domingo, 25 de septiembre de 2011

Cuento 17
















Algo había sucedido




El tren había recorrido sólo pocos kilómetros (y el camino era largo, nos detendríamos recién en la lejanísima estación de llegada, después de correr durante casi diez horas) cuando vi por la ventanilla, en un paso a nivel, a una muchacha. Fue una casualidad, podía haber mirado tantas otras cosas y en cambio mi mirada cayó sobre ella, que no era hermosa ni tenía nada de extraordinario. ¡Quién sabe por qué había reparado en ella! Era evidente que estaba apoyada en la barrera para disfrutar de la vista de nuestro tren, superdirecto, expreso al norte, símbolo -para aquella gente inculta- de vida fácil, aventureros, espléndidas valijas de cuero, celebridades, estrellas cinematográficas... Una vez al día este maravilloso espectáculo y absolutamente gratuito, por añadidura.



Pero cuando el tren pasó frente a la muchacha, en vez de mirar en nuestra dirección se dio vuelta para atender a un hombre que llegaba corriendo y le gritaba algo que nosotros, naturalmente, no pudimos oír, como si acudiera a prevenirla de un peligro. Solamente fue un instante: la escena voló, quedó atrás y yo me quedé preguntándome qué preocupación le había traído aquel hombre a la muchacha que había venido a contemplarnos. Y ya estaba por adormecerme, al rítmico bamboleo del tren, cuando quiso la casualidad -se trataba seguramente de una pura y simple casualidad- que reparara en un campesino parado sobre un murito, que llamaba y llamaba hacia el campo, haciéndose bocina con las manos. También esta vez fue un momento porque el expreso siguió su camino, aunque me dio tiempo de ver a seis o siete personas que corrían a través de las praderas, los cultivos, la hierba medicinal, pisoteándola sin miramientos. Debía ser algo importante. Venían de diferentes lugares -de una casa, de una fila de viñas, de una abertura en la maleza- pero todos corrían directamente al murito, acudiendo alarmados, al llamado del muchacho. Corrían, sí, ¡por Dios cómo corrían!, espantados por alguna inesperada noticia que los intrigaba terriblemente, quebrando la paz de sus vidas. Pero fue sólo un instante, lo repito apenas un relámpago; no tuvimos tiempo de observar nada más.



"¡Qué extraño!", pensé, "en pocos kilómetros ya dos casos de gente que recibe, de golpe, una noticia" (eso, al menos, era lo que yo presumía). Ahora, vagamente sugestionado, escrutaba el campo, las carreteras, los paisajes, con presentimiento e inquietud. Seguramente estaba influido por el especial estado de ánimo, pero lo cierto es que cuanto más observaba a la gente, más me parecía encontrar en todos lados una inusitada animación. ¿Por qué aquel ir y venir en los patios, aquellas afanadas mujeres, aquellos carros...? En todos los lados era lo mismo. Aunque a esa velocidad era imposible distinguir bien, hubiera jurado que toda esa agitación respondía a una misma causa. ¿Se celebraría alguna procesión en la zona? ¿O los hombres se dispondrían a ir al mercado? El tren continuaba adelante y todo seguía igual, a juzgar por la confusión. Era evidente que todo se relacionaba: la muchacha del paso a nivel, el joven sobre el muro, el ir y venir de los campesinos: algo había sucedido y nosotros, en el tren, no sabíamos nada.



Miré a mis compañeros de viaje, algunos en el compartimiento, otros en el corredor. No se habían dado cuenta de nada. Parecían tranquilos y una señora de unos sesenta años, frente a mí, estaba a punto de dormirse. ¿O acaso sospechaban? Sí, sí, también ellos estaban inquietos y no se atrevían a hablar. Más de una vez los sorprendí echando rápidas miradas hacia fuera. Especialmente la señora somnolienta, sobre todo ella, miraba de reojo, entreabriendo apenas los párpados y después me examinaba cuidadosamente para ver si la había descubierto. Pero, ¿de qué teníamos miedo?



Nápoles. Aquí, habitualmente, el tren se detiene. Pero nuestro expreso, no, hoy no. Desfilaron cerca las viejas casas y en los patios oscuros se veían ventanas iluminadas. En aquellos cuartos -fue un instante- hombres y mujeres aparecían inclinados, haciendo paquetes y cerrando valijas. ¿O me engañaba y todo era producto de mi fantasía?



Se preparaban para marcharse. "¿Adónde?", me preguntaba. Evidentemente no era una noticia feliz, pues había como una especie de alarma generalizada tanto en la campaña como en la ciudad. Una amenaza, un peligro, el anuncio de un desastre. Después me decía: "Si fuera una desgracia se habría detenido el tren; en cambio, el tren encontraba todo en orden, señales de vía libre, cambios perfectos, como para un viaje inaugural.



Un joven a mi lado, simulando que se desperezaba, se había puesto de pie. En realidad quería ver mejor y se inclinaba sobre mí para estar más cerca del vidrio. Afuera, el campo, el sol, los caminos blancos; sobre los caminos, carros, camiones, grupos de gente a pie, largas caravanas, semejantes a las que marchan en dirección a la iglesia el día del santo patrón de la ciudad. Ya eran cientos, cada vez más gentío a medida que el tren se acercaba al norte. Y todos llevaban la misma dirección, descendían hacia el mediodía, huían del peligro mientras nosotros íbamos directamente a su encuentro; a velocidad enloquecida nos precipitábamos, corríamos hacia la guerra, la revolución, la peste, el fuego... ¿Qué más podía pasarnos? No lo sabríamos hasta dentro de cinco horas, en el momento de llegar, y seguramente sería demasiado tarde.



Nadie decía nada. Ninguno quería ser el primero en ceder. Cada uno quizás dudara de sí mismo, como yo, y en la incertidumbre se preguntara si toda aquella alarma sería real o simplemente una idea loca, una alucinación, una de esas ocurrencias absurdas que suelen asaltarnos en el tren, cuando ya se está un poco cansado. La señora de enfrente lanzó un suspiro, aparentando que recién se despertaba, e igual que aquel que saliendo efectivamente del sueño levanta la mirada mecánicamente, así ella levantó las pupilas, fijándolas, casi por azar, en la manija de la señal de alarma. Y también todos nosotros miramos el aparato, con idéntico pensamiento. Nadie se atrevió a hablar o tuvo la audacia de romper el silencio o simplemente osó preguntar a los otros si habían advertido, afuera, algo alarmante.



Ahora las carreteras hormigueaban de vehículos y gente, todos en dirección al sur. Nos cruzábamos con trenes repletos de gente. Los que nos veían pasar, volando con tanta prisa hacia el norte, nos miraban desconcertados. Un multitud había invadido las estaciones. Algunos nos hacían señales, otros nos gritaban frases de las cuales se percibían solamente las voces, como ecos de la montaña.



La señora de enfrente empezó a mirarme. Con las manos enjoyadas estrujaba nerviosamente un pañuelo, mientras suplicaba con la mirada. Parecía decir: si alguien hablaba... si alguno de ustedes rompiera al fin este silencio y pronunciara la pregunta que todos estamos esperando como una gracia y ninguno se atreve a formular...



Otra ciudad. Como al entrar en la estación el tren disminuyó su velocidad, dos o tres se levantaron con la esperanza de que se detuviera. No lo hizo y siguió adelante como una estruendosa turbonada a lo largo de los andenes donde, en medio de un caótico montón de valijas, un gentío se enardecía, esperando, seguramente, un convoy que partiera. Un muchacho intentó seguirnos con un paquete de diarios y agitaba uno que tenía un gran titular negro en la primera página. Entonces, con un gesto repentino, la señora que estaba frente a mí se asomó, logrando detener por un momento el periódico, pero el viento se lo arrancó impetuosamente. Entre los dedos le quedó un pedacito. Advertí que sus manos temblaban al desplegarlo. Era un papelito casi triangular. Del enorme título, sólo quedaban tres letras: ION, se leía. Nada más. Sobre el reverso aparecían indiferentes noticias periodísticas.



Sin decir palabra, la señora levantó un poco el fragmento, a fin de que pudiéramos verlo. Todos lo habíamos visto, aunque ella aparentaba ignorarlo. A medida que crecía el miedo, nos volvíamos más cautelosos. Corríamos como locos hacia una cosa que terminaba en ION y debía de tratarse de algo espeluznante; poblaciones enteras se daban a la fuga. Un hecho nuevo y poderoso había roto la vida del país, hombres y mujeres solamente pensaban en salvarse, abandonando casas, trabajos, negocios, todo, pero nuestro tren no, el maldito aparato, del cual ya nos sentíamos parte como un pasamano más, como un asiento, marchaba con la regularidad de un reloj, a la manera de un soldado honesto que se separa del grueso del ejército derrotado para llegar a su trinchera, donde ya la ha cercado el enemigo. Y por decencia, por un respeto humano miserable, ninguno de nosotros tenía el coraje de reaccionar. ¡Oh los trenes, cómo se parecen a la vida!



Faltaban dos horas. Dos horas más tarde, a la llegada, ya sabríamos la suerte que nos esperaba a todos. Dos horas. Una hora y media. Una hora. Ya descendía la oscuridad. Vimos a lo lejos las luces de nuestra anhelada ciudad y su inmóvil resplandor reverberante, un halo amarillo en el cielo, nos volvió a dar un poco de coraje.



La locomotora emitió un silbido, las ruedas resonaron sobre el laberinto de los cambios. La estación, la superficie -ahora oscura- del techo de vidrio, las lámparas, los carteles, todo estaba como de costumbre. Pero, ¡horror! Aún el tren se movía, cuando vi que la estación estaba desierta, los andenes vacíos y desnudos. Por más que busqué no pude encontrar una figura humana. El tren se detuvo, al fin. Corrimos por el andén hacia la salida, a la caza de alguno de nuestros semejantes. Me pareció entrever al fondo, en el ángulo derecho, casi en la penumbra, a un ferroviario con su gorro que desaparecía por una puerta, aterrorizado. ¿Qué habría pasado? ¿No encontraríamos un alma en la ciudad? De pronto, la voz de una mujer, altísima y violenta como un disparo, nos hizo estremecer. "¡Socorro! ¡Socorro!", gritaba y el grito repercutió bajo el techo de vidrio con la vacía sonoridad de los lugares abandonados para siempre.

Dino Buzzati









sábado, 24 de septiembre de 2011

Cita de la semana






















Doctor Jeckyll y Mister Hyde (fragmento)



" Aquella noche llegué al fatal cruce de caminos. Si me hubiera enfrentado con mi descubrimiento con un espíritu más noble, si me hubiera arriesgado al experimento impulsado por aspiraciones piadosas o generosas todo habría sido distinto, y de esas agonías de nacimiento y muerte habría surgido un ángel y no un demonio. Aquella poción no tenía poder discriminatorio. No era diabólica ni divina. Sólo abría las puertas de una prisión y, como los cautivos de Philippi, el que estaba encerrado huía al exterior. Bajo su influencia mi virtud se adormecía, mientras que mi perfidia, mantenida alerta por mi ambición, aprovechaba rápidamente la oportunidad y lo que afloraba a la superficie era Edward Hyde, y así, aunque yo ahora tenía dos personalidades con sus respectivas apariencias, una estaba formada integralmente por el mal, mientras que la otra continuaba siendo Henry Jekyll, ese compuesto incongruente de cuya reforma y mejora yo desesperaba hacía mucho tiempo. El paso que había dado era, pues, decididamente a favor de lo peor que había en mí. "

Robert Louis Stevenson

domingo, 18 de septiembre de 2011

Cuento 16



























Un médico rural


Estaba muy preocupado; debía emprender un viaje urgente; un enfermo de gravedad me estaba esperando en un pueblo a diez millas de distancia; una violenta tempestad de nieve azotaba el vasto espacio que nos separaba; yo tenía un coche, un cochecito ligero, de grandes ruedas, exactamente apropiado para correr por nuestros caminos; envuelto en el abrigo de pieles, con mi maletín en la mano, esperaba en el patio, listo para marchar; pero faltaba el caballo... El mío se había muerto la noche anterior, agotado por las fatigas de ese invierno helado; mientras tanto, mi criada corría por el pueblo, en busca de un caballo prestado; pero estaba condenada al fracaso, yo lo sabía, y a pesar de eso continuaba allí inútilmente, cada vez más envarado, bajo la nieve que me cubría con su pesado manto. En la puerta apareció la muchacha, sola, y agitó la lámpara; naturalmente, ¿quién habría prestado su caballo para semejante viaje? Atravesé el patio, no hallaba ninguna solución; distraído y desesperado a la vez, golpeé con el pie la ruinosa puerta de la pocilga, deshabitada desde hacía años. La puerta se abrió, y siguió oscilando sobre sus bisagras. De la pocilga salió una vaharada como de establo, un olor a caballos. Una polvorienta linterna colgaba de una cuerda.

Un individuo, acurrucado en el tabique bajo, mostró su rostro claro, de ojitos azules.

—¿Los engancho al coche? —preguntó, acercándose a cuatro patas.

No supe qué decirle, y me agaché para ver qué había dentro de la pocilga. La criada estaba a mi lado.

—Uno nunca sabe lo que puede encontrar en su propia casa —dijo ésta. Y ambos nos echamos a reír.

—¡Hola, hermano, hola, hermana! —gritó el palafrenero, y dos caballos, dos magníficas bestias de vigorosos flancos, con las piernas dobladas y apretadas contra el cuerpo, las perfectas cabezas agachadas, como las de los camellos, se abrieron paso una tras otra por el hueco de la puerta, que llenaban por completo. Pero una vez afuera se irguieron sobre sus largas patas, despidiendo un espeso vapor.

—Ayúdalo —dije a la criada, y ella, dócil, alargó los arreos al caballerizo. Pero apenas llegó a su lado, el hombre la abrazó y acercó su rostro al rostro de la joven. Esta gritó, y huyó hacia mí; sobre sus mejillas se veían, rojas, las marcas de dos hileras de dientes.

—¡Salvaje! —dije al caballerizo—. ¿Quieres que te azote?

Pero luego pensé que se trataba de un desconocido, que yo ignoraba de dónde venía y que me ofrecía ayuda cuando todos me habían fallado. Como si hubiera adivinado mis pensamientos, no se mostró ofendido por mi amenaza y, siempre atareado con los caballos, sólo se volvió una vez hacia mí.

—Suba —me dijo, y, en efecto, todo estaba preparado.

Advierto entonces que nunca viajé con tan hermoso tronco de caballos, y subo alegremente.

—Yo conduciré, pues tú no conoces el camino —dije.

—Naturalmente —replica—, yo no voy con usted: me quedo con Rosa.

—¡No! —grita Rosa, y huye hacia la casa, presintiendo su inevitable destino; aún oigo el ruido de la cadena de la puerta al correr en el cerrojo; oigo girar la llave en la cerradura; veo además que Rosa apaga todas las luces del vestíbulo y, siempre huyendo, las de las habitaciones restantes, para que no puedan encontrarla.

—Tú vendrás conmigo —digo al mozo—; si no es así, desisto del viaje, por urgente que sea. No tengo intención de dejarte a la muchacha como pago del viaje.

—¡Arre! —grita él, y da una palmada; el coche parte, arrastrado como un leño en el torrente; oigo crujir la puerta de mi casa, que cae hecha pedazos bajo los golpes del mozo; luego mis ojos y mis oídos se hunden en el remolino de la tormenta que confunde todos mis sentidos. Pero esto dura sólo un instante; se diría que frente a mi puerta se encontraba la puerta de la casa de mi paciente; ya estoy allí; los caballos se detienen; la nieve ha dejado de caer; claro de luna en torno; los padres de mi paciente salen ansiosos de la casa, seguidos de la hermana; casi me arrancan del coche; no entiendo nada de su confuso parloteo; en el cuarto del enfermo el aire es casi irrespirable, la estufa humea, abandonada; quiero abrir la ventana, pero antes voy a ver al enfermo. Delgado, sin fiebre, ni caliente ni frío, con ojos inexpresivos, sin camisa, el joven se yergue bajo el edredón de plumas, se abraza a mi cuello y me susurra al oído:

—Doctor, déjeme morir.

Miro en torno; nadie lo ha oído; los padres callan, inclinados hacia adelante, esperando mi sentencia; la hermana me ha acercado una silla para que coloque mi maletín de mano. Lo abro, y busco entre mis instrumentos; el joven sigue alargándome las manos, para recordarme su súplica; tomo un par de pinzas, las examino a la luz de la bujía y las deposito nuevamente.

—Sí —pienso indignado—; en estos casos los dioses nos ayudan, nos mandan el caballo que necesitamos y, dada nuestra prisa, nos agregan otro. Además, nos envían un caballerizo...

En aquel preciso instante me acuerdo de Rosa. ¿Qué hacer? ¿Cómo salvarla? ¿Cómo rescatar su cuerpo del peso de aquel hombre, a diez millas de distancia, con un par de caballos imposibles de manejar? Esos caballos que no sé cómo se han desatado de las riendas, que se abren paso ignoro cómo; que asoman la cabeza por la ventana y contemplan al enfermo, sin dejarse impresionar por las voces de la familia.

—Regresaré en seguida —me digo como si los caballos me invitaran al viaje. Sin embargo, permito que la hermana, que me cree aturdido por el calor, me quite el abrigo de pieles. Me sirven una copa de ron; el anciano me palmea amistosamente el hombro, porque el ofrecimiento de su tesoro justifica ya esta familiaridad. Meneo la cabeza; estallaré dentro del estrecho círculo de mis pensamientos; por eso me niego a beber. La madre permanece junto al lecho y me invita a acercarme; la obedezco, y mientras un caballo relincha estridentemente hacia el techo, apoyo la cabeza sobre el pecho del joven, que se estremece bajo mi barba mojada. Se confirma lo que ya sabía: el joven está sano, quizá un poco anémico, quizá saturado de café, que su solícita madre le sirve, pero está sano; lo mejor sería sacarlo de un tirón de la cama. No soy ningún reformador del mundo, y lo dejo donde está. Soy un vulgar médico del distrito que cumple con su deber hasta donde puede, hasta un punto que ya es una exageración. Mal pagado, soy, sin embargo, generoso con los pobres. Es necesario que me ocupe de Rosa; al fin y al cabo es posible que el joven tenga razón, y yo también pido que me dejen morir. ¿Qué hago aquí, en este interminable invierno? Mi caballo se ha muerto y no hay nadie en el pueblo que me preste el suyo. Me veré obligado a arrojar mi carruaje en la pocilga; si por casualidad no hubiese encontrado esos caballos, habría tenido que recurrir a los cerdos. Esta es mi situación. Saludo a la familia con un movimiento de cabeza. Ellos no saben nada de todo esto, y si lo supieran, no lo creerían. Es fácil escribir recetas, pero en cambio, es un trabajo difícil entenderse con la gente. Ahora bien, acudí junto al enfermo; una vez más me han molestado inútilmente; estoy acostumbrado a ello; con esa campanilla nocturna todo el distrito me molesta, pero que además tenga que sacrificar a Rosa, esa hermosa muchacha que durante años vivió en mi casa sin que yo me diera cuenta cabal de su presencia... Este sacrificio es excesivo, y tengo que encontrarle alguna solución, cualquier cosa, para no dejarme arrastrar por esta familia que, a pesar de su buena voluntad, no podrían devolverme a Rosa. Pero he aquí que mientras cierro el maletín de mano y hago una señal para que me traigan mi abrigo, la familia se agrupa, el padre olfatea la copa de ron que tiene en la mano, la madre, evidentemente decepcionada conmigo —¿qué espera, pues, la gente?— se muerde, llorosa, los labios, y la hermana agita un pañuelo lleno de sangre; me siento dispuesto a creer, bajo ciertas condiciones, que el joven quizá está enfermo. Me acerco a él, que me sonríe como si le trajera un cordial... ¡Ah! Ahora los dos caballos relinchan a la vez; ese estrépito ha sido seguramente dispuesto para facilitar mi auscultación; y esta vez descubro que el joven está enfermo. El costado derecho, cerca de la cadera, tiene una herida grande como un platillo, rosada, con muchos matices, oscura en el fondo, más clara en los bordes, suave al tacto, con coágulos irregulares de sangre, abierta como una mina al aire libre. Así es como se ve a cierta distancia. De cerca, aparece peor. ¿Quién puede contemplar una cosa así sin que se le escape un silbido? Los gusanos, largos y gordos como mi dedo meñique, rosados y manchados de sangre, se mueven en el fondo de la herida, la puntean con su cabecitas blancas y sus numerosas patitas. Pobre muchacho, nada se puede hacer por ti. He descubierto tu gran herida; esa flor abierta en tu costado te mata. La familia está contenta, me ve trabajar; la hermana se lo dice a la madre, ésta al padre, el padre a algunas visitas que entran por la puerta abierta, de puntillas, a través del claro de luna.

—¿Me salvarás? —murmura entre sollozos el joven, deslumbrado por la vista de su herida.

Así es la gente de mi comarca. Siempre esperan que el médico haga lo imposible. Han perdido la antigua fe; el cura se queda en su casa y desgarra sus ornamentos sacerdotales uno tras otro; en cambio, el médico tiene que hacerlo todo, suponen ellos, con sus pobres dedos de cirujano. ¡Como quieran! Yo no les pedí que me llamaran; si pretenden servirse de mí para un designio sagrado, no me negaré a ello. ¿Qué cosa mejor puedo pedir yo, un pobre médico rural, despojado de su criada?

Y he aquí que empiezan a llegar los parientes y todos los ancianos del pueblo, y me desvisten; un coro de escolares, con el maestro a la cabeza canta junto a la casa una tonada infantil con estas palabras:

“Desvístanlo, para que cure,

y si no cura, mátenlo.

Sólo es un médico, sólo es un médico...”

Mírenme: ya estoy desvestido, y, mesándome la barba y cabizbajo, miro al pueblo tranquilamente. Tengo un gran dominio sobre mí mismo; me siento superior a todos y aguanto, aunque no me sirve de nada, porque ahora me toman por la cabeza y los pies y me llevan a la cama del enfermo. Me colocan junto a la pared, al lado de la herida. Luego salen todos del aposento; cierran la puerta, el canto cesa; las nubes cubren la luna; las mantas me calientan, las sombras de las cabezas de los caballos oscilan en el vano de las ventanas.

—¿Sabes —me dice una voz al oído— que no tengo mucha confianza en ti? No importa cómo hayas llegado hasta aquí; no te han llevado tus pies. En vez de ayudarme, me escatimas mi lecho de muerte. No sabes cómo me gustaría arrancarte los ojos.

—En verdad —dije yo—, es una vergüenza. Pero soy médico. ¿Qué quieres que haga? Te aseguro que mi papel nada tiene de fácil.

—¿He de darme por satisfecho con esa excusa? Supongo que sí. Siempre debo conformarme. Vine al mundo con una hermosa herida. Es lo único que poseo.

—Joven amigo —digo—, tu error estriba en tu falta de empuje. Yo, que conozco todos los cuartos de los enfermos del distrito, te aseguro: tu herida no es muy terrible. Fue hecha con dos golpes de hacha, en ángulo agudo. Son muchos los que ofrecen sus flancos, y ni siquiera oyen el ruido del hacha en el bosque. Pero menos aún sienten que el hacha se les acerca.

—¿Es de veras así, o te aprovechas de mi fiebre para engañarme?

—Es cierto, palabra de honor de un médico juramentado. Puedes llevártela al otro mundo.

Aceptó mi palabra, y guardó silencio. Pero ya era hora de pensar en mi libertad. Los caballos seguían en el mismo lugar. Recogí rápidamente mis vestidos, mi abrigo de pieles y mi maletín; no podía perder el tiempo en vestirme; si los caballos corrían tanto como en el viaje de ida, saltaría de esta cama a la mía. Dócilmente, uno de los caballos se apartó de la ventana; arrojé el lío en el coche; el abrigo cayó fuera, y sólo quedó retenido por una manga en un gancho. Ya era bastante. Monté de un salto a un caballo; las riendas iban sueltas, las bestias, casi desuncidas, el coche corría al azar y mi abrigo de pieles se arrastraba por la nieve.

—¡De prisa! —grité—. Pero íbamos despacio, como viajeros, por aquel desierto de nieve, y mientras tanto, el nuevo el canto de los escolares, el canto de los muchachos que se mofaban de mí, se dejó oír durante un buen rato detrás de nosotros:

“Alégrense, enfermos,

tienen al médico en su propia cama”.

A ese paso nunca llegaría a mi casa; mi clientela está perdida; un sucesor ocupará mi cargo, pero sin provecho, porque no puede reemplazarme; en mi casa cunde el repugnante furor del caballerizo; Rosa es su víctima; no quiero pensar en ello. Desnudo, medio muerto de frío y a mi edad, con un coche terrenal y dos caballos sobrenaturales, voy rodando por los caminos. Mi abrigo cuelga detrás del coche, pero no puedo alcanzarlo, y ninguno de esos enfermos sinvergüenzas levantará un dedo para ayudarme. ¡Se han burlado de mí! Basta acudir una vez a un falso llamado de la campanilla nocturna para que lo irreparable se produzca.



Franz Kafka


Un médico rural (1920)









sábado, 17 de septiembre de 2011

Cita de la semana




























Queja




Señor, mi queja es ésta,

Tú me comprenderás;

De amor me estoy muriendo,

Pero no puedo amar.



Persigo lo perfecto

En mí y en los demás,

Persigo lo perfecto

Para poder amar.



Me consumo en mi fuego,

¡Señor, piedad, piedad!

De amor me estoy muriendo,

¡Pero no puedo amar!



Alfonsina Storni


Languidez (1920)









domingo, 11 de septiembre de 2011

Cuento 15























Las nubes


Está viéndose ya en la esquina, bajo el sol, cerca del puesto del vendedor de helados protegido por el toldo a rayas rojas y blancas, anchas. De antemano ha sentido, al cruzar la calle desde la vereda de sombra a la del sol, el asfalto, blando a causa del calor, bajo la suela de sus mocasines marrones. Y ahora, sobre la vereda gris que arde y reverbera en la siesta de verano, su sombra se proyecta a sus pies, encogida a causa de la posición del sol que no hace mucho ha empezado a bajar, lento, desde el cenit.

El cucurucho doble de crema y chocolate que se apresta a tomar será su único almuerzo, y si ha esperado hasta tan tarde ¿son casi las dos y media? para salir de su oficina a comprarlo, es porque ha decidido que el helado debe servirle para tirar sin comer hasta la hora de la cena. El calor es sin duda la causa principal de su frugalidad, pero una especie de estoicismo que podría considerarse como deportivo, producto no de una regla que aplica a su vida entera, sino del capricho del día, le da a esa estrategia física una vaga coloración moral. De modo que se siente bien durante unos segundos, contento, leve, sano y, a pesar de no andar lejos ya de los cincuenta, cree poseer un porvenir –inmediato y lejano? claro, recto y vivaz, igual que una alfombra roja extendida desde la punta de sus pies hacia el infinito. Casi de inmediato, el rigor del verano, el tumulto de la calle, los gases negruzcos que despiden los coches y que envenenan el aire lo retrotraen a un poco más de realidad, a ese término medio del ánimo que equidista de la angustia y de la euforia y que los que creen conocerlo más o menos bien, y él mismo aun cuando por distracción se deja convencer por ellos, llaman con certidumbre injustificada su temperamento.

La ola de calor cocina a la ciudad desde hace por lo menos una semana. Del cielo azul, sin una sola nube, el sol manda una luz omnipresente y ardua, que achicharra los árboles, enturbia la percepción y embrutece el pensamiento. Únicamente de noche el calor afloja un poco, pero con la hora de verano, una decisión administrativa que, como le gusta ironizar, hasta las gallinas reprueban, a esta altura del año no termina nunca de anochecer, y un poco después de las tres de la mañana, cuando a causa del calor uno todavía no ha logrado dormirse, el alba rompe, lívida, por el este, y el sol intolerable reaparece. En las orillas del río la gente se tuesta esperando la noche, la lluvia, las vacaciones, alguna brisa improbable, pero los que trabajan, cuando los observan, sudorosos, desde los muelles, desde algún puente, desde el colectivo, desde el metro aéreo que atraviesa el Sena, los consideran más con escepticismo que con envidia.

Es el seis de julio. El año pasado, después de veinte de ausencia, con el pretexto de liquidar los últimos bienes familiares, Pichón ha visitado por algunas semanas su ciudad natal, de mediados de febrero a principios de abril. A pesar de los años, de las decepciones y de la extrañeza, se ha traído, de vuelta a París, algunos buenos recuerdos, y la promesa de Tomatis de venir a visitarlo, pero pasó un año entero sin que Tomatis se decidiese a viajar. De tanto en tanto, los domingos, se llamaban por teléfono, aunque nunca tenían nada preciso que decirse, y como viven en hemisferios diferentes, de tal modo que cuando uno está en pleno verano el otro ve golpear los puñados de lluvia helada contra la ventana, y como a causa de la diferencia horaria cuando en la ciudad es de mañana en París es de tarde, y cuando en la ciudad es de tarde en París es ya de noche, el tiempo ocupaba una buena parte de sus conversaciones. Hasta que, menos de dos meses atrás, un domingo de mayo en que hablaron un poco más que de costumbre del tiempo porque, a pesar de la diferencia de estación, de país, de continente y de hemisferio, las condiciones climáticas eran idénticas (un día frío y lluvioso), Tomatis le anunció por fin la buena noticia de que a principios de julio pasaría unos días por París.

Pero eso no fue todo: Tomatis le adelantó también que Marcelo Soldi, ese muchacho de barba en la lancha de cuyo padre habían ido un día con los chicos a visitar a la hija de Washington, ¿se acordaba?, tenia la intención de escribirle para mandarle algo que estaba preparando desde hacia algunos meses, y, tal vez con el fin de avivar su interés, Tomatis dejó caer sin darle mayores explicaciones una frase enigmática: "Salió a buscar Troya v casi se topa con el Hades". Pero por cierto que no bromeaba porque, cosa de un mes más tarde, el envío llegó: era un sobre de tamaño mediano, protegido por un forro interior de burbujas de plástico, autoadhesivo, pero al que, por precaución, Soldi había sellado con cinta adhesiva transparente, y que contenía una carta bastante larga y una disquette de la computadora. Soldi masculinizaba la palabra y le ponía un acento grave, lo que por escrito daba como resultado "el disket". En un pasaje de la carta decía: "Aparte de las conversaciones con Tomatis, que a veces pueden exigir cierta dosis de paciencia, me distraen también los paseos en auto, al azar, por el campo, y hurgar viejos papeles que conservan, milagrosamente la mayor parte del tiempo, la memoria de este lugar, o de cualquier otro, si viviese en cualquier otro. Lo que es válido para un lugar es válido para el espacio entero, y ya sabemos que si el todo contiene a la parte, la parte a su vez contiene al todo. No lo hago con veleidades de historiador porque no tengo ninguna fe en la historia. No creo ni que pueda servir de modelo para el presente, ni que podamos recuperar de ella otra cosa que unos pocos vestigios materiales, lápidas, imágenes, objetos v papeles en los que, lo reconozco, lo que aparece escrito puede ser un poco más que materia. Lo que percibimos como verdadero del pasado no es la historia, sino nuestro propio presente que se proyecta a si mismo y se contempla en lo exterior".

Y en otra parte de la carta: "Tengo cierta ventaja sobre otros aficionados a los archivos: le caigo bien a las viejas. El texto que te mando en el disket me lo confió una señora nonagenaria que, me parece, nunca lo leyó. Por suerte para ella, la pobre murió mientras yo lo estaba descifrando y pasando en limpio con total fidelidad, de modo que ya no estaré obligado a contarle vaguedades o a mentirle sobre el contenido de esos papeles, que, en razón de que su propietaria no tenia herederos, deposité en el Archivo Provincial, donde pueden ser consultados, apenas terminé de copiarlos. Nos interesa mucho tu opinión porque, contrariamente a lo que yo considero, Tomatis afirma que no se trata de un documento auténtico sino de un texto de ficción. Pero yo digo, pensándolo bien, ¿qué otra cosa son los Anales, la Memoria sobre el calor de Lavoisier, el Código Napoleón, las muchedumbres, las ciudades, los soles, el universo?". Y por último: "El manuscrito que me dio la anciana no tiene título, pero si entendí bien ciertos pasajes, creo que a su autor no le parecería inadecuado que le pusiéramos LAS NUBES".

El sobre llegó en el mes de junio, el veintiuno para ser exactos, en la puerta del verano. Desde entonces, como estaba terminando el año universitario, entre las reuniones, los exámenes y los coloquios, a Pichón le ha faltado tiempo para enterarse del contenido del misterioso "disket" que se ha estado cubriendo de polvo, abandonado entre libros, cuadernos y papeles sobre su escritorio. El dos de julio, su mujer y los chicos se fueron al mar y él se quedó en París a causa de un par de reuniones que lo demoraron y porque Tomatis le había anunciado su llegada desde Madrid para el siete a la noche. Decidieron de común acuerdo pasar dos o tres días solos en París para charlar a sus anchas, y viajar después a reunirse con Babette y los chicos en Bretaña.

Esta mañana, a eso de las nueve y media, ha asistido a una reunión en la facultad, y después se ha quedado trabajando hasta las dos y media en su oficina, ha bajado a tomar un helado, y se ha vuelto a su casa a dormir la siesta. Como muchos habitantes de la ciudad ya se han ido y los turistas por alguna razón todavía no han llegado ¿tal vez a causa del calor excesivo han preferido el mar o la montaña? la ciudad está vacía y como a causa del viaje de su familia también lo está su departamento, por momentos se establece entre el departamento y la ciudad una curiosa analogía, y como las ventanas están siempre abiertas para aprovechar las corrientes de aire, existe entre la ciudad y la casa una especie de continuidad; por momentos, no se sabe bien cuál de las dos contiene a la otra. Hay un silencio mayor que el de costumbre, y que crece todavía más cuando llega la noche ardiente y pegajosa después del día interminable. En short, con todas las luces apagadas, Pichón suele acodarse en la ventana del segundo piso que da a la calle callada y vacía, y mientras fuma cigarrillo tras cigarrillo, va auscultando, más que los detalles exteriores de la noche, las sensaciones que esos detalles despiertan en él, y que lo retrotraen al pasado, a su infancia sobre todo, por momentos de un modo tan intenso y claro que el tiempo parece abolido, a punto de inducirlo a pensar que muchas sensaciones que él ha creído siempre propias de un lugar, eran en realidad propias del verano.

A eso de las siete, un poco atontado por el calor y por la siesta demasiado larga, sale a hacer algunas compras por el barrio, pero después de pasar un rato en una vinería eligiendo algunas botellas de vino blanco para los días venideros, descansado, limpio y bastante feliz, atravesando el aire azul del anochecer, por las calles calientes, silenciosas y vacías, vuelve a la casa vacía. Apenas entra en ella se vuelve a duchar, se seca con suavidad, aplicando la toalla contra su piel y apretando un poco, casi sin frotar, como se aplica un secante sobre unos renglones de tinta fresca, y se pone, por toda vestimenta, un short limpio. Cena liviano ¿una tajada de jamón, unos tomates, un poco de queso, agua mineral?, pero cuando se sienta frente a la computadora, la pone en funcionamiento e introduce "el disket" para leer su contenido en la pantalla, lo piensa mejor y se dirige a la heladera. Vuelve con una gran taza de loza blanca llena de cerezas que deposita en el escritorio, al alcance de su mano izquierda, entre biromes, lápices, encendedores, un par de paquetes de cigarrillos, y un pesado cenicero de vidrio verde oscuro, grueso. Cuando empieza a leer el texto haciéndolo desfilar en la pantalla de la computadora, y aunque va llevándose a la boca, una a una, sin mirarlas, las cerezas, el gusto, dulce y ácido a la vez, lo hace representarse las esferitas de un rojo vivo igual que si las sensaciones táctiles y gustativas que se van produciendo en el interior de la boca, diesen un rodeo por los ojos, o por la memoria, antes de llegar al cerebro. Grandes, carnosas, frías, gloriosamente firmes y rojas, que, una vez obtenida, y aunque tantos pretendan lo contrario, por casualidad la primera, la materia se puso porque si a multiplicar, son sin embargo, porque corre el mes de julio, las últimas del verano. Y nada asegura que, con la misma liviandad caprichosa con que salieron de la nada a la luz del día, después del verano interminable y negro, volverán a aparecer.



Juan José Saer

sábado, 10 de septiembre de 2011

Cita de la semana


























El ojo de la patria (fragmento)



La mañana del funeral fue gris y destemplada. Carré llevaba un sobretodo viejo y un sombrero de fieltro para protegerse de la nieve. Desde su escondite alcanzaba a ver el montículo de tierra húmeda y la cruz de madera ordinaria. Entre los cuatro desconocidos que rodeaban el ataúd había una rubia vestida de negro. Un cura regordete masticaba chicle y rezaba en latín. Los otros dos llevaban trajes oscuros y el más alto sostenía un paraguas tan grande que los cobijaba a todos. De vez en cuando la mujer se apartaba el velo para estornudar y sonarse la nariz. El cura calzaba galochas y se envolvía con una bufanda negra. Mientras decía la plegaria sacudía una polvareda de incienso que la brisa se llevaba hacia la arboleda cercana. El mas petiso, que tenía el pantalón enchastrado hasta las rodillas, sostenía una corona de flores como si fuera un maletín. La rubia, que había seguido la ceremonia con la solemnidad de un coronel de infantería, hizo una señal con la mano en la que apretujaba el pañuelo. Al rato, arrastrando cuerdas y palas, aparecieron dos sepultureros que venían de escuchar a los chicos que cantaban frente a la tumba de Jim Morrison.



Mientras bajaban el ataúd, Carré no consiguió disimular su tristeza. Se dijo que al menos podrían haber contratado a las lloronas del barrio para mostrarle un poco de afecto. Su entierro era tan insignificante y desgraciado como el de Oscar Wilde, que tenía una estatua desnuda y tiesa al fondo del sendero. Por lo menos al escritor lo había acompañado un perro callejero y los confidenciales británicos le sembraron un cantero de petunias que utilizaban para entregar sus mensajes a los enlaces de la Security.



Al ver que los peones echaban las primeras paladas de tierra, Carré sintió un desfallecimiento y tuvo que apoyarse en el ala de un querubín para no perder la compostura. Ni siquiera advirtió que su sombrero rodaba por el suelo y abría un delgado surco sobre la nieve. Parado allí, con el corazón apretujado, sin saber lo que haría al volver a la calle, se preguntó quién ocuparía su lugar. Quizá habían puesto un montón de piedras o el cuerpo de un perro reventado por el frío, como solían hacer los polacos y los búlgaros.



La noche anterior, después de atender el llamado, se metió en el bolsillo la pistola y el libro de la Princesa Rusa y se precipitó escaleras abajo para esconderse en el bar de la Gare du Nord. No percibió ninguna señal de Pavarotti. Al amanecer, para estar seguro de que ya no lo seguía, se acercó a su casa y encontró la puerta del edificio abierta de par en par. A la entrada alguien había colocado una ofrenda de flores, un horario de inhumación en el cementerio del Pere Lachaise y una urna para dejar las condolencias. Como no estaba seguro de que alguien le llevara el pésame, Carré tomó una tarjeta en blanco, escribió un nombre de mujer y la echó en la urna. Más tarde, mientras esperaba el ómnibus, sintió la irresistible tentación de asistir a su propio entierro. Todavía no podía hacerse a la idea de que estaba fuera de la vida, de que tendría que penar para siempre como un espectro de carne y hueso al que nadie puede ver.



Pensó en lo que diría su padre si pudiera verlo. Recordaba una pesadilla que había tenido en la cárcel de Alemania: se perdía en un bosque y corría a tontas y a locas hasta que caía en un pozo lleno de arañas y murciélagos. Gritaba aterrorizado llamando a su padre que pagaba las cuentas de la vida en una ventanilla donde hacían cola decenas de hombres y mujeres sin cara. Entonces el padre se acercaba y le ponía la mano sobre la cabeza. Todavía sentía la dulzura de la mano. Casi no conoció a su padre pero lo imaginaba por la foto en blanco y negro que su madre le había dejado en la pieza. Muchas veces se preguntaba cómo había sido aquel hombre cuando tenía su edad y llegó a la conclusión de que pasó sin contar para nadie, sin dejar huellas en el camino. En la foto aparecía como de treinta y cinco años, bien afeitado, con una corbata de nudo intemporal, peinado de época antes de que se llevara el corte de los yuppies. Era un hombre que no llamaba la atención. Tal vez se conformaba con tener al día los expedientes de Vialidad y llevar el sueldo a casa. Pero, ¿con qué soñaba? ¿Deseaba a otra mujer? ¿Tenía enemigos? ¿De qué cuadro era? Durante los años en Buenos Aires Carré sintió la vida como un espacio vacío. Tenía algún conocido pero no amigos de verdad. Le enseñaron a amar confusamente a la patria, pero nunca soñó con representarla en un país lejano. Pronto asumió su infortunio con las mujeres y de tanto en tanto iba a buscar consuelo en los alrededores de Constitución. A veces sospechaba que también su padre había acudido a esos hoteles baratos para olvidarse de algo. ¿Pero de qué? No estaba seguro de que lo hubiera hecho feliz ver a su hijo trabajando de espía en París. Aunque sin duda las medallas lo colmarían de orgullo si hubiera podido verlas.

Miró a su alrededor y no vio más que al cura y los falsos deudos que se persignaban frente a la tumba. La rubia recogió con elegancia el vestido que le llegaba a los tobillos y abrió la marcha por el sendero de lajas. Tenía los tobillos bien formados y un gran agujero en la media derecha. El hombre alto fue tras ella y la cubrió con el paraguas mientras el cura aplastaba el chicle sobre una tumba vecina. Carré recogió el sombrero, lo limpió con la manga del sobretodo y lo que vio entonces no iba a olvidarlo jamás. El cura volvió sobre sus pasos, se arremangó la sotana y a favor del viento y la nevisca se puso a mear muy orondo sobre la tumba recién cerrada. Carré se mordió el puño, ciego de furia, y trató de grabarse los rasgos del meador solitario. ¿No lo había cruzado antes en el Refugio o en la fugacidad de una cita clandestina? ¿O se parecía a uno de los tantos desconocidos que le pasaban mensajes para otros desconocidos? Lo vio partir tosiendo, rascándose la cabeza por debajo de la gorra, y alcanzó a registrar que el pelo era negro y lo llevaba bien cortado.

Salió del escondite arrastrando la pierna agarrotada por las várices. Apretaba en el bolsillo el libro de la Princesa Rusa y no pudo contener un gesto de asombro. Su nombre completo estaba grabado en la cruz, como si fuese el de un tipo cualquiera, de esos que tienen familia y un domicilio conocido. Sacudido por la sorpresa, sólo atinó a quitarse respetuosamente el sombrero y a levantar la corona caída en el barro.



No prestaba atención a las voces que cantaban los versos de Morrison. Pensó en arrancar la cruz que delataba su identidad pero comprendió que sería inútil ya que el mensaje estaba dirigido a la red y a nadie más le importaba su existencia. Pero, ¿por qué El Pampero había decidido matarlo así? ¿Por qué no lo habían liquidado de verdad como hacían los ingleses que empujaban a los suyos bajo las ruedas del subte, o los alemanes que aparecían flotando en el Sena después de una noche de juerga? ¿Lo consideraban tan insignificante que ni siquiera merecía que le dispararan una bala en la nuca? Acomodó la corona y se dijo que lo mejor sería esconderse en alguna parte y esperar nuevas instrucciones. Después de todo, el Jefe le había dicho que él sería el ojo de la patria en las puertas del infierno. Quizás esa noche en el Refugio alguien sentiría un poco de pena por él, aunque no estaba seguro. Cerca, dos viejos limpiaban un cantero y arrojaban flores marchitas en el cesto de la basura. Antes de irse Carré se agachó a despegar el chicle con las marcas de los dientes del cura. Lo envolvió en el pañuelo y juró sobre su propia tumba que no iba a descansar hasta encontrar al hombre que había profanado su última morada".



Osvaldo Soriano

El ojo de la patria (1992)











domingo, 4 de septiembre de 2011

Cuento 14






















Nos han dado la tierra




Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros.

Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo. Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y se saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza.



Pero el pueblo está todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca.

Hemos venido caminando desde el amanecer. Ahorita son algo así como las cuatro de la tarde. Alguien se asoma al cielo, estira los ojos hacia donde está colgado el sol y dice:

-Son como las cuatro de la tarde.

Ese alguien es Melitón. Junto con él, vamos Faustino, Esteban y yo. Somos cuatro. Yo los cuento: dos adelante, otros dos atrás. Miro más atrás y no veo a nadie. Entonces me digo: "Somos cuatro." Hace rato, como a eso de las once, éramos veintitantos, pero puñito a puñito se han ido desperdigando hasta quedar nada más que este nudo que somos nosotros.

Faustino dice:

-Puede que llueva.

Todos levantamos la cara y miramos una nube negra y pesada que pasa por encima de nuestras cabezas. Y pensamos: "Puede que sí." No decimos lo que pensamos. Hace ya tiempo que se nos acabaron las ganas de hablar. Se nos acabaron con el calor. Uno platicaría muy a gusto en otra parte, pero aquí cuesta trabajo. Uno platica aquí y las palabras se calientan en la boca con el calor de afuera, y se le resecan a uno en la lengua hasta que acaban con el resuello. Aquí así son las cosas. Por eso a nadie le da por platicar.



Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una plasta como la de un salivazo. Cae sola. Nosotros esperamos a que sigan cayendo más y las buscamos con los ojos. Pero no hay ninguna más. No llueve. Ahora si se mira el cielo se ve a la nube aguacera corriéndose muy lejos, a toda prisa. El viento que viene del pueblo se le arrima empujándola contra las sombras azules de los cerros. Y a la gota caída por equivocación se la come la tierra y la desaparece en su sed.



¿Quién diablos haría este llano tan grande? ¿Para qué sirve, eh? Hemos vuelto a caminar. Nos habíamos detenido para ver llover. No llovió. Ahora volvemos a caminar. Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que llevamos andado. Se me ocurre eso. De haber llovido quizá se me ocurrieran otras cosas. Con todo, yo sé que desde que yo era muchacho, no vi llover nunca sobre el llano, lo que se llama llover.



No, el Llano no es cosa que sirva. No hay ni conejos ni pájaros. No hay nada. A no ser unos cuantos huizaches trespeleques y una que otra manchita de zacate con las hojas enroscadas; a no ser eso, no hay nada.

Y por aquí vamos nosotros. Los cuatro a pie. Antes andábamos a caballo y traíamos terciada una carabina. Ahora no traemos ni siquiera la carabina.

Yo siempre he pensado que en eso de quitarnos la carabina hicieron bien. Por acá resulta peligroso andar armado. Lo matan a uno sin avisarle, viéndolo a toda hora con "la 30" amarrada a las correas. Pero los caballos son otro asunto. De venir a caballo ya hubiéramos probado el agua verde del río, y paseado nuestros estómagos por las calles del pueblo para que se les bajara la comida. Ya lo hubiéramos hecho de tener todos aquellos caballos que teníamos. Pero también nos quitaron los caballos junto con la carabina.



Vuelvo hacia todos lados y miro el Llano. Tanta y tamaña tierra para nada. Se le resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga. Sólo unas cuantas lagartijas salen a asomar la cabeza por encima de sus agujeros, y luego que sienten la tatema del sol corren a esconderse en la sombrita de una piedra. Pero nosotros, cuando tengamos que trabajar aquí, ¿qué haremos para enfriarnos del sol, eh? Porque a nosotros nos dieron esta costra de tapetate para que la sembráramos.



Nos dijeron:

-Del pueblo para acá es de ustedes.

Nosotros preguntamos:

-¿El Llano?

-Sí, el Llano. Todo el Llano Grande.

Nosotros paramos la jeta para decir que el Llano no lo queríamos. Que queríamos lo que estaba junto al río. Del río para allá, por las vegas, donde están esos árboles llamados casuarinas y las paraneras y la tierra buena. No este duro pellejo de vaca que se llama Llano.



Pero no nos dejaron decir nuestras cosas. El delegado no venía a conversar con nosotros. Nos puso los papeles en la mano y nos dijo:

-No se vayan a asustar por tener tanto terreno para ustedes solos.

-Es que el Llano, señor delegado...

-Son miles y miles de yuntas.

-Pero no hay agua. Ni siquiera para hacer un buche hay agua.

¿Y el temporal? Nadie les dijo que se les iba a dotar con tierras de riego. En cuanto allí llueva, se levantará el maíz como si lo estiraran.

-Pero, señor delegado, la tierra está deslavada, dura. No creemos que el arado se entierre en esa como cantera que es la tierra del Llano. Habría que hacer agujeros con el azadón para sembrar la semilla y ni aun así es positivo que nazca nada; ni maíz ni nada nacerá.



-Eso manifiéstenlo por escrito. Y ahora váyanse. Es al latifundio al que tienen que atacar, no al Gobierno que les da la tierra.

-Espérenos usted, señor delegado. Nosotros no hemos dicho nada contra el Centro. Todo es contra el Llano... No se puede contra lo que no se puede. Eso es lo que hemos dicho... Espérenos usted para explicarle. Mire, vamos a comenzar por donde íbamos...

Pero él no nos quiso oír.

Así nos han dado esta tierra. Y en este comal acalorado quieren que sembremos semillas de algo, para ver si algo retoña y se levanta. Pero nada se levantará de aquí. Ni zopilotes. Uno los ve allá cada y cuando, muy arriba, volando a la carrera; tratando de salir lo más pronto dposible de este blanco terregal endurecido, donde nada se mueve y por donde uno camina como reculando.



Melitón dice:

-Esta es la tierra que nos han dado.

Faustino dice:

-¿Qué?

Yo no digo nada. Yo pienso: "Melitón no tiene la cabeza en su lugar. Ha de ser el calor el que lo hace hablar así. El calor, que le ha traspasado el sombrero y le ha calentado la cabeza. Y si no, ¿por qué dice lo que dice? ¿Cuál tierra nos han dado, Melitón? Aquí no hay ni la tantita que necesitaría el viento para jugar a los remolinos."



Melitón vuelve a decir:

-Servirá de algo. Servirá aunque sea para correr yeguas.

-¿Cuáles yeguas? -le pregunta Esteban.

Yo no me había fijado bien a bien en Esteban. Ahora que habla, me fijo en él.

Lleva puesto un gabán que le llega al ombligo, y debajo del gabán saca la cabeza algo así como una gallina.

Sí, es una gallina colorada la que lleva Esteban debajo del gabán. Se le ven los ojos dormidos y el pico abierto como si bostezara. Yo le pregunto:

-Oye, Teban, ¿de dónde pepenaste esa gallina?

-Es la mía- dice él.

-No la traías antes. ¿Dónde la mercaste, eh?

-No la merque, es la gallina de mi corral.

-Entonces te la trajiste de bastimento, ¿no?

-No, la traigo para cuidarla. Mi casa se quedó sola y sin nadie para que le diera de comer; por eso me la traje. Siempre que salgo lejos cargo con ella.

-Allí escondida se te va a ahogar. Mejor sácala al aire.

Él se la acomoda debajo del brazo y le sopla el aire caliente de su boca. Luego dice:

-Estamos llegando al derrumbadero.

Yo ya no oigo lo que sigue diciendo Esteban. Nos hemos puesto en fila para bajar la barranca y él va mero adelante. Se ve que ha agarrado a la gallina por las patas y la zangolotea a cada rato, para no, golpearle la cabeza contra las piedras.

Conforme bajamos, la tierra se hace buena. Sube polvo desde nosotros como si fuera un atajo de mulas lo que bajará por allí; pero nos gusta llenarnos de polvo. Nos gusta. Después de venir durante once horas pisando la dureza del Llano, nos sentimos muy a gusto envueltos en aquella cosa que brinca sobre nosotros y sabe a tierra.



Por encima del río, sobre las copas verdes de las casuarinas, vuelan parvadas de chachalacas verdes. Eso también es lo que nos gusta.

Ahora los ladridos de los perros se oyen aquí, junto a nosotros, y es que el viento que viene del pueblo retacha en la barranca y la llena de todos sus ruidos.

Esteban ha vuelto a abrazar su gallina cuando nos acercamos a las primeras casas. Le desata las patas para desentumecerla, y luego él y su gallina desaparecen detrás de unos tepemezquites. -¡Por aquí arriendo yo! -nos dice Esteban.

Nosotros seguimos adelante, más adentro del pueblo.

La tierra que nos han dado está allá arriba.



Juan Rulfo


El llano en llamas (1953)

sábado, 3 de septiembre de 2011

Cita de la semana



























Sredni Vashtar

"Conradín tenía diez años y, según la opinión profesional del médico, el niño no viviría cinco años más. Era un médico afable, ineficaz, poco se le tomaba en cuenta, pero su opinión estaba respaldada por la señora De Ropp, a quien debía tomarse en cuenta. La señora De Ropp, prima de Conradín, era su tutora, y representaba para él esos tres quintos del mundo que son necesarios, desagradables y reales; los otros dos quintos, en perpetuo antagonismo con aquéllos, estaban representados por él mismo y su imaginación. Conradín pensaba que no estaba lejos el día en que habría de sucumbir a la dominante presión de las cosas necesarias y cansadoras: las enfermedades, los cuidados excesivos y el interminable aburrimiento. Su imaginación, estimulada por la soledad, le impedía sucumbir.

La señora De Ropp, aun en los momentos de mayor franqueza, no hubiera admitido que no quería a Conradín, aunque tal vez habría podido darse cuenta de que al contrariarlo por su bien cumplía con un deber que no era particularmente penoso. Conradín la odiaba con desesperada sinceridad, que sabía disimular a la perfección. Los escasos placeres que podía procurarse acrecían con la perspectiva de disgustar a su parienta, que estaba excluida del reino de su imaginación por ser un objeto sucio, inadecuado.



En el triste jardín, vigilado por tantas ventanas prontas a abrirse para indicarle que no hiciera esto o aquello, o recordarle que era la hora de ingerir un remedio, Conradín hallaba pocos atractivos. Los escasos árboles frutales le estaban celosamente vedados, como si hubieran sido raros ejemplares de su especie crecidos en el desierto. Sin embargo, hubiera resultado difícil encontrar quien pagara diez chelines por su producción de todo el año. En un rincón, casi oculta por un arbusto, había una casilla de herramientas abandonada, y en su interior Conradín halló un refugio, algo que participaba de las diversas cualidades de un cuarto de juguetes y de una catedral. La había poblado de fantasmas familiares, algunos provenientes de la historia y otros de su imaginación; estaba también orgulloso de alojar dos huéspedes de carne y hueso. En un rincón vivía una gallina del Houdán, de ralo plumaje, a la que el niño prodigaba un cariño que casi no tenía otra salida. Más atrás, en la penumbra, había un cajón, dividido en dos compartimentos, uno de ellos con barrotes colocados uno muy cerca del otro. Allí se encontraba un gran hurón de los pantanos, que un amigo, dependiente de carnicería, introdujo de contrabando, con jaula y todo, a cambio de unas monedas de plata que guardó durante mucho tiempo. Conradín tenía mucho miedo de ese animal flexible, de afilados colmillos, que era, sin embargo, su tesoro más preciado. Su presencia en la casilla era motivo de una secreta y terrible felicidad, que debía ocultársele escrupulosamente a la Mujer, como solía llamar a su prima. Y un día, quién sabe cómo, imaginó para la bestia un nombre maravilloso, y a partir de entonces el hurón de los pantanos fue para Conradín un dios y una religión".


SAKI (Hector Hugh Munro)




viernes, 2 de septiembre de 2011

Mariana Mai: Arte Textil.




























MUSEO NACIONAL DE AERONÁUTICA





MUESTRA - TALLER DE

ARTE TEXTIL GRATUITO



YA ESTÁ ABIERTA LA INSCRIPCIÓN



La Muestra-Taller de arte textil estará a cargo de Mariana Mai y se llevará a cabo los sábados 10, 17, 24 de Septiembre y 1º de Octubre, de 14.30 a 17 hs. Podrán elegir un sábado para hacer el taller y volver otro día como oyente si tienen dudas. En la muestra estarán expuestas alrededor de 30 obras textiles de diferntes formatos, diseños y colores desde mini textiles hasta obras de grandes dimensiones (1.70 cm x 1.20 cm, obras que demandaron desde media hora a 230 horas de trabajo. La técnica utilizada es punto recto sobre cañamazo con aguja de bordar. NO se requiere experiencia previa, está dirigido a personas mayores de 14 años y no se suspende por lluvia. . Cada participante tendrá un kit con productos de Hilados LHO, aguja, cañamazo y tijera para trabajar. Se hará un breack para tomar café, sacar fotos junto a las obras y con el grupo asistente. La cita es en el Museo, cito en Carmen de Patagones y Gobernador Arana (av Eva Perón al 2700) - Morón - Provincia de Buenos Aires. Para incripción, llamar de lunes a viernes de 9.30 a 12 hs al 011 -4697-6964 y por mail a: tallerdeartetextil@hotmail.com



Blog: http://museonacionaldeaeronauticamoron.blogspot.com/ Facebook: Museo Nacional Aeronátuca Morón Buenos Aires, Argentina



SOLIDARIDAD: Se solicita a quien asi lo desee, la colaboración con la Casa Tony Costa, cita en el partido de Ituzaingó, en la que se sirve diariamente la merienda a 188 chicos: te, yerba, azúcar, galletitas, bolsas de residuo, jabón de tocador, papel higiénico, lavandina,etc...todo será bienvenido para continuar con la contención de estos chicos. Desde ya, muchisimas gracias.