meses. Los depósitos de Lanús son ellos, por ejemplo. Quieren dominar al hombre.



Balsocci. -¡Oh!, al hombre no lo dominan así nomás, no lo domina nadie, pero si se lo comen...



Yo. -¿Se lo comen?



Balsocci. -¡Y cómo! Cinco donguis se comen a una persona en un minuto, todo, los huesos, la ropa, los zapatos, los dientes, hasta la libreta de enrolamiento, si me perdona la exageración.



Balsa. -Les gusta. Es la comida que más les gusta, mire qué desgracia.



Yo. -¿Hay casos comprobados?



Balsocci. -¿Casos? Ja, ja. En una mina de carbón de Gales se comieron 550 mineros en una noche: les taparon la salida.



Balsa. -En la capital se comieron una cuadrilla de ocho peones que arreglaban las vías entre Loria y Medrano. Los encerraron.



Balsocci. -Yo propongo que hay que inocularles una enfermedad.



Balsa. -Hasta ahora no hay caso. No sé cómo le van a inocular una enfermedad a un aguaviva.



Balsocci. -¡Esos sabios! Supongo que el que inventó la bomba de hidrógeno contra nosotros podría inventar algo también, unos pobres chanchitos ciegos. Los rusos, por ejemplo, que son tan inteligentes.



Balsa.-Sí, ¿sabe qué están haciendo los rusos? Tratando de criar una variedad de dongui que resista la luz.



Balsocci. -Que se embromen ellos.



Balsa. -Sí, ellos. Pero ellos no importa. Nosotros Desapareceríamos. No será cierto. Será un rumor como tantos. Yo no creo una palabra de lo que le dije.



Balsocci. -Primero pensamos resolver el problema construyendo edificios sobre pilotes, pero por una parte el gasto y, por otra siempre pueden derrumbarlos de abajo.



Balsa. -Por eso construimos nuestros hoteles monumentales aquí. ¡A que no socavan la Cordillera! Y la gente que sabe está loca por venirle. Veremos cuánto duran.



Balsocci. -Podrían socavar también las rocas, pero tardarían mucho; y mientras me supongo que alguien hará algo.



Balsa. -De todo esto ni una palabra. Total no tiene familia en Buenos Aires. Por eso nos limitamos a un mínimo de excavaciones en los cimientos y todos los hoteles proyectados ni tienen sótanos ni planta alta.



III



El aire de Buenas Aires posee una calidad coloidal especial para la transmisión intacta de rumores falsos. En otros lugares el ambiente deforma lo que oye pero junto al Río las mentiras se trasmiten con pulcritud. Cada ser humano puede inventar en sus días de extraversión rumores concretos y no requiere proclamarlos en una esquina para que se los devuelvan idénticos una semana después.



Por eso cuando me anunciaron los donguis hace unos dos años y medio los relegué con los platos voladores, pero un amigo de intereses variados que acababa de autorizarse en Europa me patentó la noticia. Desde el primer momento me fueron simpáticos y esperé quererlos.



En esa época descendía parabólicamente mi interés por aquella vendedora de una sedería denominada Virginia y ascendía el subsiguiente por la negrita Colette. Mi desvinculación de Virginia solía adquirir forma de noche en el Parque Lezama aunque su estupidez prolongaba indecorosamente el proceso.



Una de esas noches en que más sufrí de ver sufrir nos acariciábamos en esa escalera doble que abarca unos depósitos excavados en la barranca del Parque donde guardan sus herramientas los jardineros. La puerta de uno de estos depósitos estaba abierta; en el hueco oscuro vi de repente ocho o diez donguis nerviosos que no se atrevían a salir por un poquito de luz de mala muerte. Eran los primeros que veía; me acerqué con Virginia y se los mostré. Virginia llevaba puesta una pollera clara estampada con grandes macetas de crisantemos; la recuerdo porque se desmayó de espanto en mis brazos y por suerte paró de llorar por primera vez esa noche. La llevé desmayada hasta la puerta abierta y la tiré adentro.



La boca de los donguis es un cilindro cubierto de dientes córneos en todo su interior y tritura mediante movimientos helicoidales. Miré con curiosidad espontánea; en la oscuridad se distinguía la pollera de crisantemos y sobre ella el movimiento epiléptico de las vastas babosas en masticación. Me fui casi asqueado pero contento; al salir del Parque cantaba.



Ese Parque solitario y húmedo con estatuas rotas y mil vulgaridades modernas para ignorantes, con flores como estrellas y una sola fuente buena, Parque casi sudamericano, cuántas liaisons de personas que llaman jazmines a la tumbergias habrá visto fenecer por otra parte debajo de sus palmeras polvorientas.



Allí me deshice de Colette, de una polaca que me prestó el dinero de la moto, de una menorcita indigna de confianza y finalmente de Rosa, adormeciéndolas con un caramelo especial. Pero la Rosa llegó en cierto momento a excitarme tanto que perpetré la temeridad de darle el número de teléfono y aunque juró destruir el papelito y aprenderlo de memoria, y lo hizo, una vez su hermano la vio llamar y se fijó en el número que marcaba de modo que poco después de su desaparición apareció Enrique y empezó a fastidiar. Por eso acepté este trabajo renunciando provisoriamente a toda diversión como los reyes prehistóricos que debían pasar 40 días de ayuno en la montaña.



De este voto de castidad me distraigo a mi manera resolviendo jeroglíficos y preparando cosas para Enrique. La pasarela sobre el río Mendoza por ejemplo sólo era cuando vine una vía de esas que esparció el aluvión del treinta y tanto, el que retorció los puentes, y un cable tendido a un costado a la altura de la mano para sostenerse. De allí se cayó un tal Antonio y con ese pretexto hice retirar el cable y colocar en su lugar un caño largo que en cada punta va enganchado en un poste. Ahora es más fácil sostenerse cuando uno cruza y cuando cruza otro desenganchar el caño.



Otras distracciones podrían ser cuando hace frío encender con un fósforo los arbustos que rodean las carpas de los peones porque son tan resinosos que arden solos. Una vez organicé un picnic unipersonal que consistía en subir y subir siempre con varios sandwiches de jamón, huevo y lechuga y me hastié tanto de ascender que me volví a mediodía. Esa mañana vi glaciares inexplicablemente sucios y encontré en los rodados de arriba flores negras, las primeras que veo. Como no había tierra, sino solamente piedras sueltas y filosas, me interesó ver las raíces; la flor medía cinco centímetros más o menos pero apartando las piedras desenterré unos dos metros de tallo blando que se perdía entre los cascotes como un cordón negro y liso; pensé que seguiría así unos cien metros más y me dio un poco de asco.



Otra vez vi un cielo negro sobre la nieve fosforescente porque absorbía toda la luz de la luna; parecía un negativo del mundo y valía la pena describirlo.



Juan Rodolfo Wilcock





sábado, 15 de octubre de 2011

Cita de la semana



















Si soy en vano ahora lo que fui...




Si soy en vano ahora lo que fui,

como la blanda y persistente arena

donde se borra el paso que la ordena,

no he sufrido bastante, amor, por ti.



Ah, si me hubieras dado sólo pena

y no la infiel intrépida alegría

tu crueldad no me lastimaría,

no podría apresarme tu cadena.



Quiero amarte y no amarte como te amo;

ser tan impersonal como las rosas;

como el árbol con ramas luminosas



no exigir nunca dichas que hoy reclamo;

alejarme, perderme, abandonarte,

con mi infidelidad recuperarte.



Silvina Ocampo

domingo, 9 de octubre de 2011

Cuento 19






















Los asesinos




La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.

-¿Qué van a pedir? -les preguntó George.



-No sé -dijo uno de ellos-. ¿Tú qué tienes ganas de comer, Al?



-Qué sé yo -respondió Al-, no sé.



Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.



-Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo el primero.



-Todavía no está listo.



-¿Entonces para qué carajo lo pones en la carta?



-Esa es la cena -le explicó George-. Puede pedirse a partir de las seis.



George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.



-Son las cinco.



-El reloj marca las cinco y veinte -dijo el segundo hombre.



-Adelanta veinte minutos.



-Bah, a la mierda con el reloj -exclamó el primero-. ¿Qué tienes para comer?



-Puedo ofrecerles cualquier variedad de sándwiches -dijo George-, jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado y tocineta, o un bisté.



-A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.



-Esa es la cena.



-¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?



-Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado...



-Jamón con huevos -dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.



-Dame tocineta con huevos -dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador.



-¿Hay algo para tomar? -preguntó Al.



-Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol y otras bebidas gaseosas -enumeró George.



-Dije si tienes algo para tomar.



-Sólo lo que nombré.



-Es un pueblo caluroso este, ¿no? -dijo el otro- ¿Cómo se llama?



-Summit.



-¿Alguna vez lo oíste nombrar? -preguntó Al a su amigo.



-No -le contestó éste.



-¿Qué hacen acá a la noche? -preguntó Al.



-Cenan -dijo su amigo-. Vienen acá y cenan de lo lindo.



-Así es -dijo George.



-¿Así que crees que así es? -Al le preguntó a George.



-Seguro.



-Así que eres un chico vivo, ¿no?



-Seguro -respondió George.



-Pues no lo eres -dijo el otro hombrecito-. ¿No es cierto, Al?



-Se quedó mudo -dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó-: ¿Cómo te llamas?



-Adams.



-Otro chico vivo -dijo Al-. ¿No es vivo, Max?



-El pueblo está lleno de chicos vivos -respondió Max.



George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocineta con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la cocina.



-¿Cuál es el suyo? -le preguntó a Al.



-¿No te acuerdas?



-Jamón con huevos.



-Todo un chico vivo -dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes puestos. George los observaba.



-¿Qué miras? -dijo Max mirando a George.



-Nada.



-Cómo que nada. Me estabas mirando a mí.



-En una de esas lo hacía en broma, Max -intervino Al.



George se rió.



-Tú no te rías -lo cortó Max-. No tienes nada de qué reírte, ¿entiendes?



-Está bien -dijo George.



-Así que piensas que está bien -Max miró a Al-. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.



-Ah, piensa -dijo Al. Siguieron comiendo.



-¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? -le preguntó Al a Max.



-Ey, chico vivo -llamó Max a Nick-, anda con tu amigo del otro lado del mostrador.



-¿Por? -preguntó Nick.



-Porque sí.



-Mejor pasa del otro lado, chico vivo -dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.



-¿Qué se proponen? -preguntó George.



-Nada que te importe -respondió Al-. ¿Quién está en la cocina?



-El negro.



-¿El negro? ¿Cómo el negro?



-El negro que cocina.



-Dile que venga.



-¿Qué se proponen?



-Dile que venga.



-¿Dónde se creen que están?



-Sabemos muy bien dónde estamos -dijo el que se llamaba Max-. ¿Parecemos tontos acaso?



-Por lo que dices, parecería que sí -le dijo Al-. ¿Qué tienes que ponerte a discutir con este chico? -y luego a George-: Escucha, dile al negro que venga acá.



-¿Qué le van a hacer?



-Nada. Piensa un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro?



George abrió la portezuela de la cocina y llamó:



-Sam, ven un minutito.



El negro abrió la puerta de la cocina y salió.



-¿Qué pasa? -preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.



-Muy bien, negro -dijo Al-. Quédate ahí.



El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador:



-Sí, señor -dijo. Al bajó de su taburete.



-Voy a la cocina con el negro y el chico vivo -dijo-. Vuelve a la cocina, negro. Tú también, chico vivo.



El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, el lugar había sido una taberna.



-Bueno, chico vivo -dijo Max con la vista en el espejo-. ¿Por qué no dices algo?



-¿De qué se trata todo esto?



-Ey, Al -gritó Max-. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto.



-¿Por qué no le cuentas? -se oyó la voz de Al desde la cocina.



-¿De qué crees que se trata?



-No sé.



-¿Qué piensas?



Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo.



-No lo diría.



-Ey, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa.



-Está bien, puedo oírte -dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos-. Escúchame, chico vivo -le dijo a George desde la cocina-, aléjate de la barra. Tú, Max, córrete un poquito a la izquierda -parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.



-Dime, chico vivo -dijo Max-. ¿Qué piensas que va a pasar?



George no respondió.



-Yo te voy a contar -siguió Max-. Vamos a matar a un sueco. ¿Conoces a un sueco grandote que se llama Ole Andreson?



-Sí.



-Viene a comer todas las noches, ¿no?



-A veces.



-A las seis en punto, ¿no?



-Si viene.



-Ya sabemos, chico vivo -dijo Max-. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?



-De vez en cuando.



-Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como tú, está bueno ir al cine.



-¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?



-Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.



-Y nos va a ver una sola vez -dijo Al desde la cocina.



-¿Entonces por qué lo van a matar? -preguntó George.



-Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo.



-Cállate -dijo Al desde la cocina-. Hablas demasiado.



-Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo?



-Hablas demasiado -dijo Al-. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados como una pareja de amigas en el convento.



-¿Tengo que suponer que estuviste en un convento?



-Uno nunca sabe.



-En un convento judío. Ahí estuviste tú.



George miró el reloj.



-Si viene alguien, dile que el cocinero salió. Si después de eso se queda, le dices que cocinas tú. ¿Entiendes, chico vivo?



-Sí -dijo George-. ¿Qué nos harán después?



-Depende -respondió Max-. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.



George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de la calle se abrió y entró un conductor de tranvías.



-Hola, George -saludó-. ¿Me sirves la cena?



-Sam salió -dijo George-. Volverá en alrededor de una hora y media.



-Mejor voy a la otra cuadra -dijo el chofer. George miró el reloj. Eran las seis y veinte.



-Estuviste bien, chico vivo -le dijo Max-. Eres un verdadero caballero.



-Sabía que le volaría la cabeza -dijo Al desde la cocina.



-No -dijo Max-, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo.



A las siete menos cinco George habló:



-Ya no viene.



Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un sándwich de jamón con huevos "para llevar", como había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en las bocas. George preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó. El cliente pagó y salió.



-El chico vivo puede hacer de todo -dijo Max-. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda esposa, chico vivo.



-¿Sí? -dijo George- Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.



-Le vamos a dar otros diez minutos -repuso Max.



Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.



-Vamos, Al -dijo Max-. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.



-Mejor esperamos otros cinco minutos -dijo Al desde la cocina.



En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo.



-¿Por qué carajo no consigues otro cocinero? -lo increpó el hombre- ¿Acaso no es un restaurante esto? -luego se marchó.



-Vamos, Al -insistió Max.



-¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro?



-No va a haber problemas con ellos.



-¿Estás seguro?



-Sí, ya no tenemos nada que hacer acá.



-No me gusta nada -dijo Al-. Es imprudente, tú hablas demasiado.



-Uh, qué te pasa -replicó Max-. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?



-Igual hablas demasiado -insistió Al. Éste salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con las manos enguantadas.



-Adiós, chico vivo -le dijo a George-. La verdad es que tuviste suerte.



-Cierto -agregó Max-, deberías apostar en las carreras, chico vivo.



Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero.



-No quiero que esto vuelva a pasarme -dijo Sam-. No quiero que vuelva a pasarme.



Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en la boca.



-¿Qué carajo...? -dijo pretendiendo seguridad.



-Querían matar a Ole Andreson -les contó George-. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a comer.



-¿A Ole Andreson?



-Sí, a él.



El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.



-¿Ya se fueron? -preguntó.



-Sí -respondió George-, ya se fueron.



-No me gusta -dijo el cocinero-. No me gusta para nada.



-Escucha -George se dirigió a Nick-. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.



-Está bien.



-Mejor que no tengas nada que ver con esto -le sugirió Sam, el cocinero-. No te conviene meterte.



-Si no quieres no vayas -dijo George.



-No vas a ganar nada involucrándote en esto -siguió el cocinero-. Mantente al margen.



-Voy a ir a verlo -dijo Nick-. ¿Dónde vive?



El cocinero se alejó.



-Los jóvenes siempre saben qué es lo que quieren hacer -dijo.



-Vive en la pensión Hirsch -George le informó a Nick.



-Voy para allá.



Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada.



-¿Está Ole Andreson?



-¿Quieres verlo?



-Sí, si está.



Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la puerta.



-¿Quién es?



-Alguien que viene a verlo, señor Andreson -respondió la mujer.



-Soy Nick Adams.



-Pasa.



Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.



-¿Qué pasa? -preguntó.



-Estaba en el negocio de Henry -comenzó Nick-, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.



Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada.



-Nos metieron en la cocina -continuó Nick-. Iban a dispararle apenas entrara a cenar.



Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra.



-George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase.



-No hay nada que yo pueda hacer -Ole Andreson dijo finalmente.



-Le voy a decir cómo eran.



-No quiero saber cómo eran -dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: -Gracias por venir a avisarme.



-No es nada.



Nick miró al grandote que yacía en la cama.



-¿No quiere que vaya a la policía?



-No -dijo Ole Andreson-. No sería buena idea.



-¿No hay nada que yo pueda hacer?



-No. No hay nada que hacer.



-Tal vez no lo dijeron en serio.



-No. Lo decían en serio.



Ole Andreson volteó hacia la pared.



-Lo que pasa -dijo hablándole a la pared- es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá.



-¿No podría escapar de la ciudad?



-No -dijo Ole Andreson-. Estoy harto de escapar.



Seguía mirando a la pared.



-Ya no hay nada que hacer.



-¿No tiene ninguna manera de solucionarlo?



-No. Me equivoqué -seguía hablando monótonamente-. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a salir.



-Mejor vuelvo adonde George -dijo Nick.



-Chau -dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick-. Gracias por venir.



Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared.



-Estuvo todo el día en su cuarto -le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras-. No debe sentirse bien. Yo le dije: "Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal tan lindo como este", pero no tenía ganas.



-No quiere salir.



-Qué pena que se sienta mal -dijo la mujer-. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías?



-Sí, ya sabía.



-Uno no se daría cuenta salvo por su cara -dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal-. Es tan amable.



-Bueno, buenas noches, señora Hirsch -saludó Nick.



-Yo no soy la señora Hirsch -dijo la mujer-. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la señora Bell.



-Bueno, buenas noches, señora Bell -dijo Nick.



-Buenas noches -dijo la mujer.



Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador.



-¿Viste a Ole?



-Sí -respondió Nick-. Está en su cuarto y no va a salir.



El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina.



-No pienso escuchar nada -dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.



-¿Le contaste lo que pasó? -preguntó George.



-Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata.



-¿Qué va a hacer?



-Nada.



-Lo van a matar.



-Supongo que sí.



-Debe haberse metido en algún lío en Chicago.



-Supongo -dijo Nick.



-Es terrible.



-Horrible -dijo Nick.



Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador.



-Me pregunto qué habrá hecho -dijo Nick.



-Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan.



-Me voy a ir de este pueblo -dijo Nick.



-Sí -dijo George-. Es lo mejor que puedes hacer.



-No soporto pensar que él espera en su cuarto y sabe lo que le pasará. Es realmente horrible.



-Bueno -dijo George-. Mejor deja de pensar en eso.


Ernest Hemingway